Название: Trono destrozado
Автор: Victoria Aveyard
Издательство: Bookwire
Жанр: Книги для детей: прочее
Серия: La reina roja
isbn: 9786075572109
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—Intentaré no pensar en eso —murmuró—. ¿Quiere compartir otra noción aterradora?
—¿De cuánto tiempo dispone usted? —preguntó ella al tiempo que esbozaba una sonrisa.
La esbozó apenas, porque algo arrastró al resto hacia abajo. La jaula de la capital no era un lugar grato para Coriane.
Ni para Tiberias Calore.
—¿Me haría el favor de acompañarme? —inquirió éste y le extendió un brazo.
Esta vez Coriane no percibió vacilación en él, ni las elucubraciones de una interrogante. El príncipe ya conocía la respuesta.
—Desde luego.
Y deslizó su brazo en el de él.
Ésta será la última ocasión en que un príncipe sujete mi brazo, pensó mientras atravesaban el puente. En lo sucesivo, pensaría lo mismo en cada oportunidad, y siempre estaría equivocada. A principios de junio, una semana antes de que la corte abandonara Arcón por el más reducido pero igual de grandioso palacio de verano, Tibe llevó a alguien para que la conociera. Iban a reunirse en el este de Arcón, en el jardín escultórico a las puertas del teatro Hexaprin. Coriane llegó temprano porque Jessamine había empezado a beber durante el desayuno y ella estaba impaciente por escapar. Por una vez, su relativa pobreza resultó una ventaja. Sus prendas eran ordinarias, visiblemente Plateadas, rayadas como estaban con el dorado y amarillo de su casa, más allá de lo cual no eran nada notables. No portaba joya alguna que la señalara como una dama de una Gran Casa, alguien digno de nota, y ni siquiera la seguía un sirviente en uniforme. Los demás Plateados que vagaban entre esa colección de mármoles tallados apenas la vieron, y por una vez le agradó que así fuera.
La cúpula verde del Hexaprin se erguía en lo alto y la cubrió del sol todavía en el cielo. Un cisne negro de liso e impoluto granito se posaba en la cúspide, con el largo cuello arqueado y las alas extendidas, cada una de cuyas plumas había sido esculpida con esmero. Era un monumento hermoso al exceso Plateado, quizá de factura Roja, intuyó ella y miró a su alrededor. No había ningún Rojo cerca; trajinaban en la calle. Algunos se detenían a mirar el teatro y alzaban los ojos a un lugar al que nunca entrarían. Puede ser que algún día traiga a Eliza y a Melanie. Se preguntó si esto les gustaría a las doncellas o si tal muestra de caridad las avergonzaría.
No alcanzó a resolverlo. La llegada de Tibe borró todos sus pensamientos.
Él carecía de la belleza de su padre pero era guapo a su manera. Tenía una quijada sólida que forcejeaba aún por desarrollar una barba, expresivos ojos dorados y una sonrisa maliciosa. Sus mejillas cambiaban de color cuando bebía y su risa se hacía más intensa, igual que su calor expansivo, aunque en ese momento estaba sobrio como un juez, y agitado. Nervioso, se dio cuenta Coriane mientras avanzaba para recibirla en compañía de su séquito.
Él vestía en esta ocasión con sencillez, aunque no tan modestamente como yo. No llevaba uniforme, insignias ni nada que indicara que aquél fuese un evento oficial. Portaba un saco simple de color gris sobre una camisa blanca, pantalones rojo oscuro y botas negras tan bien lustradas que resplandecían como un espejo. Los centinelas no iban tan informales. Sus caretas y su indumentaria llameante eran signo suficiente del derecho de primogenitura del heredero.
—Buenos días —dijo y ella vio que golpeteaba su costado con los dedos—. Pensé que podríamos ver Ocaso de invierno. Es nueva, de las Tierras Bajas.
Coriane sintió que el corazón le daba un vuelco ante esa posibilidad. El teatro era una extravagancia que su familia apenas podía permitirse y Tibe lo sabía, a juzgar por el brillo en sus ojos.
