Obras de Jack London. Jack London
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Название: Obras de Jack London

Автор: Jack London

Издательство: Ingram

Жанр: Исторические приключения

Серия: biblioteca iberica

isbn: 9789176377178

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СКАЧАТЬ Eran las cuatro en punto y por ser aquellos días los últimos de julio o los primeros de agosto (no sabía con exactitud qué fecha era, pero podía calcularla dentro de un margen de error de unas dos semanas), el sol tenía que apuntar más o menos hacia el noroeste. Miró hacia el sur. Sabía que en algún lugar, a espaldas de aquellas colinas desoladas, se hallaba el Lago del Gran Oso; sabía también que en esa dirección el Círculo Polar Ártico trazaba su temible camino entre los yermos canadienses. El riachuelo en que se hallaba era un afluente del Río de la Mina de Cobre que a su vez fluía hacia el norte e iba a desembocar en el Golfo de la Coronación y en el Océano Ártico. No conocía aquellos lugares, pero los había visto marcados una vez en una carta de navegación de la Compañía de la Bahía de Hudson.

      De nuevo recorrió con la mirada el circulo de mundo que tenía en torno a él. No era un espectáculo alentador. Por todas partes lo rodeaba un horizonte blando y suavemente curvado. Las colinas eran bajas. No había ni árboles, ni arbustos, ni hierba... nada sino una desolación tremenda y aterradora que atrajo inmediatamente el miedo a sus ojos.

      -¡Bill! -susurró una y dos veces- ¡Bill!

      Se agazapó en medio del agua lechosa como si la vastedad del paisaje ejerciera sobre él una fuerza avasalladora y lo aplastara brutalmente, consciente del horror que provocaba. Comenzó a temblar como un palúdico, hasta que la escopeta se le deslizó de entre las manos y cayó al agua salpicándolo. Aquello lo despertó. Luchó con el miedo, se dominó, y buscó a tientas bajo el agua hasta recuperar el arma. Corrió un poco el fardo hacia el hombro izquierdo, con el fin de liberar del peso a su tobillo dislocado. Luego, encogiéndose de dolor, avanzó lenta y cautelosamente hasta la orilla.

      No se detuvo. Con una desesperación que rayaba en la locura, sin hacer caso del dolor, subió presuroso la pendiente hasta alcanzar la cima de la colina tras de la cual había desaparecido su compañero. Sólo que su andar era aún más grotesco y cómico que la cojera vacilante del que lo había precedido. Al llegar a la cresta, lo que se ofreció a su vista fue un valle somero totalmente desprovisto de vida. Luchó de nuevo contra el miedo, lo dominó, corrió el fardo aún más hacia el hombro izquierdo y bajó a trompicones la pendiente.

      El fondo del valle estaba encharcado de un agua que el espeso musgo mantenía, a modo de esponja, sobre la superficie. Con cada paso saltaban pequeños chorros, y cada vez que levantaba un pie la acción culminaba en sonido de succión, como si el musgo se resistiera a soltar su presa. Avanzó de pantano en pantano, siguiendo las huellas de su compañero a lo largo y a través de las abruptas hileras de rocas que emergían como islotes en un mar de musgo.

      Aunque estaba solo no estaba perdido. Sabía que más adelante llegaría allí donde unos cuantos abetos y unos pinos pequeños y marchitos bordeaban la orilla de una laguna, el lugar que los indígenas llamaban el titchinnichilie o «tierra de los palitos». Y en aquella laguna desembocaba un riachuelo de agua clara. En las riberas del riachuelo (lo recordaba bien), había juncos pero no árboles. Lo seguiría hasta ver brotar el primer hilillo de agua en una divisoria de cuencas, atravesaría esa divisoria hasta dar con el primer hilillo de agua de otra corriente que fluía hacia el oeste, y seguiría ésta hasta su desembocadura en el río Dease. Allí tenían él y su compañero provisiones y vituallas ocultas bajo una canoa invertida y cubierta de piedras. En aquel escondrijo hallaría munición para su escopeta vacía, anzuelos y cañas, una pequeña red..., todo lo necesario para poder cazar y conseguir alimento. También allí encontraría harina (no mucha), un pedazo de tocineta y frijoles.

      Bill estaría esperándolo y juntos remarían Dease abajo hasta llegar al Lago del Gran Oso. Y hacia el sur seguirían, siempre hacia el sur, hasta llegar al Mackenzie. Hacia el sur, siempre hacia el sur, y el invierno correría vanamente tras ellos, y el hielo se formaría en los remolinos, y los días se harían fríos y transparentes... Siempre hacia el sur, hacia alguna factoría de la Compañía de la Bahía de Hudson, allá donde la temperatura era templada y los árboles crecían altos y generosos y había alimentos sin fin.

