La hija del rey del País de los Elfos. Lord Dunsany
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Название: La hija del rey del País de los Elfos

Автор: Lord Dunsany

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9786079889951

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СКАЧАТЬ abandonado el mar.

      V

      LA SABIDURÍA DEL PARLAMENTO DE ERL

      EN AQUELLOS DÍAS NUPCIALES, los hombres de Erl visitaban el castillo con frecuencia llevando consigo regalos y felicitaciones; mientras tanto, por las noches conversaban en sus hogares sobre las cosas buenas que anhelaban para el valle de Erl como desenlace de la sabia decisión de haber hablado con el viejo rey en su larga habitación roja.

      Estaban Narl, el herrero, quien había sido el líder; Guhic, un campesino de los prados de tréboles cercanos a Erl, a quien se le ocurrió la idea tras discutirla con su esposa; Nehic, conductor de carretas jaladas por caballos; cuatro vendedores de bueyes; Oth, un cazador de venados, y Vlel, el labrador en jefe. Todos ellos y tres hombres más se habían presentado ante el rey de Erl y le habían pedido que enviara a Álveric a aquella peregrinación. Y ahora conversaban sobre todo lo bueno que de ello saldría. Anhelaban que el valle de Erl fuera conocido entre los hombres, pues hasta entonces lo sentían como un desierto. Habían buscado en historias y leído libros sobre las praderas, pero rara vez encontraban mención alguna del valle que tanto amaban. Por lo tanto, un día Guhic alzó la voz y dijo:

      —Hagamos que en el futuro nuestra gente sea gobernada por un rey mágico, quien volverá famoso el nombre de nuestro valle. Así no habrá nadie que no haya oído hablar del valle de Erl.

      Y todos se regocijaron y formaron un parlamento; y los doce hombres se presentaron frente al rey de Erl. Y ocurrió lo que ya les he contado.

      Así que ahora departían con vasos de aguamiel sobre el futuro de Erl, su lugar entre los otros valles y la reputación que debía tener en el mundo. Solían reunirse en la enorme herrería de Narl, a donde Threl siempre llegaba tarde luego de trabajar en el bosque y donde todos bebían la aguamiel que Narl llevaba de un cuarto al fondo, hecha de la espesa y dulce miel de los tréboles. Después de estar un rato sentados en la cálida habitación, conversando acerca de la cotidianidad del valle y las tierras altas, los hombres enfocaban su atención en el futuro, como si miraran la gloria de Erl a través de una bruma dorada. Uno alababa a los bueyes, otro a los caballos, uno más la tierra fértil, y todos anhelaban el futuro en que las otras tierras reconocieran la superioridad del valle de Erl por encima de los otros valles.

      Y el tiempo, que trajo consigo esas noches, se las llevó a su paso tanto por el valle de Erl como por los campos que conocemos, y entonces llegaron de nuevo la primavera y la temporada de campanillas. Y un día, cuando las anémonas silvestres estaban en todo su esplendor, se anunció que Álveric y Lirazel habían tenido un hijo.

      Entonces, a la noche siguiente, toda la gente de Erl encendió una fogata en la colina y bailó a su alrededor, bebiendo aguamiel y regocijándose. Habían pasado el día entero arrastrando leños para la fogata desde un bosque cercano, y el resplandor de la hoguera se alcanzó a ver en otras tierras. Sólo en las montañas azules del País de los Elfos no se apreciaba su brillo, pues nada ahí se ve afectado por lo que ocurre de este lado.

      Y cuando descansaban de bailar en torno a las fogatas, se sentaban en el suelo a vaticinar sobre el futuro de Erl, cuando fuera gobernado por aquel hijo de Álveric, quien habría heredado la magia de su madre. Algunos afirmaron que los llevaría a la guerra, mientras que otros dijeron que favorecería la labranza, pero todos auguraron un mejor precio para sus bueyes. Ninguno durmió aquella noche de tanto baile, tantos presagios de un glorioso futuro y tanto regocijo de los vaticinios. Pero, sobre todo, se regocijaron porque el nombre de Erl sería conocido y honrado en otras tierras.