—¡Claro! Suena maravilloso.
—Bueno —respondió él y enganchó el brazo de ella sobre el suyo.
Aunque esto era ya algo natural para ambos, el brazo de ella se crispó cuando sintió el de él. Coriane había decidido tiempo atrás que lo que existía entre ellos sería sólo amistad. Él es un príncipe y está atado a la prueba de las reinas, se decía; de cualquier forma, podía disfrutar de su presencia.
Dejaron el jardín y se dirigieron a los embaldosados peldaños del teatro y a la plaza con una fuente en la entrada. La mayoría hacía alto para abrirles camino mientras miraba al príncipe y a una dama noble enfilar en dirección al edificio. Algunos tomaron fotografías, cuyas luces radiantes deslumbraron a Coriane cuando a Tibe sólo le provocaron sonrisas; ya estaba habituado a este tipo de cosas. En realidad, tampoco a ella le importó. Se preguntó, de hecho, si no habría una manera de atenuar el resplandor de las cámaras para que no incordiaran a los circunstantes. No dejó de pensar en lámparas, cables y vidrios polarizados hasta que Tibe habló.
—Robert vendrá con nosotros, por cierto —soltó en lo que cruzaban el umbral y pisaban un mosaico de cisnes negros con el gesto de echar a volar.
Al principio, Coriane apenas lo oyó, asombrada por la belleza del Hexaprin, con sus paredes de mármol, sus vertiginosas escaleras, su explosión de flores y su techo reflejante del que colgaba una docena de dorados candelabros. Un segundo después cerró la boca, y cuando se volvió hacia Tibe vio que se había avergonzado en extremo, más que nunca antes.
Parpadeó preocupada. Vio en su imaginación al amante del rey, al príncipe que no era miembro de la familia real.
—Por mí, no hay problema —dijo y procuró no alzar la voz. Comenzaba a formarse ya una muchedumbre, ansiosa de entrar a la función de matiné—. ¿Lo hay para ti?
—No, no, me complace mucho que él venga. Yo… yo se lo pedí —el príncipe tropezaba con las palabras por alguna razón que Coriane no entendía—. Quiero que te conozca.
—¡Ah! —exclamó ella, y no supo qué más decir. Después miró su vestido (ordinario, pasado de moda) y frunció el ceño—. Me habría gustado vestir otro atuendo. No todos los días se conoce a un príncipe —añadió y casi le guiñó un ojo a Tiberias.
Él lanzó una carcajada de alivio y buen humor.
—Ingeniosa, Coriane, muy ingeniosa.
Evitaron las taquillas y la entrada general al recinto. Tibe la hizo subir por una de las sinuosas escaleras para ofrecerle una vista mejor del enorme vestíbulo. Al igual que sobre el puente, ella se preguntó quién había construido aquel lugar, aunque en el fondo lo sabía. Trabajadores Rojos, artesanos Rojos y quizás unos cuantos magnetrones. Sintió la usual punzada de incredulidad. ¿Cómo es posible que los sirvientes produzcan tanta belleza y se les considere inferiores? Son capaces de maravillas diferentes a las nuestras.
Adquirían habilidad mediante el desempeño de su oficio y la práctica, más que por nacimiento. ¿Eso no es incluso mejor que la fuerza Plateada? Pero no pensó demasiado en esas cosas. No lo hacía nunca. Así es la vida.
El palco real se situaba al final de un largo pasillo alfombrado decorado con retratos. El príncipe Robert y la reina Anabel aparecían en muchos de ellos, ambos grandes mecenas de las artes en la capital. Tibe los señaló con orgullo y se demoró ante un retrato de Robert y su madre en traje de ceremonia.
—Anabel aborrece ese cuadro —dijo una voz al fondo del corredor.
Lo mismo que su risa, la voz del príncipe Robert era melodiosa, y Coriane se preguntó si habría sangre arrulladora en su familia.
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