Название: Temporada de caza: renacimiento
Автор: Martín Zeballos
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Temporada de caza
isbn: 9789878332260
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»Así que, no lo haga más difícil y decida qué desea hacer. Si se une a la empresa, recibirá el entrenamiento adecuado de un conspirador. Sepa que eso implicará que las vidas de estos testigos por los que tanto reclama, ahora, estarán en sus manos.
Ella sopesó cada palabra y trató de ver todas las variantes posibles. En alguna parte había una posibilidad de cambiar aquel mundo que se movía entre las sombras. Tal vez ella pudiera hacer la diferencia. Se le aflojaron las piernas, aunque se mantuvo firme en su lugar, cuando pensó que la vida de inocentes dependería de ella. Ya fuese que tuviera que salvarlos de las fauces de los engendros, como si debía que deshacerse de ellos. No quería, no lo aceptaba. Pero tampoco quería morir. Deseaba mantenerse con vida.
«Quizás yo podría generar esperanza», pensó ella.
—Está bien —dijo y le clavó la mirada al hombre que tenía delante de ella.
—¿Y eso significa que…?
—Me uniré a La Hacienda.
1
Un estruendo desconocido me despertó. Aturdida, me incorporé en la cama, con un fuerte dolor de cabeza. Me llevé la mano y descubrí que una venda envolvía mi frente. Y, en ese momento, caí en la cuenta de que no sabía dónde estaba.
Miré a mi alrededor. Los faroles despedían un fuerte olor a queroseno y cubrían la estancia con una lúgubre sensación. En el suelo, varios colchones sucios y desprolijos contenían a un par de perros que se lamían sus partes. En otros, había personas que dormían; vagabundos que no pude identificar si eran hombres o mujeres de lo acurrucados que estaban.
Una extraña vibración me hizo mirar a mi derecha, hacia la ventana. Con dificultad, me puse de pie y me acerqué a ella. Distinguí que estábamos en uno de los pisos más altos de un edificio; desde aquí apenas se veían las calles. Solo la luna, que aparecía cada tanto entre las nubes, dejaba ver algo más. Y, luego, los escuché. A lo lejos, el sonido repetitivo de las ametralladoras.
No podía recordar dónde estaba. ¿Acaso me habían dado la tarea de informar sobre la guerra en algún país extranjero? Si era así, no podía recordar cuál. Ni mucho menos desde cuándo trabajaba a tiempo completo como periodista. Hacía un año que me había recibido, pero las cosas tomaron otro camino menos esperado. ¿Cuál era?
Me apreté el puente de la nariz en un intento por formar mi memoria y solo logré intensificar el dolor. Miré en el cielo las infinitas estrellas y, en el horizonte, a pocos metros de mi edificio, el Obelisco. Cuando lo vi, amagué un paso hacia atrás y luego apoyé la mano en la ventana. ¿Era real lo que veía? Eso significaba una sola cosa: estaba en Buenos Aires.
Traté de convencerme a mí misma de que tenía que ser un error. Giré en busca de algo que me permitiera aseverar mi ubicación. No quise despertar a las personas que dormían, sentí temor al pensar que serían desconocidos que, incluso, no hablarían mi mismo idioma. Nerviosa, deambulé por la estancia. Escritorios sucios y destruidos se apilaban en un rincón, papeles viejos y amarillos alfombraban el suelo y un olor a muerte que lo invadía todo.
Sentí un escalofrío. Quería salir de aquí y correr hacia… hacia cualquier lugar que me brindara mayor seguridad. A mi derecha, un fogonazo iluminó la ciudad y luego oí un estruendo. Una bola de fuego se alzó a la distancia y los vidrios temblaron; di unos cuantos pasos hacia atrás por temor a que estallaran.
La escasa luz, que duró un instante, me permitió ver mi reflejo en los ventanales. Mi cabello revuelto apenas se distinguía al estar cubierto por la venda. Tenía la cara sucia, igual que mi ropa: un jean negro que ya pasaba a ser gris de lo gastado que estaba y una remera blanca manchada con barro y sangre.
¿Era mía?
Cerré los ojos y respiré con calma un par de veces. Necesitaba tranquilizarme, ordenar mis pensamientos. En ese segundo, dudé de muchas cosas, incluso, de mi nombre que era algo que aún permanecía allí.
—¡Laura! Ya despertaste —gritó un hombre robusto. La barba desprolija y sucia de varias semanas apenas le dejaba ver la boca. Se acercó a mí con grandes zancadas y yo di medio paso hacia atrás—. ¡Pero qué golpe te diste en la cabeza! Al menos, parece que está sanando bastante rápido. ¿Estás mejor?
¿Cómo se suponía que debía responderle a un desconocido? Al menos, él lo era para mí. Por su parte, parecía conocerme de toda la vida.
Levanté los hombros e incliné la cabeza simulando despreocupación:
—Supongo que bien —dije para salir del paso.
—Sí, cualquiera estaría igual que vos. —Parecía tranquilo, aun así, no dejaba de mirar mi frente. En varias oportunidades, amagó a tocarme; pero se contuvo—. Bueno, ya que estás despierta, podés hablar con el perro. Acordate de que el concejo quiere que lo interrogues vos.
—¿Dónde está? —Decidí que lo mejor sería seguirle la corriente a ese sujeto y ver dónde me llevaba; tal vez, de ese modo, podría salir de aquí.
—En las jaulas, con el resto. ¡Bah! A él lo tenemos separado, ya sabés por qué. ¿Querés que te acompañe?
—Sí, por favor. —No lo dudé. Necesitaba saber de qué iba todo esto.
Salimos al pasillo y me aterré al encontrarme con tanta gente. Todos tenían el mismo aspecto descuidado que mi guía, pero a diferencia de él, ellos se encontraban lastimados. A muchos los atendían allí mismo; heridas superficiales eran vendadas con harapos nada limpios, y otras que no paraban de sangrar, dejaban un charco carmín en las cerámicas beige.
Bajamos tres pisos por las escaleras. En cada pasillo, se repetía la misma imagen de sufrimiento.
2
El cuarto estaba despejado. Cuando entramos a la sala, los escritorios tenían otra finalidad. Eran utilizados para apoyar papeles, lámparas y algunas laptops que funcionaban gracias al generador que despedía olor a nafta desde un rincón. Los hombres alrededor de los escritorios hablaban alto por el ruido de la máquina, pero aun así, no pude oír nada cuando pasamos delante de ellos.
Nadie nos miró.
Sin embargo, lo que más me llamó la atención fueron las armas. Sin recordar tener tanto conocimiento sobre ellas, comprendí lo que significaban. Distinguí ametralladoras, revólveres, granadas y cuchillos. Cajas repletas. Todo un arsenal. Incluso el hombre que me acompañaba llevaba dos revólveres en la cintura y un cuchillo en la pierna. Cada persona iba del mismo modo. Excepto yo.
Llegamos a lo que presumí que sería la parte de atrás de ese piso. Dos hombres se erguían a los lados de la puerta, cada uno con una ametralladora.
—Tiene que hablar con el perro —les dijo y me señaló. Los hombres asintieron y nos dejaron pasar.
Entramos a un lugar que era aún más lúgubre que las salas anteriores. Allí, los faroles suministraban СКАЧАТЬ