Obras de Jack London. Jack London
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Название: Obras de Jack London

Автор: Jack London

Издательство: Ingram

Жанр: Исторические приключения

Серия: biblioteca iberica

isbn: 9789176377178

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СКАЧАТЬ visto en su cara la expresión de la pena, por poca, por ligera que ésta hubiera sido; si la cara se le hubiese alargado, perdiendo aquel aspecto de luna llena, quizá le habría perdonado el crimen de existir; pero, por el contrario, la desgracia parecía aumentar su alegría.

      Lo insulté a propio intento, y no vi en su cara signo alguno de despecho; todo lo más, un gesto de sorpresa bondadosa.

      -¿Pelearnos?... ¿Y por qué? -me preguntó con lentitud, y añadió, echándose a reír-. ¡Ja,ja! ¡Qué gracioso es usted! ¡Ja, ja!... De verdad, me hace usted muchísima gracia.

      ¿Qué hacer? La cosa era horrible, inverosímil, inaguantable... ¡Cómo lo odiaba, Dios poderoso!...

      Luego, aquel nombre: Claverhouse. ¿Por qué Claverhouse? Me hacía la pregunta mil veces. No me hubiera importado que se llamara Smith, Brown, Jones; pero... ¡Claverhouse!... ¿Es posible que exista alguien con semejante nombre? “No”, me responderán ustedes, y “no", me respondía yo mismo.

      Pensé en su hipoteca y en la imposibilidad de que la pagara, cuando sus cosechas se encontraban destruidas. Bien pronto encontré un prestamista astuto e inhumano que se quedó con todos los créditos, y aunque yo no figuré para nada en la transacción, pude, por medio de este agente, forzar el vencimiento, para tener el gusto de avisar a Claverhouse de los pocos días (ni uno más de los que marca la ley) que le restaban para abandonar la casa y la finca donde había vivido durante veinte años.

      Después fui a verlo, esperando leer, al fin, la desesperación en sus ojos; pero ¡ca!; lo encontré sonriente, con su eterna cara de contento y... ¡más parecida que nunca a la luna llena!

      Me recibió riendo a carcajadas.

      -¡Ja, ja, ja!... ¡Pero qué gracioso es este chiquillo mío! Figúrese usted que estaba jugando en la orilla del río, cuando un trozo del ribazo cayó al agua y lo salpicó, y me dice: “¡Oye, papá! ¡Un charco se ha levantado y me ha dado en la cabeza!..."

      Y se detuvo, aguardando, sin duda, a que yo me echara a reír.

      -Pues no veo la gracia -le contesté con brusquedad y sintiendo que la cara se me agriaba por momentos.

      Me miró con asombro, y luego empezó a extenderse por la suya el resplandor suave de que les he hablado, y que la tornaba casi luminosa:

      De nuevo empezó a reír:

      -¡Ja, ja!... ¡Esto sí que está bueno!... ¡Que no le ve la gracia!... ¡Ja, ja, ja!... ¡Que no se la ve!... Pero, venga usted acá, venga usted acá; usted ya sabe que los charcos...

      No lo dejé terminar; di media vuelta y me marché. ¡Era el colmo! ¡Ya no podía resistirlo! Se hacía indispensable acabar de una vez; era preciso libertar al mundo de semejante monstruo...

      Y mientras subía lentamente la colina, su risa maldita me perseguía, resonante siempre, siempre...

      R

      Me precio de hacer las cosas bien, y cuando resolví matar a Claverhouse estaba dispuesto a hacerlo en forma tal y con tal habilidad, que el recuerdo de mi acción no pudiera avergonzarme nunca. Declaro que aborrezco la torpeza y que siempre me inspiró antipatía la violencia y la fuerza bruta. Matar a un hombre a puñetazos, por ejemplo, tiene todos los caracteres del vandalismo, y me repugna hasta pensar en ello; de modo que la idea de disparar un tiro, clavar un puñal o asestar un golpe ni siquiera entró en mis cálculos; además, no sólo era cuestión de hacerlo bien, científicamente: quedaba por resolver la indispensable forma de evitar que pudieran recaer sospechas sobre mí.