      Álveric buscó una nana para su hijo en todo el valle y las tierras altas, pero le fue difícil encontrar una que fuera digna de estar al cuidado de quien provenía del linaje real del País de los Elfos; las que sí lo eran le temían a la luz, no a la de nuestra tierra o nuestro cielo, sino a la que parecía refulgir en los ojos del bebé. Al final, subió una airosa mañana a la colina de la bruja solitaria, a quien encontró sentada de brazos cruzados en el umbral de su hogar, sin nada que maldecir ni bendecir.

      —Y bien —dijo la bruja—, ¿la espada te trajo fortuna?

      —¿Cómo saber qué nos trae fortuna si no podemos avistar el final? —contestó Álveric.

      Habló con voz cansada, pues estaba agotado por la edad y no sabía cuántos años habían pasado por él durante aquel día en el que viajó al País de los Elfos, pero parecían ser más de los que habían pasado por Erl el mismo día.

      —Así es —dijo la bruja—; ¿quién, a excepción de nosotros, sabe cuál será el final?

      —Madre bruja —intervino Álveric—, desposé a la hija del rey del País de los Elfos.

      —Es un gran progreso —contestó la anciana bruja.

      —Madre bruja —continuó Álveric—, hemos tenido un hijo. ¿Quién habrá de cuidar de él?

      —No es tarea propia de un ser humano —dijo la bruja.

      —Madre bruja —dijo Álveric—, ¿vendrías al valle de Erl a cuidarlo y a ser su nana en el castillo? Nadie más que tú en estos campos sabe algo sobre el País de los Elfos, salvo por la princesa, pero ella no sabe nada sobre la Tierra.

      Ante eso, la anciana bruja respondió:

      —Por el bien del rey, lo haré.

      De ese modo, la bruja descendió la colina con un fardo de extrañas pertenencias. Y en los campos que conocemos, el niño quedó al cuidado de alguien que sabía canciones y relatos del país de su madre.

      Con frecuencia, asomadas viendo al bebé, la anciana bruja y la princesa Lirazel conversaban durante largas tardes de cosas que Álveric desconocía; a pesar de todos sus años de vida y la sabiduría que había acumulado durante un siglo y que permanecía oculta a los hombres, era la bruja quien aprendía de aquellas conversaciones y la princesa Lirazel quien le enseñaba. Sin embargo, de los caminos de la Tierra, Lirazel no sabía nada.

      Y aquella anciana bruja tanto atendía y reconfortaba al bebé que éste jamás lloró, pues ella tenía un hechizo de hacer brillar la mañana y un hechizo de alegrar el día, un hechizo para calmar la tos y un hechizo para que el cuarto del chiquillo fuera cálido y agradable y espectral, con una chimenea cuyos leños mágicos se encendían al escucharlo y proyectaban en el techo sombras alargadas de las oscuras cosas cercanas que se agitaban con júbilo. Y el niño estuvo al cuidado de Lirazel y de la bruja como suelen estar los niños que están bajo el cuidado de madres simplemente humanas, pero aprendió también las melodías y las runas que otros niños jamás escucharían en los campos que conocemos.

      La anciana bruja se paseaba por la habitación del bebé con su báculo negro y protegía al pequeño con sus runas. Si una corriente se filtraba por las grietas en las noches de viento, ella tenía un hechizo para calmarla; también un hechizo para encantar la canción que entonaba la tetera, hasta que su melodía trajera consigo insinuaciones de noticias extrañas provenientes de lugares ocultos bajo la neblina. Y el niño creció aprendiendo los misterios de valles lejanos que jamás había visto con sus ojos. Por las noches, la anciana alzaba su báculo de ébano frente a la chimenea y, entre las sombras, las encantaba y las hacía bailar para él. Y ellas tomaban toda clase de formas bondadosas y malvadas, y bailaban para complacer al bebé, de modo que éste creció aprendiendo no sólo acerca de las cosas que guarda la Tierra: cerdos, árboles, camellos, cocodrilos, lobos y patos, caninos leales y terneras bonachonas, СКАЧАТЬ