      Así pensaba el hombre mientras adelantaba en su camino. Y del mismo modo que trabajaba con el cuerpo trabajaba también con la mente, tratando de convencerse de que Bill no lo había abandonado, de que sin duda alguna lo esperaría junto al escondrijo. O lograba convencerse de ello o de lo contrario le sería inútil seguir adelante y más le valdría tenderse en el suelo a esperar a la muerte. Y mientras la bola opaca del sol se hundía lentamente por el noroeste, estudió con la imaginación (y repetidas veces) cada pulgada de terreno que él y Bill recorrerían en su huida hacia el sur, antes de que el invierno se cerniera sobre ellos. Y una y otra vez vio ante sus ojos las provisiones ocultas en el escondrijo y las que hallarían en la factoría. Hacía dos días que no probaba alimento y muchos que no comía tanto como hubiera deseado. De vez en cuando se detenía y recogía pálidas «bayas de pantano» que se metía en la boca, masticaba y tragaba. Una «baya de pantano» es una semilla diminuta envuelta en una gota de agua. En la boca el agua se disuelve y la semilla cobra un sabor punzante y amargo. El hombre sabía que aquellas semillas no proporcionaban alimento alguno, pero las masticaba pacientemente con una esperanza que vencía al conocimiento y desafiaba a la experiencia.

      A las nueve en punto tropezó con un saliente rocoso y por simple debilidad y cansancio se tambaleó y cayó. Permaneció inmóvil en el suelo durante algún tiempo, tendido sobre un costado. Luego se desembarazó de los correajes y consiguió sentarse arrastrándose torpemente. No había oscurecido todavía y a la luz del largo crepúsculo buscó entre las rocas briznas de musgo seco. Una vez que hubo acumulado un montón de ellas hizo una hoguera, una hoguera sucia y sin llama, y sobre ella puso a hervir una ollita de agua.

      Desató el fardo y lo primero que hizo fue contar los fósforos. Tenía treinta y siete. Los contó tres veces para asegurarse. Los dividió en tres montones, los envolvió en papel encerado y colocó un paquete en la bolsa de tabaco vacía, otro bajo la cinta de su raído sombrero y el tercero se lo metió bajo la camisa en contacto con su pecho. Hecho esto le invadió el pánico, desenvolvió los fósforos y volvió a contarlos. Seguía habiendo treinta y siete.

      Secó los mocasines al calor del fuego. No eran ya sino jirones empapados. Los calcetines de lana estaban agujereados en varios lugares, y los pies, en carne viva, le sangraban. Sentía fuertes punzadas en el tobillo y decidió examinarlo. Se le había hinchado hasta alcanzar el volumen de la rodilla. De una de las dos mantas que tenía rasgó una tira de lana y con ella se vendó fuertemente el tobillo. Luego hizo dos tiras más y se envolvió con ellas los pies, pensando que le servirían a la vez de mocasines y de calcetines. Hecho esto se bebió el agua humeante, dio cuerda al reloj y se introdujo, a gatas, entre las mantas.

      Durmió como un tronco. La breve oscuridad que sobrevenía alrededor de la media noche llegó y pasó. El sol se levantó por el noroeste, o mejor sería decir que amaneció por aquel cuadrante, porque el sol estaba oculto por espesas nubes grises.

      A las seis en punto se despertó y permaneció echado en silencio boca arriba. Miró directamente al cielo grisáceo y adquirió conciencia del hambre que lo acuciaba. Mientras se volvía de un lado apoyándose en un codo, lo sorprendió oír un gruñido y vio a un caribú macho que lo miraba con curiosidad. El animal se hallaba a unos cincuenta pies de distancia, y por la mente del hombre cruzó instantáneamente la visión de un buen trozo de caribú crepitando y asándose al fuego. Mecánicamente alargó la mano hacia el rifle vacío, apuntó y apretó el gatillo. El caribú gruñó y escapó dando un salto. Sus pezuñas chocaban y tamborileaban contra las rocas en su huida. El hombre profirió una maldición y arrojó al suelo su rifle vacío. Mientras pugnaba por ponerse en pie se quejó en voz alta. Fue aquella una tarea lenta y ardua. Sus articulaciones eran como goznes mohosos que rozaran contra los casquillos, provocando una enorme fricción. Cada movimiento, cada giro, obedecía a un esfuerzo supremo de su voluntad. Cuando al fin logró ponerse en pie tardó un minuto más en alcanzar la posición erecta que corresponde al ser humano.

      Trepó СКАЧАТЬ