      Pensé mucho en ello, y por fin, tras una semana de trabajo mental, encontré lo que buscaba, y me dispuse a poner en obra mi pensamiento.

      Empecé por comprar una perra de aguas de cinco meses, y me dediqué en cuerpo y alma a inculcarle la educación necesaria. Si alguien me hubiera observado con atención, pronto se hubiera dado cuenta de que sólo la adiestraba en devolverme las cosas que yo arrojaba lejos de mí.

      La perra, a la que di el nombre de Belona, me traía los palos que le tiraba al agua, y no solamente me los traía, sino que lo efectuaba en seguida, sin vacilar, morderlos ni jugar con ellos. Le enseñé a correr detrás de mí con un objeto en la boca, hasta alcanzarme, y como se trataba de un animal listo y despierto, pronto tuve el gusto de ver que mis lecciones fueron bien aprovechadas.

      En la primera ocasión favorable regalé el animal a mi enemigo, y al hacerlo, como se comprenderá, llevaba mi idea, pues de antiguo conocía su flaqueza y su hábito inveterado de infringir cierta ley de pesca.

      -No -me dijo cuando le puse la traílla en la mano-, no, esto no es en serio, ¿verdad? -y se reía, con su risa ridícula, que le retozaba por toda la cara mofletuda y reluciente-. Yo... yo... pensaba... Vamos, creía, creía que... no le era a usted muy simpático -continuó el imbécil-. ¿Verdad que tiene gracia que haya vivido equivocado, eh?

      Y reía, reía hasta desternillarse. ¡Canalla!

      -¿Cómo se llama? -me preguntó.

      -Belona.

      -¿Belona? ¡Ja, ja! ¡Qué nombre más raro!

      Rechinando los dientes, que su estúpida alegría me ponía de punta, le contesté:

      -Belona era la esposa de Marte.

      -¡Ah, ya comprendo, comprendo! Sí, claro, Marte se llamaba mi perro. Bueno, pues... ¡se ha quedado viuda esta Belona!

      Ya estaba bien lejos de la cuesta, y todavía llegaban a mí sus carcajadas.

      Pasó la semana, y el sábado le dije:

      -Se marcha usted el lunes, ¿no?

      -Sí -respondió, sin dejar de sonreír.

      -Entonces, no podrá meter mano a las truchas antes de irse...

      -No sé... no sé -me replicó, sin reparar en el tono agrio de mi pregunta-. De todas maneras, mañana pienso probar... ¡Ja, ja!...

      Su respuesta me tranquilizó, y me marché a casa satisfecho.

      Al día siguiente, muy temprano, lo vi salir con saco y red, acompañado de Belona, y como tenía la certeza del sitio adonde se dirigían, tomé un atajo y pronto llegué a la cima de la montaña, que bordeé ocultándome, hasta avistar el valle en el cual el riachuelo formaba una pequeña cascada y más allá una laguna límpida y tranquila que reposaba entre las breñas.

      Era el sitio, y sentándome en el suelo entre la maleza, desde donde dominaría el espectáculo, encendí mi pipa y esperé tranquilo el desenlace.

      Bien pronto, Claverhouse apareció vadeando la corriente del riachuelo, seguido de Belona, que correteaba a su alrededor. Ambos, hombre y animal, llegaban contentos, y los ladridos cortos y vibrantes del uno se confundían con los gritos guturales del otro. Ya junto al remanso, vi que Claverhouse arrojaba la red y el morral al suelo y sacaba del bolsillo algo parecido a una vela gorda y grande. Yo sabía lo que era: un cartucho de los gigantes, pues en eso consistía su sistema para pescar truchas: atontarlas o matarlas con dinamita. Le puso la mecha, envolvió el cartucho en un pedazo de tela, le prendió fuego y lo tiró con fuerza al charco.

      Como un relámpago, Belona se precipitó tras él, mientras yo hubiera gritado, de puro СКАЧАТЬ