Trono destrozado. Victoria Aveyard
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Читать онлайн книгу Trono destrozado - Victoria Aveyard страница 6

Название: Trono destrozado

Автор: Victoria Aveyard

Издательство: Bookwire

Жанр: Книги для детей: прочее

Серия: La reina roja

isbn: 9786075572109

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      Julian intentó distraerla, al igual que Jessamine, aunque esta última lo hizo sin querer. Casi se desvivía por alabar todo lo concerniente a Lord y Lady Merandus, desde sus prendas combinadas (él de traje, ella de vestido, ambos titilantes como un oscuro cielo estrellado) hasta las riquezas de sus territorios ancestrales (ubicados principalmente en Haven, entre ellos el moderno suburbio de Ciudad Alegre, un lugar que Coriane sabía que distaba mucho de ser feliz). La prole de los Merandus se mostró decidida a ignorar a la Casa de Jacos, y se mantenía concentrada en sí misma alrededor de la mesa elevada donde la familia real comía. Incapaz de contenerse, Coriane dirigió también una furtiva mirada en esa dirección.

      Tiberias V, rey de Norta, ocupaba el centro, naturalmente, muy erguido en su silla ornamentada. Su uniforme de gala negro estaba decorado con cuchilladas de seda carmesí y galones plateados, al punto mismo de la perfección. Era un hombre hermoso, más que apuesto, con ojos de oro líquido y pómulos que harían llorar a los poetas. Incluso su barba, suntuosamente salpicada de gris, estaba afeitada con pulcritud y una meticulosa finura. Según Jessamine, la prueba de las reinas en su honor fue un baño de sangre de damas belicosas en pugna por el cetro. A ninguna pareció importarle que el rey no fuese a quererla jamás. Sólo deseaban dar a luz a sus hijos, preservar su confianza y ganarse una corona. Eso fue justo lo que hizo la reina Anabel, una olvido de la Casa de Lerolan. Ahora estaba sentada a la izquierda del rey, con una sonrisa de desprecio y los ojos puestos en su único hijo. Abierto en el cuello, su uniforme militar dejaba ver una conflagración de joyas rojas, anaranjadas y amarillas como la explosiva habilidad que poseía. Pese a ser pequeña, su corona era difícil de ignorar: gemas negras que parpadeaban cada vez que ella se movía, engastadas en una gruesa banda de oro rosado.

      El amante del rey portaba en la cabeza una tira similar, aunque desprovista de piedras preciosas. Esto no daba trazas de importarle, pues mantenía una sonrisa radiante y entrelazaba sus dedos con los del monarca. Era el príncipe Robert, de la Casa de Iral. Aunque no tenía una gota de sangre noble, ostentaba ese título desde hacía décadas, por órdenes del rey. Lo mismo que la soberana, llevaba consigo un aluvión de gemas, rojas y azules como los colores de su casa, que su uniforme negro de gala volvía más impresionantes todavía, además de un largo cabello de ébano y una piel broncínea inmaculada. Su risa era musical y se imponía sobre las numerosas voces que resonaban en el salón. A juicio de Coriane, tenía una mirada bondadosa, algo extraño en una persona que llevaba tanto tiempo en la corte. Esto la apaciguó un poco, hasta que vio a los integrantes de su casa sentados junto a él, todos ellos serios y secos, con miradas inquietas y sonrisas salvajes. Intentó recordar sus nombres, pero sólo sabía uno: el de la hermana del príncipe, Lady Ara, Señora de la Casa de Iral, quien efectivamente lo parecía de pies a cabeza. Como si sintiera su vista, los oscuros ojos de Ara se volvieron hacia los de Coriane, quien tuvo que voltear para otro lado.

      Hacia el príncipe, Tiberias VI algún día, aunque sólo Tiberias por lo pronto. Era un adolescente, de la edad de Julian, y una sombra de la barba de su padre le moteaba la mandíbula de modo disparejo. Prefería el vino, a juzgar por la copa vacía que en ese instante se le llenaba de nuevo y el plateado color que se desplegaba en sus mejillas. Ella recordó que había estado presente en el funeral de su tío, como un hijo respetuoso imperturbablemente en pie junto a una tumba. Ahora sonreía con soltura e intercambiaba bromas con su madre.

