Название: La hija del rey del País de los Elfos
Автор: Lord Dunsany
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9786079889951
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Quizá había menos misterios ahí que de nuestro lado de la frontera crepuscular, pues nada acechaba o parecía acechar detrás de los gruesos troncos de los robles, como bajo ciertas luces y durante ciertas estaciones algunas cosas acechan en los campos que conocemos; nada extraño se ocultaba en el extremo lejano de los riscos; nada husmeaba en las profundidades de los bosques; lo que podría haber acechado ahí sin duda no era visible, y cualquier cosa extraña que pudiera haber se tendía a plena vista del viajero, y lo que podría haber husmeado en las profundidades del bosque vivía ahí a plena luz del día.
Además, tan profundo y fuerte era el encantamiento de aquella tierra que no sólo las bestias y los hombres podían adivinar las intenciones del otro, sino que incluso parecía haber una suerte de entendimiento que iba de los hombres a los árboles y viceversa. Los pinos solitarios junto a los que pasaba Álveric al cruzar el páramo tenían troncos que relucían con la luz rubicunda que habían obtenido mágicamente de algún antiguo atardecer, y parecían erigirse con las ramas en jarras e inclinarse un poco para observar mejor al viajero. Daba la impresión de que no siempre hubieran sido árboles, de que fueron algo más antes de que el encantamiento los hubiera alcanzado; parecía que estaban a punto de confesarle algo.
Sin embargo, Álveric no prestó atención alguna a las advertencias de las bestias ni de los árboles, y avanzó a paso firme a través del bosque encantado.
III
EL ENCUENTRO DE LA ESPADA MÁGICA CON LAS ESPADAS DEL PAÍS DE LOS ELFOS
CUANDO ÁLVERIC LLEGÓ al bosque encantado, la luz bajo la que refulgía el País de los Elfos no se había intensificado ni se había atenuado, y entonces notó que no provenía del resplandor que brilla sobre los campos que conocemos, salvo cuando las luces errantes de ciertos momentos extraordinarios, que en ocasiones sorprenden nuestros campos y desaparecen tan pronto llegan, penetran la frontera del País de los Elfos por una imprudencia mágica momentánea. Ni del sol ni de la luna provenía la luz de aquel día encantado.
Una fila de pinos por cuyos troncos trepaban hiedras, tan altos como el follaje oscuro que de ellos descendía, se erigía como centinela a la orilla del bosque. Los capiteles plateados brillaban como si fueran ellos quienes producían el fulgor azulado que inundaba el País de los Elfos. Y Álveric, que se había adentrado bastante en el País de los Elfos y ahora estaba frente a su palacio central a sabiendas de que el País de los Elfos protegía bien sus misterios, sacó la espada de su padre antes de seguir avanzando por el bosque. La otra espada seguía sobre su espalda, guardada en la nueva funda que colgaba del hombro izquierdo.
En el momento en que pasó junto a uno de esos pinos guardianes, la hiedra que vivía en su tronco desprendió sus tentáculos y, tras descender deprisa, fue directo hacia Álveric y lo tomó del cuello. La alargada y fina espada de su padre fue igual de veloz, y de no haberla estado empuñando, difícilmente habría podido librarse del ágil ahorcamiento de la hiedra. Cercenó uno por uno los tentáculos que le asían las extremidades del mismo modo que la hiedra se aferra a las torres antiguas, pero más tentáculos se abalanzaron sobre él hasta que cortó el tallo principal entre el árbol y él. Y al hacerlo, escuchó un siseo incesante a sus espaldas, donde otra hiedra había descendido proveniente de otro árbol y lo acechaba con todas sus hojas extendidas. La criatura verduzca apretó el hombro de Álveric con tal furia y salvajismo que parecía que jamás lo soltaría. Pero Álveric cercenó aquellos tentáculos de un espadazo y luego peleó contra el resto; aunque la primera hiedra seguía viva, ahora era demasiado corta como para alcanzarlo y sólo agitaba las ramas con rabia contra el suelo.
