El Hispano. José Ángel Mañas
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Название: El Hispano

Автор: José Ángel Mañas

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Arzalia Novela

isbn: 9788417241827

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СКАЧАТЬ Amanecía cuando Idris echó sus cosas dentro de uno de los muchos esquifes ocultos entre las hierbas. Lo empujó dentro del agua, se subió a él y cogió el remo que había encima. Sonaba el canto de una codorniz. El remo penetró una y otra vez en la superficie del agua. Por el aire volaba una alondra que Idris ni miró. Mientras guiaba la embarcación río abajo y sin volver la cabeza, permitió que la corriente lo alejase cada vez más rápido.

      Al torcer el primer recodo del Duero sintió una exaltación liberadora y a la vez una gran congoja.

      Ambos sentimientos eran como la luz y las sombras que luchaban en el horizonte que ya se encendía y donde la aurora se abría como una gran rosa en el cielo.

      Así fue cómo Idris abandonó Numancia.

      Se marchó para no regresar sino diez años después, cuando muchos pensaban que estaba muerto y nadie esperaba volver a verlo jamás.

       15

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      2

      Escipión Emiliano y el regreso de Idris

       Más tuvo (Escipión) que luchar dentro del campamento con nuestros soldados, que en el campo de batalla con los numantinos. Vejados aquellos con asiduos y serviles trabajos, se les mandaba construir empalizadas, ya que olvidaron el manejo de las armas, y mancharse con el lodo, ya que rehusaron cubrirse de sangre.

      LUCIO ANNEO FLORO, Compendio de las hazañas romanas

       1

      El tiempo pasaba con rapidez y diez años después los numantinos que pastoreaban por los alrededores de su ciudad pudieron ver cómo por uno de los senderos del cerro más alto, hacia el noreste, ascendían las primeras hiladas de romanos con sus escudos y sus lanzas, seguidos por tropas auxiliares hispanas que los doblaban en número y una infinidad de mulas y carros.

      Aquellos legionarios formaban parte de cohortes derrotadas en muchas batallas que había reagrupado en la costa tarraconense el veterano cónsul Publio Escipión Emiliano, quien hoy marchaba en cabeza a caballo y que, en espera de volver a vestir la púrpura, llevaba encima de su túnica un sencillo sago negro. De luto, decía, por la molicie de sus hombres.

      Cinco meses habían bastado al afamado general para convertir aquel cúmulo de indisciplinados combatientes en algo parecido a un ejército.

      Medió hasta entonces un severo entrenamiento durante el cual el cónsul los había obligado a excavar y rellenar fosos a diario, construir y demoler muros de piedra, marchar siempre en formación de cuadro y, si bien permitía a los enfermos desplazarse a caballo, también repartía entre los demás las cargas excesivas para las mulas.

      Cinco meses durante los cuales se les habían unido sus aliados en la región, además de los contingentes asiáticos enviados por Antioco de Siria y Átalo de Pérgamo; y por último, una docena de elefantes africanos regalo de Micipa, rey de Numidia, cuyos barritos ya apenas asustaban a los indígenas, dado que la experiencia enseñaba que pese a su aspecto imponente eran bestias de instinto gregario y pacífico: a veces su mera presencia atemorizaba al adversario y otras bastaba con herir a uno en la trompa para que los demás se desbandasen.

      A aquellas bestias se debía, aun así, el que durante la penosa travesía por los abruptos territorios de la Hispania Citerior, tan duramente conquistada palmo a palmo, los hubiesen evitado las tribus rebeldes.

      Bajo el mando del cónsul Escipión, los romanos únicamente se habían detenido para arrasar los cultivos a su paso. Especialmente los de los vacceos, que suministraban trigo de Numancia.

      Su actividad principal había consistido en talar árboles y apilar las estacas en los grandes carros que los seguían tirados por acémilas, esclavos y soldados, y a veces, cuando los hombres se agotaban, por elefantes.

      Por fin, una vez fijado el emplazamiento del campamento en el cerro más elevado, y mientras se cavaba una zanja alrededor, Escipión Emiliano decidió salir acompañado únicamente por un puñado de hombres de su guardia personal, escogidos entre los veteranos que permanecían junto a él desde Roma, y su fiel Polibio.

       2

      —Ahí está Numancia —dijo Escipión.

      Él y Polibio al frente del pequeño contingente habían descabalgado para encaramarse a una peña desde lo alto de la cual se divisaba por fin la ciudad enemiga. El mismo sol que los venía azotando a lo largo de los meses de verano, enrojeciendo sus rostros y agostando los campos de trigo, se ponía ahora lánguidamente por el poniente.

      —Poca cosa parece para oponer tanta resistencia… —dijo Polibio.

      Y era cierto. Aquel recinto amurallado de seis hectáreas contenía varios centenares de casas, la mayoría chozas, alineadas a media ladera del cerro vecino que se elevaba unos doscientos pies sobre el llano. Las casas tenían muros de mampostería, tejados de paja y barro, y los moradores que se afanaban a lo lejos en calles pobremente empedradas no sobrepasaban las dos o tres mil almas. Contando los de fuera de la muralla, como mucho llegarían a ocho mil.

      La colina que a tramos aparecía cubierta por una alfombra dorada estaba salpicada de zonas boscosas con mucho pino, mucha encina, bastantes robles, campos de cultivo parduzcos y pequeñas granjas que bajaban por la ladera hasta la orilla del Duero, donde las hileras de puntiagudos chopos acompañaban el curso del agua.

      Hacia el norte de la ciudad un abundante arbolado escondía numerosos humedales y también la laguna que formaba el río allí donde recibía las aguas de otro curso menor, el Tera.

      A esas alturas los romanos estaban familiarizados con la manera de guerrear de los arévacos, a la que habían bautizado como «guerra de fuego».

      Si las confrontaciones con los pueblos germánicos y asiáticos se decidían habitualmente con una única batalla y casi todas al primer choque por el ataque de todas las tropas, en Hispania, en cambio, la noche podía interrumpir la contienda, pero los dos bandos resistían y, al amanecer, retomaban unos combates que solo terminaban con los fríos del invierno.

      —Poco parece para llevar tantos lustros resistiéndonos, es cierto —continuó Escipión—. Pero los dos sabemos que esos campesinos que se mueven entre cabras son los responsables de los mayores quebraderos de cabeza que han caído sobre Roma desde la guerra con Cartago. Ellos encabezaron la confederación que derrotó a Nobilior en esta misma llanura no hace tanto. Después osaron enfrentarse al ejército del cónsul Metelo, que sucedió a Nobilior y quien tras dos años guerreando no consiguió doblegarlos.

      »Se burlaron igualmente de Quinto Pompeyo, primer nombre famoso de esa gran familia patricia, СКАЧАТЬ