La hija del rey del País de los Elfos. Lord Dunsany
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Название: La hija del rey del País de los Elfos

Автор: Lord Dunsany

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9786079889951

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СКАЧАТЬ pase. Pero en el País de los Elfos el tiempo pasa así: en la belleza eterna que sueña en aquel aire afilado, nada se turba ni se desvanece ni muere; nada busca su felicidad en el movimiento ni en el cambio ni en algo nuevo, sino que su éxtasis radica en la contemplación perpetua de toda la belleza que ha existido y que siempre refulge sobre aquellos jardines encantados con la misma intensidad que cuando fue creada por medio de un encantamiento o una canción. No obstante, si las energías de la mente del hechicero se elevaban para enfrentar algo nuevo, entonces aquel poder que había cernido su calma sobre el País de los Elfos y contenido el tiempo alteraba la calma un momento y el tiempo trastornaba al País de los Elfos durante un instante. Si lanzas algo proveniente de una tierra desconocida a las profundidades de una laguna, donde enormes peces sueñan, donde el sargazo sueña, donde los colores densos sueñan y la luz duerme, el enorme pez se agita, los colores cambian y se alteran, el sargazo se estremece, la luz se despierta y una multiplicidad de cosas se enfrentan al lento movimiento y al cambio; pero al poco rato la laguna recobra la quietud. Lo mismo ocurrió cuando Álveric cruzó la frontera crepuscular y atravesó el bosque encantado, y el rey se turbó y se alteró, y todo el País de los Elfos se estremeció.

      Cuando el rey vio que ningún guardia atendía su llamado,se asomó al bosque, que sabía alterado, y vio a través de la densa masa de árboles, que seguían temblando por la llegada de Álveric; vio a través de la profundidad del bosque y los muros plateados de su palacio, pues buscaba por medio de encantamientos, y descubrió que los cuatro caballeros de su guardia yacían heridos en el suelo con densa sangre élfica rezumando de las grietas de sus armaduras. Y pensó en la magia antigua con la que había conformado al más viejo, con una runa de inspiración flamante, antes de haber conquistado al tiempo. Atravesó el esplendor y el brillo de uno de sus portales relucientes, cruzó el jardín radiante y llegó hasta donde estaba el guardia caído, y notó que los árboles seguían atribulados.

      —Aquí ha habido magia —dijo el rey del País de los Elfos.

      Y aunque sólo tenía tres runas que podían lograr tal cosa, y aunque sólo podía enunciarlas una única vez, y una de ellas ya estaba escrita en pergamino para traer a su hija a casa, enunció la segunda de sus runas más mágicas sobre aquel caballero antiguo que su magia había creado hacía mucho. En el silencio posterior a las últimas palabras de la runa, las fisuras en la armadura que brillaba como la luna se cerraron de inmediato con un chasquido, la espesa sangre oscura se desvaneció y el caballero renacido se puso de pie. Al rey del País de los Elfos le quedaba una única runa, que era más poderosa que cualquier magia conocida.

      Los otros tres caballeros yacían muertos; al no tener alma, su magia volvió de nuevo a la mente de su amo.

      Volvió entonces al palacio, después de enviar al último de sus guardias a buscar un duende.

      Los duendes de piel oscura y sesenta o noventa centímetros de estatura eran una tribu gnómica que habitaba en el País de los Elfos. Tan pronto inició la conmoción en el salón del trono del que sólo se habla en canciones, el duende, iluminado por el trono, se presentó erguido en sus sesenta centímetros de estatura ante su rey, y éste le entregó el pergamino con la runa escrita en él y dijo:

      —Ve deprisa en aquella dirección y atraviesa el fin de nuestra tierra hasta que llegues a los campos que nadie conoce aquí, y encuentra a la princesa Lirazel, que está en las guaridas de los hombres, y entrégale esta runa para que la lea. Entonces todo estará bien.

      Y el duende se fue deprisa.

