Obras de Jack London. Jack London
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Название: Obras de Jack London

Автор: Jack London

Издательство: Ingram

Жанр: Исторические приключения

Серия: biblioteca iberica

isbn: 9789176377178

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СКАЧАТЬ al perro! ¿Que se muera? No, no merece la pena. ¡Porque a él lo tengo que hacer pedazos yo! Y por eso no debe morir ahora.

      El médico consideró un prodigio, y el misionero un milagro, el hecho de que Leclère se recuperara, y estaba tan débil que en la primavera tuvo unas fiebres y volvió a recaer. Bâtard lo pasó aún peor, pero se impuso su apego a la vida, y los huesos de sus patas traseras se soldaron, y sus órganos se enderezaron durante la serie de semanas que permaneció amarrado al suelo. Y cuando Leclère, por fin convaleciente, cetrino y tembloroso, tomaba el sol junto a la puerta de la cabaña, Bâtard había impuesto su supremacía sobre los de su clase y sometido a su dominio no sólo a sus propios compañeros, sino también a los perros del misionero.

      Ni movió un músculo ni se le erizó un pelo cuando, por primera vez, Leclère salió dando unos pasos del brazo del misionero y se dejó caer lentamente y con infinito cuidado en la banqueta de tres patas.

      -¡Bien, bien! ¡Vaya sol más rico! -dijo, extendiendo sus manos ajadas para calentárselas.

      Después, su mirada cayó sobre el perro, y el antiguo destello volvió de nuevo a ensombrecer sus ojos. Tocó suavemente al misionero en el brazo.

      -¡Padre, este Bâtard es todo un demonio! Me va a tener que traer una pistola para que pueda tomar el sol en paz.

      Y a partir de entonces, durante muchos días, se sentó al sol ante la puerta de la cabaña. Nunca se dormía y la pistola siempre permanecía sobre sus rodillas. Bâtard tenía una manera especial de buscar el arma con la mirada, en el lugar acostumbrado, y esto era lo primero que hacía cada mañana. Al verla, levantaba el labio ligeramente en señal de que entendía, y Leclère levantaba a su vez el labio en una mueca que servía de respuesta. Un día, el misionero se dio cuenta de la estratagema.

      -¡Santo cielo! ¡Estoy seguro de que el animal entiende!

      Leclère se rió suavemente.

      -¡Mire usted, padre! Esto que yo estoy diciendo ahora lo está escuchando.

      Y como prueba de que así era, Bâtard levantó su única oreja, de forma inequívoca, para poder oír mejor.

      -«Matar» es lo que digo.

      Bâtard lanzó un profundo gruñido, el pelo se le erizó a lo largo del cuello y todos los músculos se le pusieron tensos y a la expectativa.

      -Levanto la pistola, así, de esta forma.

      Y haciendo coincidir la acción con la palabra, le mostró la pistola a Bâtard.

      Bâtard dio un salto, de lado, y fue a parar a la vuelta de la esquina de la cabaña, fuera del alcance de la vista.

      -¡Santo cielo! -repetía el misionero cada cierto tiempo.

      Leclère sonreía orgulloso.

      -¿Pero cómo es que no se va?

      El francés se encogió de hombros, en un gesto propio de su raza, y que podía tener un significado muy amplio, desde una total ignorancia a una completa comprensión.

      -¿Entonces, por qué no lo mata usted?

      De nuevo levantó los hombros:

      -Padre, no ha llegado su hora todavía -dijo tras una pausa-. Es un auténtico demonio. Algún día lo haré pedazos, así, así de pequeñitos. ¿Entendido? Muy bien.

      Un día, Leclère reunió a todos sus perros y se trasladó en una embarcación hasta Forty Mile y continuó al Porcupine, donde recibió un encargo de la P C. Company y continuó explorando la mayor parte del año. Más tarde, ascendió por el Koyokuk hasta la desértica Artic City, y después descendió de campamento en campamento a lo largo del Yukon. Y durante estos interminables meses no dejó Bâtard de recibir lecciones. Supo de muchas torturas, y especialmente la del hambre, la de la sed, la del fuego y la peor de todas, la tortura de la música.

