El Hispano. José Ángel Mañas
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Название: El Hispano

Автор: José Ángel Mañas

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Arzalia Novela

isbn: 9788417241827

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СКАЧАТЬ sexta Olimpiada*, y el sol se alzaba como una gran rueda de fuego por encima del río Duero, cuyo cauce había menguado lo suficiente en el estío como para ser vadeable, cuando llegaron las noticias de que el cónsul Nobilior, ya repuesto de la derrota, se acercaba de nuevo a Numancia.

      Por el Duero habían cruzado de manera precipitada, un mes atrás, los romanos después de la estrepitosa derrota ante Caro.

      El ejército consular se dirigió hasta el Talayón de Renieblas, un alto monte a escasos veinticuatro estadios de Numancia, donde, con el pretorio orientado hacia la ciudad arévaca, habían recompuesto sus fuerzas en un campamento que rodeaba la cima.

      Los cuarteles romanos miraban por un lado hacia el este, por donde se levanta el Moncayo, monte sagrado de los arévacos, siempre coronado de nieve, y por otro hacia la coalición de celtíberos que, tras elegir nuevos jefes, acampaba en la llanura al pie de Numancia, perfectamente visible desde su atalaya.

      El mundo amanecido debió antojárseles hermoso a aquellos hombres que se despertaron con el alba en sus tiendas y que, tras un frugal desayuno de pan con aceite y garum, una crema de pescado fermentado, agarraron sus jabalinas, sus espadas, sus escudos.

      En un día normal los romanos habrían cargado su impedimenta en las mulas y preparado una marcha o algún entrenamiento con los que sus mandos pretendían mantenerlos en tensión y con los ánimos altos después de los durísimos enfrentamientos del verano.

      Pero hoy había batalla y justo antes cada cual tenía su propia rutina: los más rezaban en sus aras a Júpiter o a sus dioses familiares, a sabiendas de que el augur había encontrado indicios favorables en las entrañas de la oveja sacrificada. Otros afilaban sus gladii mientras los centuriones pasaban por las barracas urgiéndolos con sus voces.

      —¡No os preocupéis, que los que hoy durmáis en el Hades no necesitaréis gran cosa! Pero no olvidéis que la muerte persigue a quien le muestra la espalda.

      Un par de horas más tarde los manípulos se organizaban en la amplia llanura que se extendía por el lado menos resguardado de Numancia.

      Todos quedaron encarados con la sierra de Urbión en el poniente, con el sol de espaldas. A su izquierda, una hilera de álamos acompañaba el curso menguante del río Merdancho.

      Teniendo a la vista la ciudad rebelde, los legionarios se escalonaron en una forma de damero dejando el suficiente espacio entre hombre y hombre para combatir con holganza.

      Delante iban los vélites, los más jóvenes.

      Detrás se prepararon los asteros, los príncipes y, en una tercera fila, los veteranos triarios que de inmediato hincaron una rodilla en tierra con solemnidad.

       8

      Aquel espectáculo lo contempló Idris junto con los críos y las mujeres que se iban colocando en lo alto de las murallas de Numancia. Todos vitorearon a los hombres que habían dormido en la ciudad, mientras salían por la puerta oriental en pos de Leukón.

      A los romanos los flanqueaban tanto los aliados celtíberos que habían reunido por el camino —carpetanos y sobre todo tribus costeras del levante y también del sur de la Hispania Citerior— como la siempre numerosa caballería de los númidas, sus aliados tradicionales.

      Los africanos cabalgaban sin silla y aun así controlaban como nadie sus pequeñas monturas.

      Desde su posición en las almenas, a Idris le costaba apartar los ojos y se fijaba especialmente en los númidas, porque como buen numantino estaba obligado a ser un ágil jinete.

      En toda Celtiberia el mismo caballo llevaba a dos guerreros, uno de los cuales descendía a luchar a pie, y muchos enseñaban a sus monturas a permanecer quietas durante el combate, atadas a una clavija de hierro en el suelo, hasta que regresaban. El propio Idris había visto a Leukón y a sus mayores domar a los animales y entrenarlos para que no tuvieran miedo al fragor de la batalla. Él mismo empezaba a cabalgar y a entrenarse para la lucha.

      Un sol cruel iluminaba cada vez más un cielo claro y despejado donde no había ni una sola nube. El astro rey se cernía sobre la llanura agostada donde poco a poco la sombra de los romanos se iba acortando.

      El sol hacía brillar los cascos de los celtíberos que se asomaban por el poniente a espaldas de Leukón.

      Sin soltar su báculo de autoridad, el jefe de Numancia marchaba en posición adelantada en tanto que por encima de sus cabezas los buitres se juntaban por decenas en el cielo y volaban con sus largos cuellos encogidos y la vista puesta en el llano, en espera de que apareciesen los cadáveres, tal como ocurría cuando se congregaba tanta armadura.

      —¡No os dejéis impresionar! ¡Todo el mundo en su puesto! ¡Mantened la formación en cuadro! —gritaban los centuriones romanos. La sed acrecentaba su impaciencia.

      Cada vez despuntaban por el horizonte más y más penachos rojos de jinetes arévacos que con sus petos y armas de asta rivalizaban en número con la caballería númida. A sus espaldas, y formando una ordenada línea, llegaban infantes numantinos con sus escudos de madera en ristre, menos largos que los de los romanos pero más manejables.

      La vista de aquellos celtíberos debió ser terrorífica. Aun así, los romanos se mantenían firmes en sus posiciones.

      —¡Ha llegado el momento de vengar a Caro! —gritó Leukón—. ¡Acabemos lo que no pudimos concluir el mes pasado! ¡Rematemos a ese ejército de soberbios extranjeros!

      —Que nadie se mueva. Que los vélites y asteros se preparen para el ímpetu. ¡Eicere pila! ¡Lanzad las jabalinas! —ordenó, por su parte, Nobilior desde lo alto de su caballo.

      El cónsul se había instalado a la derecha de sus hombres en una zona ligeramente elevada.

      Los niños y mujeres numantinas encaramados a las murallas podían verle desde lejos. Lo señalaron y aderezaron el ademán con insultos y maldiciones, como si el viento que se levantaba fuese capaz de llevarlos hasta aquel general romano de capa roja, acompañado de oficiales también a caballo, que observaba la cuidadosa disposición de su ejército y se preparaba para enfrentarse a su destino.

      —Algún día, Idris, tú y yo lideraremos ejércitos así —murmuró Retógenes.

       9

      Aquello ya no era una emboscada como la que habían sufrido los romanos por el camino.

      En ausencia del elemento sorpresa, que había ayudado a los nativos en su primer encuentro, este arrancó como una batalla clásica, con un lanzamiento masivo de jabalinas por parte de los vélites.

      Los escaramuzadores, para el lanzamiento, daban un paso atrás y dos o tres hacia adelante, cogiendo impulso, y luego se replegaban por los pasillos que dejaban los manípulos entre sí para la maniobra.

      Los arévacos se cubrieron con sus escudos. Cuando cesó la mortífera lluvia ellos también se descubrieron y arrojaron sus propias lanzas con los alaridos correspondientes.

      —¡Protegeos! —gritaron los centuriones.

      La andanada de СКАЧАТЬ