Temporada de caza: renacimiento. Martín Zeballos
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Название: Temporada de caza: renacimiento

Автор: Martín Zeballos

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Temporada de caza

isbn: 9789878332260

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СКАЧАТЬ un perro gigantesco de pelaje negro. La transformación se inició por sus piernas y continuó por sus brazos. Cada miembro se hinchó hasta alcanzar proporciones descomunales. Se le curvó la espalda hacia adelante y los huesos se ensancharon para que aumentara de tamaño. En cuanto su cabeza buscó alargarse para formar el hocico, esta estalló en silencio y salpicó el cristal. Los sesos del hombre empezaron a chorrear hacia el piso.

      Me sobresalté. Todos lo hicimos. Pero yo fui la única que dio un paso hacia atrás.

      Esteban advirtió que eso era lo que quería que miráramos. Nos explicó que eso era lo que hacía este pequeño milagro que ahora tenían mis compañeros. Luego, tomó la cabeza de Silvestre, apoyó la pistola y disparó en su nuca.

      Nadie dijo nada más después de ese momento, Lucio dejó de intentar escapar y, con los ojos desorbitados miró hacia el otro lado de la habitación, escuchó lo que Esteban decía.

      2

      Volví a la realidad cuando Lucio dejó de rascarse la base del cráneo en donde tenía un punto de color rosado: era la marca del implante.

      Silvestre iba delante de mí, en alerta. Las calles oscuras de la ciudad casi muerta se nos abrían como gigantescas serpientes nocturnas a punto de devorarnos. Algunas, incluso, ni siquiera tenían el cartel con el nombre que las identificaban. ¿Acaso importaba? Eran detalles que el mundo no recordaría, mucho menos extrañaría.

      No pude evitar pensar en que yo había visto esto. Durante el ritual con los seis hermanos, cuando Juan cayó, en el último instante tuve una visión sobre el fin del mundo. Siempre creí que solo había sido por la conexión que había entre los que estábamos allí, pero ahora no me sentía segura. Todo se había cumplido tal cual lo vi.

      «¿Por qué yo y nadie más?», pensé. Lo peor era tener la certeza de que no había hecho nada por impedirlo.

      Nos movíamos en silencio y zigzagueábamos entre los coches abandonados con prisa. Eran las trincheras perfectas para escondernos de la quietud que nos atormentaba y nos rodeaba. Nuestro propósito era hacer unas veinte cuadras.

      «Casi del otro lado de la ciudad», pensé. Allí nos esperaría la jauría de perros que planeaba una tregua. Si eso era posible.

      Los dos licántropos, que tenía como guardaespaldas, serían mis escudos si algo sucedía. Esa fue la orden que Esteban les impuso y que, por mi parte, no tenía intenciones de acatar. Los consideraba mis amigos, no herramientas. Veinte cuadras por delante implicaban hacerlas a pie. Nada de vehículos, llamarían demasiado la atención. Nos abastecieron con alimentos para el camino y me equiparon con granadas, con pistolas y con municiones como para combatir la Tercera Guerra Mundial. Un par de cuchillos y un machete completaban mi utilería. Si llevaba un andar lento, era por todo lo que debía cargar sola. Ellos dos tenían completamente prohibido tocar las armas.

      «Como si no pudieran matar con las manos». Aunque La Hacienda suponía que al tener el deseo de hacerlo y como sus hormonas los llevarían a modificar sus cuerpos, el dispositivo los haría estallar al menor indicio de la metamorfosis.

      Lucio parecía haber recrudecido su odio hacia mí, lo noté mirar hacia los lados, olfatear el aire y escuchar con atención. Quise creer que esa reacción era parte de su trabajo impuesto y no un intento por escapar o llamar al resto de su manada. Quería decirle que lo sentía, que podía contar conmigo, pero la cobardía de saberme una cazadora de su especie me lo impedía. Un conspirador no debía simpatizar con los engendros, ese era el lema que debíamos llevar en nuestra mente y por lo que habíamos jurado proteger a la humanidad. Nos enseñaban que, primero, éramos nosotros, nunca ellos. Los engendros eran la escoria del mundo, no merecían nuestro respeto. Nos habían inculcado mucha basura más al trabajar para La Hacienda. Juan nunca siguió al pie de la letra esas directrices. Yo pensaba hacer lo mismo.

      —¿Sabías lo que nos iban a hacer? —Silvestre estaba de pie frente a mí. Choqué contra su pecho antes de darme cuenta.

      —¿Qué? —Confundida, di un paso hacia atrás.

      —¿Conocías el dispositivo que nos implantaron? —repitió la pregunta y caí en la cuenta de lo que se refería.

      —No. Fue la primera vez que lo vi —le respondí con calma, pero con cierta vergüenza al reconocer que La Hacienda, no nos contaba todo lo que traía entre manos.

      «Aunque no tendría que sorprenderme».

      —Mmm… te voy a creer. —Bajó la mirada y se apoyó contra un auto.

      —Claro. Gracias por el voto de confianza. —Hice lo posible para que mi sarcasmo se notara—. No necesito que me creas. Juan no necesitaba un creyente.

      Silvestre me miró con tristeza.

      —Es bueno ver cómo te aferrás a su persona todavía hoy. —Se frotó las manos y las puso en los bolsillos del pantalón—. Por más que no esté, seguís pensando en él como tu verdadero mentor.

      —Compartimos muy poco tiempo, no sé si pueda llamarlo de ese modo.

      —Lo es y, a su manera, lo sigue siendo.

      —Solo quería hacer lo mejor posible mi trabajo, sea quien sea el que me haya entrenado. Espero que lo que aprendí sirva para resolver esta situación.

      —Sí, sí. En una misión demasiado arriesgada. —De pronto, se puso serio—. No tienen idea de lo que quieren los licántropos. Y, lo peor es que aceptaste sin decir nada.

      —¿Tenía otra alternativa? —pregunté con la esperanza de que no pudiera retrucarme.

      —Siempre la hay, Laura. —Suspiró y se encogió de hombros.

      Lucio seguía mirando hacia los lados. Agazapado sobre el capó del auto, perforaba la oscuridad con sus ojos siempre alertas y su olfato al que no se le escapaba nada.

      Yo estaba frente a Silvestre que se rehusaba a separarse de mí.

      —Me alegra ver que estás bien —dije luego de un segundo de indecisión; no sabía si decirle lo que pensaba—. Bueno, no de este modo, me refiero acá, conmigo.

      —Te entiendo. Vivo. —Asintió con una leve sonrisa—. Hubiera preferido que fuese en otras circunstancias. De todos modos, algo es algo.

      —¿Qué hiciste después de…?

      —¿De la muerte de Juan?

      Asentí con lentitud.

      —Perdoná, si ya te lo pregunté. Todavía tengo lagunas en la memoria —me excusé, como si tuviera importancia hacerlo. ¿No lo era para mí?

      —No. Solo es curioso que lo preguntes ahora. En su momento, cuando nos volvimos a ver, no hablamos de él o de nosotros. Tan solo nos dejamos llevar por lo que pasaba. Engendros que aparecían por todos lados, sin tapujos ni mucho menos. No hubo tiempo.

      —Ahora no es mejor —dije, pero me arrepentí de esas palabras, temerosa a que se ofendiera. No era mi intención alejarlo.

      —Creo que nunca lo será. Pero estamos acá y vamos a una reunión que podría ser la última. Solo hacemos un breve descanso. ¿Por qué no?

      —El СКАЧАТЬ