      Como les sucede a los demás animales de su misma especie, a él no le gustaba la música. Le producía una angustia infinita, el tormento se le extendía a cada nervio y sentía que se le rasgaban todas las fibras de su ser. Y de ahí sus aullidos, largos y de lobo, como cuando aúllan los lobos a las estrellas en las noches de helada. No podía dejar de hacerlo. Era su única debilidad en el desafío que mantenía con Leclère, y también su vergüenza. Leclère, por su parte, sentía pasión por la música, tanta como la que sentía por la bebida. Y cuando su alma clamaba por manifestarse, normalmente elegía una de estas dos formas de expresión y la mayoría de las veces las dos. Cuando estaba bebido, una inspiración musical inundaba su cerebro, y el demonio que en él habitaba se alzaba rampante, lo que lo capacitaba a llevar a cabo la satisfacción mayor de su alma: torturar a Bâtard.

      -Y ahora, disfrutaremos de un poquito de música -solía decir-. ¿Eh? ¿Qué te parece, Bâtard?

      No era más que una vieja armónica muy usada, conservada con gran cariño y reparada con paciencia, pero no había otra mejor, y de sus lengüetas plateadas extraía misteriosas y errantes melodías que aquellos hombres no habían oído nunca. Entonces, Bâtard, con la garganta enmudecida y los dientes fuertemente apretados, retrocedía, palmo a palmo, hasta la esquina más alejada de la cabaña. Y Leclère, sin dejar de tocar y con el garrote bajo el brazo, perseguía al animal, palmo a palmo, paso a paso, hasta que ya no podía retroceder más.

      Al principio, Bâtard se acurrucaba en el espacio más pequeño que podía, arrastrándose pegado al suelo, pero, según se iba acercando la música, se veía obligado a incorporarse, con la espalda incrustada en los leños de la pared y agitando en el aire las patas delanteras como si quisiera espantar las ondulantes ondas de sonido. Seguía con los dientes apretados, pero su cuerpo se veía afectado por fuertes contracciones musculares, extraños retorcimientos y convulsiones, hasta que todo él terminaba temblando y retorciéndose en un tormento silencioso. Cuando perdía el control, se le abrían las mandíbulas espasmódicamente, y salían intensas vibraciones guturales de un registro demasiado bajo para que el oído humano las pudiera captar. Y después se le abrían los agujeros de la nariz, se le dilataban los ojos, se le ponía el pelo de punta, rabioso por la impotencia, y surgía el dilatado aullido de lobo. Comenzaba con una indistinta nota ascendente que se iba engrosando hasta un estallido de sonido que rompía el corazón, y luego iba desvaneciéndose en una triste cadencia, y luego, otra vez la nota que subía, octava tras octava, el quebranto del corazón, la infinita pena y tristeza desvaneciéndose, desapareciendo, cayendo y muriendo lentamente.

      Era un auténtico infierno. Y Leclère, con una intuición diabólica, parecía adivinar su enervamiento y la convulsión de su corazón, y entre lamentos, temblores y los más gravítonos sollozos le arrancaba el último jirón de su pena. Daba miedo, y durante las veinticuatro horas siguientes Bâtard estaba nervioso y tenso, saltando ante los ruidos más corrientes, persiguiendo a su propia sombra, pero, sobre todo, cruel y dominante con sus compañeros de equipo. No mostraba ninguna señal de estar compungido, sino que cada vez estuvo más hosco y taciturno, esperando que llegara su hora con una paciencia inescrutable que comenzó a desorientar y crear zozobra en Leclère. El perro yacía frente a la luz del fuego, sin moverse, durante horas, mirando fijamente a Leclère, que estaba ante él, y mostrándole su odio a través de la amargura de sus ojos.

      A menudo sentía el hombre que se había introducido en la misma esencia de la vida: esa esencia invencible que impele al halcón a través de los cielos como un rayo emplumado, que guía al gran pato gris por los parajes, que impulsa al salmón preñado a lo largo de cinco mil kilómetros del impetuoso caudal del Yukon. En tales ocasiones se sentía empujado СКАЧАТЬ