Pronto, una vez que pasó la sorpresa del ataque y que se había liberado de los tentáculos que lo apresaron, Álveric retrocedió hasta donde la hiedra no pudiera alcanzarlo, pero desde donde él pudiera seguirla atacando con la espada. La hiedra reptó hacia atrás para atraer a Álveric y se le abalanzó cuando se acercó. No obstante la terrible fuerza de la hiedra, la espada era muy afilada; en un santiamén, Álveric, a pesar de las heridas, cercenó con tal furia a su atacante que la hiedra huyó deprisa rumbo a su árbol. Después, Álveric retrocedió y miró el bosque a la luz de esta nueva experiencia para elegir el mejor camino de entrada. Al instante notó que, en medio de la barrera de pinos, las hiedras de los dos que tenía enfrente estaban tan disminuidas por la pelea que si pasaba entre ellos ninguna podría alcanzarlo. Entonces dio un paso al frente, pero percibió de inmediato que uno de los pinos se aproximaba al otro. Entendió en ese momento que había llegado la hora de sacar la espada mágica.
Por ende, guardó la espada de su padre en la funda que llevaba al costado, sacó la otra por encima del hombro y se enfiló hacia el árbol que se había movido. Arremetió contra la hiedra que se abalanzó hacia él, y la hiedra cayó al suelo al instante, no muerta, sino como un mero manojo de hiedra común. Luego le dio un espadazo al tronco del árbol, del cual se desprendió una astilla no más grande que la que habría producido una espada común, pero el árbol entero se estremeció, y con aquel tremor desapareció de inmediato la mirada ominosa que le había lanzado el árbol, que permaneció erguido como un árbol ordinario, sin encantamiento alguno. Después, se adentró en el bosque empuñando la espada.
No había andado mucho cuando, pese a que el viento no soplaba en absoluto, escuchó a sus espaldas algo que sonaba como una sutil brisa en las copas de los árboles. Miró a su alrededor y descubrió que los pinos lo venían siguiendo. Iban despacio tras él, manteniéndose a una distancia prudente de su espada, pero cercándolo por ambos flancos en semicírculos cada vez más gruesos y densos formados por árboles apretujados entre sí que no tardarían en estrujarlo hasta exprimirle la vida. Álveric supo de inmediato que volver por donde había llegado sería fatal, así que decidió seguir avanzando y confiar sobre todo en su velocidad; gracias a su ágil percepción había notado cierta lentitud en la magia que regía el bosque, como si ésta estuviera a cargo de un viejo cansado de ella u ocupado en otros asuntos. Así que siguió adelante, apuñalando con la espada mágica a todo árbol que encontraba en el camino, sin importar que estuviera o no encantado. Los inmensos robles de troncos siniestros se arqueaban y perdían todo encantamiento con un roce del arma mágica de Álveric. Su paso era más veloz que el de los pinos torpes y, en medio de aquel espeluznante y extraño bosque, no tardó en dejar a su paso un sendero de árboles carentes de magia, erguidos, pero sin rastro alguno de romance ni de misterio.
De repente emergió de la penumbra del bosque y frente a sí encontró la gloria esmeralda de los jardines del rey de los elfos. De eso también encontramos algunos indicios aquí. Imaginemos jardines como los nuestros cuando la noche llega a su fin, donde las gotas de rocío resplandecen con los primeros rayos del sol una vez que las estrellas se han ido; jardines enmarcados por flores que empiezan a asomarse, cuyo gentil colorido vuelve a teñirlas con el amanecer; jardines que nunca han sido pisados, salvo por patas diminutas y silvestres; jardines guarecidos del viento y del mundo por árboles cuya frondosidad aún alberga cierta oscuridad: imaginémoslos esperando el canto de las aves; casi podría decirse que hay ahí un ligero indicio del resplandor de los jardines del País de los Elfos, pero es tan breve que es imposible estar seguros de ello. Más hermosas de lo que supondría nuestro asombro, más incluso de lo que nuestros corazones anhelarían, eran las luces y penumbras de las gotas de rocío que en estos jardines relucían y resplandecían. Pero hay una cosa más que puede darnos indicios de todo esto: las algas o musgos marinos que engalanan las rocas del Mediterráneo y brillan bajo el agua color turquesa para quienes las observan desde laderas borrosas; más como el lecho marino eran esos jardines que como cualquiera de nuestros campos, pues el aire del País de los Elfos es de un tono azul profundo.
Álveric se quedó quieto y contempló la hermosura de aquellos jardines que brillaban a través del СКАЧАТЬ