      Con pasos agigantados, no tardó en encontrarse frente a la extensa frontera crepuscular. Y entonces todo en el País de los Elfos se quedó quieto, y, en aquel espléndido trono del que sólo se habla en canciones, permaneció sentado y quieto el viejo rey, sufriendo en silencio.

      VII

      LA APARICIÓN DEL DUENDE

      TAN PRONTO COMO EL DUENDE LLEGÓ a la frontera crepuscular, la cruzó con destreza; no obstante, se asomó con cautela a los campos que conocemos por temor a los perros. Tras escabullirse con sigilo lejos de aquellas densas masas crepusculares, entró con tal cuidado a nuestros campos que ningún ojo lo habría visto a menos que ya hubiera estado puesto en el sitio donde apareció. Ahí se detuvo durante unos instantes, mirando a la izquierda y a la derecha, y al ver que no había perros, se alejó de la barrera crepuscular. El duende jamás había estado en los campos que conocemos, aunque sabía que debía evitar a los perros, pues el temor a los canes es tan profundo y universal entre quienes son inferiores al hombre que parece haber incluso atravesado nuestras fronteras hasta llegar al País de los Elfos.

      En nuestros campos era mayo, y los ranúnculos que los cubrían se extendían frente al duende como un mundo amarillo entrelazado con el ocre del pasto incipiente. Al ver tantos ranúnculos brillando ahí, la riqueza de la Tierra lo deslumbró. De inmediato empezó a caminar entre ellos y las espinillas se le tiñeron de amarillo.

      No se había alejado mucho del País de los Elfos cuando encontró una liebre tendida en la comodidad de una cama de pasto, sobre la cual intentaba pasar el tiempo hasta que tuviera cosas que hacer.

      Cuando la liebre vio al duende se quedó completamente quieta, con mirada inexpresiva, y no hizo más que pensar.

      Al ver a la liebre, el duende se acercó, se tendió ante ella sobre los ranúnculos y le preguntó por las guaridas de los hombres. Pero la liebre sólo siguió pensando.

      —Criatura de estos campos —repitió el duende—, ¿dónde están las guaridas de los hombres?

      La liebre entonces se puso de pie y se acercó al duende, lo cual la hizo parecer ridícula pues al caminar carecía de la habitual gracia que tenía al correr o dar piruetas, y era de mucho menor estatura por la parte delantera que por la trasera. Incrustó la nariz en el rostro del duende y agitó sus tontos bigotes.

      —Indícame el camino —dijo el duende.

      Cuando la liebre se convenció de que el duende no emitía olor alguno a perro, accedió a que la interrogara. Pero no comprendía el lenguaje del País de los Elfos, así que permaneció quieta y siguió pensando mientras el duende hablaba.

      Por fin el duende se hartó de su silencio, así que se levantó de un brinco y gritó:

      —¡Perros!

      Dejó a la liebre y siguió correteando alegremente entre los ranúnculos en cualquier dirección que lo alejara del País de los Elfos. Sin embargo, aunque la liebre no podía entender del todo el lenguaje élfico, la vehemencia del tono con que el que el duende gritó “perros” provocó que cierta aprehensión se apoderara de sus pensamientos, de modo que al poco rato abandonó su cama de pasto y brincoteó por la pradera, no sin antes lanzarle una mirada de desprecio al duende; aun así, no iba demasiado rápido y avanzaba apenas con tres patas, pues una de sus patas traseras estaba lista para emprender la huida en caso de que sí hubiera perros. Pero al poco rato hizo una pausa y se sentó y alzó las orejas, y miró a través del campo de ranúnculos y se enfrascó en sus pensamientos. Y, antes de concluir sus reflexiones sobre lo que había querido decirle el duende, éste ya se había perdido de vista y había olvidado lo que le había dicho.

      Pronto el duende vislumbró las tejas de una casa de campo que se erigía detrás de unos arbustos. Parecía mirarlo con sus ventanitas bajo las tejas rojas.

      —Una guarida humana —dijo.

      Pero cierto СКАЧАТЬ