La sombra del General. Leonardo Killian
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Название: La sombra del General

Автор: Leonardo Killian

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Imaginerías

isbn: 9789878636344

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СКАЧАТЬ calle La Plata.

      El viejo Abdo tenía las dos manos aferradas al ataúd del Turco y la mirada perdida. Estaba devastado.

      Se fue del local sin animarse a saludarlo.

      TOMA 12

      Hacía días que un perro se le había pegado. Lo esperaba en la parada del 60 y lo acompañaba hasta la pensión donde le dejaba algunos huesos o cualquier sobra que quedara en el tacho de la basura.

      Esa vez llegó de noche y ahí estaba el animal, que lo había seguido como siempre hasta la puerta. Salió con una bolsa con restos de un puchero y se lo llevó para El Águila, un balneario donde tantas veces había ido a tomar sol con los mosqueteros.

      Como a unos cien metros había una parejita cogiendo.

      Vació la bolsa con los huesos y el bicho se abalanzó para el festín. Se corrió unos metros y, con cuidado, fue sacando la Beretta del bolsillo de la campera. Tiró la corredera de espaldas. Siempre le habían dicho que los animales tienen un sistema de alerta natural contra las armas. Cuando se volteó, el perro seguía triturando huesos concentrado en lo suyo.

      Le apuntó a la cabeza. Al primer disparo, el bicho se sacudió y cayó sin un gemido. Se acercó, le vio los ojos abiertos, la respiración agitada y escuchó un silbido nervioso. Le volvió a disparar a la cabeza. Dos tiros.

      Se retiró unos veinte pasos, que contó en silencio, y le apuntó al estómago que era lo más claro que podía ver a esa distancia. Apenas si había algo de luz que llegaba de Libertador. En el fondo, el río era un agujero negro que traía un intenso olor a podrido.

      Le vació el cargador.

      A lo lejos, la parejita se hacía humo rajando para la avenida.

      TOMA 13

      Recordaba nítidamente el bombardeo.

      La memoria es extraña, pensaba. Como si la estuviera viendo ahora mismo, tenía la imagen de la madre sirviéndole la sopa. El ruido de la primera bomba y el plato que se destrozaba en el piso salpicándole las medias escolares. La pobre mujer muy pálida solo atinó a decir: “Mi Dios ¿Qué está pasando?”

      Ella tendría mi edad cuando la guerra entró en su pueblo de la peor manera. Primero, los de un lado fusilando al cura (“un cabrón alcahuete de los fachas”) y después los nacionales con la impunidad de los vencedores. Sus hermanos mayores, sospechados de rojos, fueron a parar a las canteras y no los volvió a ver. El único que quedó vivo fue Mario, que se había venido a la Argentina con otro paisano unos meses antes del Pronunciamiento.

      Nunca conoció una escuela y aprendió a leer sola, gracias a la buena voluntad de las vecinas del barrio. Había pasado de la miseria de un pueblo perdido en Lugo a un barco destartalado que la trajo a un conventillo de la Boca.

      Sin embargo, ahí pasó sus únicos y escasos tiempos felices. Conoció el cine, la voz de Catita por la radio y el tranvía por el que tenía fascinación.

      La primera bomba y el estruendo le trajeron el peor de los recuerdos. El fantasma de la guerra que le producía ese pavor en las noches de tormenta. Los truenos y relámpagos le revivían esa niñez del bombardeo, pero esto era a pleno día y no eran truenos ni centellas, era la metralla gorila descargando su rencor sobre ese pueblo y esa Plaza que odiaban hasta el paroxismo.

      A continuación, la imagen de los vecinos en las terrazas y a unas veinte cuadras, los aviones cayendo en picada sobre la Plaza de Mayo. Buenos Aires era todavía una ciudad de casas bajas y se escuchaban las tremendas estampidas y el tableteo de las ametralladoras.

      No recordaba haber sentido miedo. Sólo el asombro. Como se ve una película, algo que les pasa a otros en un lugar lejano y en otro tiempo. Sencillamente no creía que eso estuviera pasando en la misma ciudad donde vivía, donde andaba en bicicleta o donde su madre hacía las compras todos los días.

      El padre llegó de la textil en un estado de éxtasis. Vino con unos tipos que él no conocía. Unos compañeros de trabajo con los que se encerró a escuchar la radio que llevaron a su pieza.

      Los escuchaba gritar y putear.

      —¿Por qué no dicen la verdad estos huachos? ¿Por qué no dicen que está muerto?

      En un momento, la inconfundible voz de Perón anunciaba que, no solo estaba vivo, sino organizando la ofensiva contra los militares rebeldes.

      —Desde mi puesto de lucha… —decía con su voz cascada.

      Salieron de la pieza a las puteadas.

      —Hablen bajo que este barrio está lleno de alcahuetes —decía el viejo—. Parece que se salvó el hijo de puta —le susurró a la gallega que no abría la boca, aterrorizada.

      Lo recordaba como un día interminable. ¿Cuántas horas había durado todo eso?

      Los dos tipos dijeron “buenas noches” y se fueron en silencio. Los viejos se sentaron a escuchar la radio. Nunca los había visto así de juntos y él también arrimó una silla para escuchar a los relatores que pedían venganza. Se hablaba de más de trescientos muertos.

      Ni siquiera la apagaron cuando la gallega sirvió los tallarines.

      —No tengo hambre—dijo la bestia. Y se fue a dormir hecho una furia.

      “La memoria es extraña”, pensaba. “¿Cómo habían podido volver a la escuela, a hacer las compras en la feria, a trabajar con la Singer, a pedalear por las calles del barrio?”

      Veintidós aviones North American AT 6, cinco aviones Beechcraft AT-11 y tres hidroaviones Catalina, descargaron nueve mil quinientos kilos de bombas de fragmentación de 50 kilos de Trotyl cada una. Fue el heroico bautismo de fuego de la Aviación Naval Argentina, dejó un saldo de trescientos ocho muertos y más de ochocientos heridos. Todos compatriotas de los aviadores.

      Como a lo largo del siglo XIX, como en toda nuestra historia: la guerra civil nunca declarada. La guerra civil perpetua.

      ¿Habrá llorado Borges como el día en que celebró la liberación de París?

      ¿Habrán lamentado los socialistas de lágrimas de cocodrilo, la muerte de esos pibes que venían a conocer Buenos Aires y una bomba los sorprendió en plena risa?

      ¿Y los nacionalistas católicos? ¿Habrán llorado por tanto inocente destrozado por la metralla? ¿Se habrán escandalizado como lo hicieron con la quema de las iglesias?

      Recordaba una imagen que salió en todos los diarios: una mujer con la pierna amputada miraba perpleja el miembro deshecho a menos de un metro de donde estaba tirada. La cara no era de miedo sino de sorpresa, de incredulidad.

      La Argentina no era la tierra de la plata, ni de la abundancia sin fin. Era el país del odio rencoroso. El que había masacrado gauchos, indios, paraguayos; el que ahora se sacaba de la peor manera a esta lacra salida de las profundidades: a los peronistas.

      TOMA 14

      La gallega se había ido al velorio de una paisana. Le había dejado una nota en la mesa de la cocina junto con las precisas instrucciones СКАЧАТЬ