Название: La hija del rey del País de los Elfos
Автор: Lord Dunsany
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9786079889951
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A la habitación elevada entraba Lirazel, trayendo consigo un brillo del que carecían los hechizos de la docta bruja, y le cantaba a su hijo las melodías que nadie puede cantarnos aquí, pues fueron aprendidas del otro lado de la frontera crepuscular y fueron compuestas por cantantes imperturbables por el tiempo. Y a pesar de las maravillas contenidas en aquellas canciones, provenientes de lugares muy alejados de los campos que conocemos y de tiempos remotos de los que los historiadores no hablan; y aunque a los hombres les asombraba su peculiaridad cuando en los días de verano se escapaban por las ventanas abiertas y peregrinaban hasta Erl, ninguno se maravillaba tanto con ellas como se maravillaba la princesa con las maneras terrenales de su hijo y con las cosas de niño que hacía cada vez con más frecuencia conforme crecía. Y es que a ella todo lo humano le resultaba desconocido. Y ella lo amaba más que al reino de su padre, más que a los siglos relucientes de su juventud eterna y que al palacio del que sólo se habla en canciones.
En aquellos días, Álveric entendió que ella jamás se familiarizaría con las cosas mundanas, ni entendería a la gente que habitaba en el valle, ni leería los libros sabios sin reírse, ni les daría importancia a las maneras terrenales, ni se sentiría más cómoda en el castillo de Erl de lo que podría sentirse cualquier ser del bosque que Threl capturara y enjaulara en una casa. Tenía la esperanza de que Lirazel no tardara en aprender todo aquello que le resultaba tan desconocido, hasta que llegara el día en que las diferencias que existen entre nuestros campos y el País de los Elfos dejaran de atribularla; pero al final comprendió que las cosas que le resultaban extrañas siempre le resultarían extrañas, y que los siglos que había vivido en su hogar eterno no habían moldeado sus pensamientos ni sus gustos con tal ligereza como para que pudieran alterarlos unos cuantos años aquí. Cuando lo entendió, comprendió la verdad.
Entre los espíritus de Álveric y Lirazel había la distancia que separa a la Tierra del País de los Elfos; pero el amor era un puente que los mantenía unidos y podía incluso llevarlos más lejos; no obstante, cuando en el puente dorado él hacía una breve pausa y permitía que sus pensamientos se asomaran al golfo bajo sus pies, la mente se le aturdía y Álveric se estremecía. ¿Cómo sería el final?, se preguntó. Y temía que fuera a ser más extraño que el comienzo.
Y ella, ella no se daba cuenta de que debía saber algo. ¿Acaso su belleza no era suficiente? ¿Acaso un amante no había cruzado por fin aquellos jardines que relucían frente al palacio del que sólo se habla en canciones y la había rescatado de su destino solitario y de aquella calma perpetua? ¿No bastaba con que él hubiera ido a buscarla? ¿En verdad debía ella entender las cosas curiosas que hacían los hombres? ¿Acaso no debía jamás danzar en los caminos, jamás hablar con las cabras, jamás reír en los funerales, jamás cantar por las noches? ¿Por qué? ¿Para qué servía la alegría si era necesario ocultarla? ¿Acaso el júbilo debía rendirse ante el aburrimiento de estos campos extraños a los que había llegado? Entonces, un día vio que una mujer de Erl se veía menos bella de lo que se había visto hacía un año. Por ínfimo que fuera el cambio, su mirada lo percibió sin titubear. Y entre lágrimas fue a buscar a Álveric para que la reconfortara, pues temía que el tiempo de los campos que conocemos tuviera el poder de dañar la belleza que las infinitas eras del País de los Elfos jamás se habían atrevido a opacar. Y Álveric le dijo que el tiempo debía seguir su camino, como bien lo sabían los hombres; ¿qué caso tenía quejarse?
VI
LA RUNA DEL REY DEL PAÍS DE LOS ELFOS
EN EL ALTO BALCÓN de su reluciente torre, el rey del País de los Elfos se hallaba de pie. Había alzado el rostro para entonar la runa que impediría a su hija salir del País de los Elfos, pero en ese momento la vio atravesar la frontera lóbrega, la cual, de aquel lado, de cara al País de los Elfos, reluce con el crepúsculo, mientras que del otro lado, el que da hacia los campos que conocemos, es turbia, furiosa y opaca. Entonces bajó la mirada hasta que su barba se enroscó con la capa de armiño que llevaba encima de la túnica cerúlea, y permaneció de pie y en silencio, apesadumbrado, mientras el tiempo pasaba con la rapidez habitual en los campos que conocemos.
Y de pie ahí, azul y blanco frente la torre plateada, envejecido por el paso de tiempos de los que no sabemos nada, antes de imponer su calma eterna sobre el País de los Elfos, pensó en su hija envuelta en nuestros implacables años. Pues él, cuya sabiduría sobrepasaba los confines del País de los Elfos y alcanzaba nuestros campos escarpados, conocía bien la crueldad de las cosas materiales y la conmoción que causa el tiempo. Incluso estando ahí, parado en aquel balcón, sabía que los años que arremetían contra la belleza y las múltiples atrocidades que vejaban el espíritu ya se habían cernido sobre su hija. Y a él, al vivir más allá de la inquietud y la ruina del tiempo, los días que le restaban a ella ahora le parecían más escasos de lo que nos parecería a nosotros la frescura de una rosa en flor que ha sido cortada y llevada burdamente por las calles de una ciudad. Sabía que sobre ella pendía la maldición de todos los seres mortales. Pensó que moriría pronto, como debe ocurrirles a todos los seres mortales; la imaginó enterrada entre las rocas de una tierra que despreciaba al País de los Elfos y que no daba mayor importancia a sus mitos más preciados. Y, de no haber sido el rey de aquella tierra mágica cuya calma eterna provenía de su propia serenidad misteriosa, habría llorado al pensar en esa tumba en la tierra rocosa que aprisionaría por siempre algo tan hermoso. O quizá, pensó, trascendería hasta llegar a algún paraíso ajeno a su conocimiento, aquel cielo del que hablan los libros de los campos que conocemos, pues algo de eso había escuchado. La visualizó en una colina poseída por manzanos, bajo las flores de un abril eterno, en donde parpadeaban los pálidos halos dorados de quienes han maldecido al País de los Elfos. Gracias a su sabiduría mágica, vislumbró un indicio tenue de la gloria que sólo los bendecidos logran ver con claridad. Vio a su hija sobre aquellas colinas celestiales con ambos brazos extendidos, como sabía que lo haría, viendo hacia las cimas azul pálido de su hogar élfico, aunque ninguno de los bendecidos atendería su súplica. Y luego, aunque era el rey de toda aquella tierra, cuya calma permanente provenía de él, lloró, y el País de los Elfos se estremeció por completo. Se estremeció con la placidez con la que el agua tiembla aquí cuando de pronto algo proveniente de los campos toca la superficie.
Entonces, el rey dio media vuelta, abandonó el balcón y bajó a toda prisa la escalinata de bronce. A su paso resonaron las puertas de marfil al pie de la torre, y al cruzarlas llegó a la sala del trono de la que sólo se habla en canciones. Ahí sacó un pergamino de un arca y un cálamo de una fabulosa ala, y tras sumergirlo en una tinta que no era terrenal, escribió una runa en el pergamino. Luego alzó un par de dedos y conjuró un encantamiento menor para convocar a su guardia. Pero ningún guardia atendió.
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