Название: La hija del rey del País de los Elfos
Автор: Lord Dunsany
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9786079889951
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La bruja se acercó y recortó los bordes con una espada que desenvainó del muslo. Luego se sentó en el piso junto a ella y le cantó mientras se enfriaba. Nada tenía que ver esta canción con las runas que había usado para encolerizar las llamas: ella, cuyas maldiciones habían acribillado el fuego hasta devorar enormes leños de roble, canturreaba ahora una melodía como un viento veraniego que sopla desde jardines de madera salvaje de los que ningún hombre se ocupa hasta llegar a los valles que alguna vez amaron los niños pero que ahora sólo pueden volver a ver en sueños; una canción cuyos recuerdos acechan y se esconden en los confines del olvido, desde donde echan de pronto un vistazo a algún momento dorado propio de los años más maravillosos y luego, con suavidad, salen a rastras de la remembranza para llevarnos a las sombras del olvido, y dejan en la mente las huellas más distantes de pequeños pies brillantes que solemos llamar arrepentimiento cuando a media luz los percibimos. Cantó sobre los viejos mediodías de verano en época de campánulas: cantó en aquel elevado y oscuro páramo una canción que parecía tan llena de mañanas y anocheceres, preservados con todo su rocío gracias a la magia de tiempos por demás perdidos, que Álveric se preguntó si cada una de esas alas errantes que su fuego había atraído al anochecer no sería el fantasma de algún día eternamente perdido para los hombres, convocado por la fuerza de su canción desde tiempos más justos. Y mientras tanto, el metal del más allá se endurecía. El líquido blanco se entiesaba y enrojecía. El brillo rojizo se atenuaba. Y a medida que se enfriaba se estrechaba: pequeñas partículas se unían, pequeñas fisuras se cerraban, y al compactarse se apoderaban del aire sobre ellas, y en el aire atraparon la runa de la bruja y la sujetaron y la retuvieron para toda la eternidad. Así fue como se convirtió en una espada mágica. Y no existía magia en los bosques ingleses, desde la temporada de anémonas hasta la caída de las hojas, que no hubiera quedado unida a la espada. Y la poca magia de las colinas del sur, donde sólo deambulan ovejas y pastores silenciosos, la espada la atesoró también. La espada desprendía un perfume a tomillo y lilas, y el coro de los pájaros cantaba antes de la puesta del sol en abril, y las azaleas resplandecían con orgullo profundo, y los riachuelos corrían con agilidad entre risas, y los espinos se extendían por kilómetros y kilómetros. Para cuando la espada se tornó completamente negra, era tremendamente mágica.
Nadie puede contar sobre esa espada todo lo que hay por contar, puesto que quienes conocen los caminos del espacio, donde sus metales alguna vez flotaron hasta que la Tierra los atrapó uno a uno mientras giraban suspendidos en su órbita, tienen poco tiempo que perder en cosas como la magia y no pueden contarte cómo se forjó la espada, y quienes saben de dónde vienen la poesía y la necesidad que la humanidad tiene de música, o que conocen alguna de las cincuenta ramas de la magia, tienen poco tiempo que perder en cosas como la ciencia, así que es imposible saber de dónde provienen sus componentes. Basta con decir que alguna vez existió más allá de nuestro mundo y que ahora yace aquí entre piedras mundanas; que alguna vez fue como estas piedras y que posee algo tan suave como la música… Que quienes puedan lo definan.
Entonces la bruja sacó la espada negra por la empuñadura, que era gruesa y redondeada en uno de los extremos, puesto que había dispuesto un pequeño surco en el suelo debajo de ésta para tal propósito, y comenzó a afilar ambos lados, frotándolos con una extraña piedra verdosa, aún cantándole a la espada una escalofriante canción.
Álveric la observaba en silencio, curioso, sin contar los minutos; quizá fue un instante, quizá abarcó el tiempo que las estrellas invierten en su recorrido. De pronto, había terminado. Se puso de pie con la espada sobre ambas manos. Se la ofreció a Álveric con brusquedad; él la tomó, ella se dio la vuelta, y había en su mirada un dejo que permitía entrever que hubiera preferido quedarse con la espada. O con él. Álveric retrocedió para darle las gracias, pero se había esfumado.
Tocó a la puerta de la casa oscura.
—Bruja, bruja —la buscó a lo largo y ancho del páramo solitario, hasta que unos niños en granjas lejanas escucharon su llamado y se aterrorizaron. Luego echó a andar de vuelta a casa, y fue lo mejor que pudo hacer.
II
ÁLVERIC VISLUMBRA LAS MONTAÑAS DE LOS ELFOS
A LA ALARGADA RECÁMARA escasamente amueblada en lo alto de una torre, donde dormía Álveric, entró un rayo directo del sol en ascenso. Se incorporó y recordó de golpe la espada mágica, lo cual le alegró el despertar. Es natural sentir alegría al pensar en un regalo reciente, pero también había cierta alegría intrínseca en la espada, que quizá llegaba con mayor facilidad a los pensamientos de Álveric apenas tras desprenderse del país de los sueños, que era sobre todo el país del que provenía la espada; comoquiera que haya sido, todo el que ha tenido la fortuna de poseer una espada mágica ha sentido este gozo indescriptible cuando, claramente y sin lugar a dudas, dicha espada sigue siendo nueva.
No tenía a nadie de quien despedirse, así que pensó que sería mejor obedecer a su padre antes de verse obligado a explicar por qué llevaba consigo una espada que le parecía mejor que la que el rey tanto amaba. Así que ni siquiera comió, sino que guardó comida en un bolso y colgó en una correa de cuero una cantimplora nueva de buena piel, sin siquiera llenarla puesto que sabía que en su camino hallaría riachuelos; y, portando la espada de su padre como las espadas suelen portarse, se colgó la otra en la espalda con la áspera empuñadura atada al hombro, y se alejó a paso veloz del castillo y del valle de Erl. Dinero llevó sólo un poco, tan sólo medio puñado de cobre para usarlo en los campos por todos conocidos, pues no sabía qué moneda o qué objetos eran válidos más allá de la frontera de crepúsculo.
Ahora bien, el valle de Erl está muy cerca de la frontera después de la cual desaparecen los campos que conocemos. Álveric escaló la colina, caminó a zancadas por los campos, atravesó los bosques de avellano, y el alegre cielo lo iluminó conforme avanzaba por los campos, y el azul celeste hizo eco bajo sus pasos al llegar al bosque, pues era tiempo de campánulas. Comió, llenó su cantimplora y viajó todo el día hacia el este, y por la noche las montañas del país de las hadas se asomaron en el horizonte como pálidas nomeolvides.
Mientras el sol se ponía a sus espaldas, Álveric observó aquellas montañas azul pálido para ver con qué color su cima sorprendería a la noche; pero ni un solo tono robaron al sol poniente, cuyo esplendor doraba los campos que conocemos sin que una sola arruga se destiñera en sus precipicios ni una sola sombra se proyectara, y Álveric comprendió que nada que ocurra en los campos que conocemos puede alterar lo que yace en aquellas tierras encantadas.
Retiró la mirada de su serena y pálida belleza para posarla en los campos que conocemos. Y ahí, con los gabletes levantados hacia el sol sobre los profundos setos bañados de primavera, vio las cabañas de los hombres de este mundo. Pasó frente a ellas a medida que avanzaba la noche, con los pájaros entonando canciones y las flores desprendiendo su perfume, entre aromas cada vez más penetrantes y la noche que se engalanaba para recibir a la Estrella de la Noche. Pero antes de que la estrella apareciera el joven aventurero encontró la cabaña СКАЧАТЬ