Название: El continente vacío
Автор: Eduardo Subirats
Издательство: Bookwire
Жанр: Философия
Серия: Historia
isbn: 9786075475691
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Así como Las Casas justificaba la conversión de los indios como «mejorada libertad», así también Suárez legitimaba la ocupación militar como «mejorado gobierno». La utopía cristiana del buen gobierno no se basaba, sin embargo, en un principio ético de las costumbres ligado a la realidad espacio temporal de un pueblo. La verdadera ciudad de los cristianos era la ciudad de los cielos, y en la tierra, de lo que se trataba era de la institución de la Iglesia y la burocracia de la fe. El ideal de un «buen gobierno» consistía en la salvación en el más allá, y en la sujeción interior y exterior, por diezmos, sacramentos y vigilancia exterior, a la suprema potestad de la Iglesia.122
Montesinos, Las Casas, De Quiroga, Zumárraga, Mendieta… todos ellos han sido estilizados por una tradición cristiana y liberal que prolonga sus buenos afanes hasta la contemporánea teología de la liberación, a la vez como apóstoles de la cristiandad católica o universal y defensores de la particularidad del indio americano. Tutelaje y conversión: ¡esta era la cuestión! Es cierto que la labor protectora de estos pioneros de la modernidad con respecto a algunos derechos de los indios de América fue tan loable y ejemplar como la de sus sucesores. Solo que no es este el problema. El dilema principal residía en la resistencia de formas de vida, en la conservación de la memoria y los conocimientos tradicionales y en la defensa de una comunidad autónoma. Tal fue la dramática preocupación de las crónicas críticas de América: las de Garcilaso o Guamán Poma. La cuestión apostólica de la defensa del indio, en cambio, pasaba por su conversión como condición absoluta de cualquier otra reivindicación. Pasaba por la eliminación de la memoria, la destrucción de las expresiones espirituales y conocimientos, y la anihilación de las formas de vida del amerindio.
El postulado moral de la caritas cristiana desempeñaba en este proceso un papel distintivo. Constituía, primero que nada, aquel nexo espiritual que vinculaba entre sí las tareas del apostolado con la defensa de la vida: la unidad de propaganda y supervivencia. Pero esa caridad, versión reductiva del eros cósmico de la tradición griega, islámica y judía que va de Heráclito y Lucrecio a Leone Ebreo, era también la piedra fundamental de ese buen gobierno colonial. Ningún sistema político era moralmente justo si no se basaba en el principio de esta figura del amor cristiano y, en consecuencia, si no se erigía asimismo sobre sus premisas institucionales. Eso quería decir que la caridad era el medio instrumental para llevar al mismo orden colonial que había definido previamente la estrategia política y jurídica de la guerra justa contra indios.123
En el mismo orden de una concepción reformadora de la cristiandad debe incluirse el universalismo antiimperialista de los grandes filósofos del siglo XVI: Paracelso, Franck, Vives, Erasmo… frente al panorama histórico de las guerras de religión en Europa y de las guerras coloniales de América, todos ellos expusieron el programa de una historia universal presidida por el ideal de la paz y de la libertad.124 Su renovadora mirada teológica, jurídica y filosófica instauraba una nueva era histórica bajo la bandera de un humanismo cristianizado. En su nombre, el descubrimiento del Nuevo Mundo se transformaba en la real instauración de un Mundo Nuevo. Era una contradictoria construcción del nuevo orden católico o global. Suponía al mismo tiempo la erección de un principio universal de libertad y la implantación de la uniformización represiva de todo el mundo. Al mismo tiempo que imponía un orden global, instauraba nuevas y radicales separaciones étnicas, religiosas y económicas sobre la faz de la tierra. Se trataba de un orden que, por parafrasear a Inca Garcilaso, debía ser concebido a la vez como un todo plural y diverso, pero era, al mismo tiempo, un solo mundo unificado bajo un solo principio de coerción y violencia.
En el Timeo de Platón, el mundo, definido como cosmos, se identificaba con un orden armonioso y perfecto. Este orden era intrínseco al universo.125 Su equilibrio, belleza y armonía de ningún modo podían expresarse en los términos de una trascendencia. El Fedón exponía este cosmos como el resultado de un equilibrio interior, la isotropía, que al mismo tiempo abrazaba el orden de la naturaleza y un equilibrio humano de las costumbres (ethos).126 La filosofía cristiana, sin embargo, no podía aceptar sin más esta representación de una armonía inmanente a las formas sociales y a la naturaleza. Ello hubiera supuesto, entre otras cosas, un principio de tolerancia hacia la diversidad de costumbres y, por tanto, hacia la pluralidad de los «mundos» humanos efectivamente diferentes, como condición precisamente de su real estabilidad y preservación. Para la doctrina cristiana, por el contrario, el mundo seguía siendo un caos mientras no se subsumiera al principio organizador de la caridad y sus terrenales mediadores, y, por tanto, seguía siendo una realidad caótica mientras no se sometiera a una conversión universal. Aunque fuera al precio de la guerra, como ya había anunciado programáticamente San Pablo.127
Así también la moderna definición jurídica del totus orbis, debida a Francisco de Vitoria, al igual que la concepción de Suárez de una paz universal o el ideal de universalidad de Vives, se confundían con el ideal del orbis christianus, un concepto sublime y trascendente que implicaba aquella uniformización global del planeta.128
La ambivalencia que afecta a los conceptos humanistas de un mundo unitario y total, al ideal cristiano de paz universal, al principio de amor cristiano o caridad, y no en último lugar, al concepto de derechos de los indios, era ostensible en la crítica lascasiana de la conquista. La crítica que expuso en sus tratados puede comprenderse incluso como una anticipación del ideario independentista y abolicionista de los siglos XVIII y XIX. Pero no es menos cierto que este principio de libertad nada en favor de la corriente señalada por un proceso de sujeción más profundo. El verdadero sentido de la emancipación cristiana del indio era, en cuanto a sus últimas consecuencias, «quitar los impedimentos y enderezar a las virtudes, «porque los ministros spirituales las puedan apropincuar y perfeccionar por sus actos hierárquicos eclesiásticos y divinos [y para que] la Sancta Madre Iglesia crezca y su disciplina y reglas se conserven», como Las Casas escribe en Este es un tratado […] sobre la materia de los indios que se han hecho en ellas esclavos.129
La aparente contradicción entre los postulados heroicos y los principios humanistas y liberales de la conquista se disuelve en cuanto se tiene en cuenta que la guerra contra los indios, su expolio y su vasallaje a la vez político y espiritual, y su conversión a la libertad cristiana no son momentos contrapuestos, sino más bien aspectos complementarios de uno y el mismo proceso colonizador. La conversión es de hecho inconcebible sin una violencia fundacional, como todavía hoy puede comprobarse en el contexto de las misiones evangelizadoras en Paraguay, México, Venezuela o Brasil, de acuerdo con documentaciones recientes como la de Ticio Escobar.130 La llamada misión espiritual de América solamente se cumplía allí donde el poder militar y administrativo de la monarquía cristiana podía instaurarse como principio de conservación social, identidad y emancipación.
108 Después de las coloridas y fascinantes descripciones de jardines, canales, edificos, mercados y gentes de la monumental Tenochtitlán, de aquellas «cosas nunca oídas, ni aun soñadas, como veíamos», Bernal Díaz del Castillo concluye con la siguiente observación melancólica final: «Ahora todo está por el suelo, perdido, que no hay cosa». Días del Castillo, Historia verdadera…, t. 1, 261.