      Sus ojos se fijaron un momento en los de ella cuando miró por encima del hombro de la reina Anabel para detenerse en la joven Jacos con un vestido anticuado. Asintió rápidamente, en respuesta a la mirada de Coriane, antes de regresar a sus divertimentos y su vino.

      —¡No puedo creer que ella lo permita! —dijo una voz al otro lado de la mesa.

      Cuando Coriane se volvió, miró a Elara Merandus, quien contemplaba también a la familia real, con ojos sesgados y penetrantes y un gesto de desagrado. De la misma manera que los de sus padres, su traje refulgía, hecho como estaba de una seda azul oscuro tachonada de blancas gemas, aunque lucía una blusa suelta con esclavina y mangas acuchilladas en lugar de un vestido. Su cabello era largo y muy lacio, y le caía sobre el hombro como una cortina rubio ceniza, con lo que ponía al descubierto una oreja cargada de un fulgor de cristales. Lo demás era igual de perfecto: unas largas y oscuras pestañas y una piel más pálida e impecable que la porcelana, con la gracia de algo rebajado y pulido hasta alcanzar un refinamiento palaciego. Ya cohibida, Coriane tiró de la banda dorada que ceñía su cintura. Nada deseaba más en ese trance que abandonar el salón y volver a casa.

      —Te hablo a ti, Jacos.

      —Disculpe mi sobresalto —repuso Coriane, e intentó no alterar la voz. Elara no se distinguía por su bondad ni, de hecho, por ninguna otra cosa. Ella reparó en que sabía muy poco acerca de esa joven susurro, a pesar de que era la hija de un Señor gobernante—. ¿Qué decía usted?

      Elara entornó sus brillantes ojos azules con la gracia de un cisne.

      —Hablaba de la reina, por supuesto. No sé cómo puede compartir la mesa con el amante de su esposo, y menos todavía con su familia. Eso es lisa y llanamente un insulto.

      Coriane miró de nuevo al príncipe Robert. Daba la impresión de que su presencia tranquilizaba al rey, y si eso le importaba en verdad a la reina, no lo demostraba. Mientras las veía, las tres realezas coronadas conversaban civilizadamente entre sí, aunque el príncipe heredero y su copa habían desaparecido.

      —Yo no lo permitiría —continuó Elara mientras apartaba su plato. Estaba vacío, limpio hasta la consunción. Por lo menos ella tiene el temple suficiente para acabarse su comida—. Y sería mi casa la que se sentara allí, no la de él. Éste es derecho de la reina y de nadie más.

       Así que competirá en la prueba de las reinas…

      —¡Desde luego que lo haré!

      Coriane se estremeció de temor. ¿Acaso ella había…?

      —Sí.

      Una sonrisa siniestra atravesó el rostro de Elara.

      Esto encendió algo en Coriane, que casi la hizo caer del susto. No había percibido nada, ni siquiera un roce en su cabeza, el menor indicio de que Elara escuchase sus pensamientos.

      —Yo… —soltó—. Discúlpeme.

      Sintió extrañas las piernas cuando se incorporó, tambaleantes después de haber estado sentada mientras se servían trece platillos, aunque todavía bajo su control, por fortuna. Blanco blanco blanco blanco, pensó e imaginó paredes blancas y papel blanco y un todo blanco en su cabeza. Elara sólo la miraba, con una mano en la boca para ocultar la risa.

      —¿Cori…? —le oyó decir a Julian, pero eso no la detuvo.

      Tampoco Jessamine, quien no querría provocar un escándalo. Y su padre no se dio cuenta de nada, absorto en algo que Lord Provos decía en ese momento.

      Blanco blanco blanco blanco.

      Sus pasos eran acompasados, ni demasiado rápidos ni demasiado lentos. ¿Cuán lejos tendré que llegar?

      Más lejos, dijo en su cabeza el ronroneo despectivo de Elara, y la sensación estuvo a punto de hacerle tropezar y caer. La voz retumbó a su alrededor y dentro de ella, de las ventanas a sus huesos, de los candelabros a la sangre que martilleaba en sus oídos. Más lejos, Jacos.

      —Blanco blanco blanco blanco.

      No se percató de que susurraba esas palabras para sí, fervientes como un rezo, hasta que salió del salón, recorrió СКАЧАТЬ