El Amanecer Del Pecado. Valentino Grassetti
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Название: El Amanecer Del Pecado

Автор: Valentino Grassetti

Издательство: Tektime S.r.l.s.

Жанр: Современная зарубежная литература

Серия:

isbn: 9788835404651

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СКАЧАТЬ Adriano, esfuérzate e intenta ser claro. ¿No tienes nada que contar acerca del vídeo?

      –Hay niebla… en el vídeo… pero yo no la he puesto… –murmuró Adriano.

      –Te estás repitiendo, chaval.

      Adriano respondió con un gemido angustioso. Como siempre, le resultaba intolerable la idea de someterse a la sesión.

      –Veamos la película juntos, ¿qué te parece? –propuso Salieri.

      –Yo… no… yo…

      – ¿Siempre tienes miedo de lo que hay dentro?

      Adriano se acarició con nerviosismo sus pálidas manos. Después de un largo silencio, dijo con esfuerzo:

      –El lo sabe. Sabe que le he visto. La niebla la ha puesto él…

      –Continúa –le animó el psiquiatra concentrado en escribir en el cuaderno.

      –Lo he comprendido. He comprendido que se está enraizando… –dijo el muchacho mientras afuera la niebla cubría de gris toda la calle. La torre del viejo acueducto desapareció del horizonte. Adriano miró fijamente a la niebla como si estuviese observando una amenaza insoportable.

      –Él hará llover sobre los malvados carbones encendidos. Fuego y azufre y viento ardiente les tocará en suerte –dijo recitando con angustiosa renuencia un pasaje de la Biblia.

      Salieri dedujo que Adriano se había habituado al Marxotal, un antipsicotrópico que tomaba desde hacía dos meses y el delirio era la primera señal de que el fármaco estaba dejando de hacerle efecto.

      –Así que ahora lees el Antiguo Testamento. Has citado el salmo once, si no me equivoco. Un salmo de David. Lo conozco. Lo recité durante mi bar mitzvah.

      Mientras el doctor reflexionaba sobre suspender el fármaco Adriano farfulló con monosílabos: siento sólo su voz aquí dentro… aquí dentro… y debo rezar.

      El doctor Salieri continuó escribiendo apuntes sin hacer caso del delirio de Adriano. Los esquizofrénicos a menudo tenían fijaciones con el misticismo o la religión en general. Y el caso de Adriano no podía considerarse, ni mucho menos, entre los más graves. En el pasado había curado a una monja histérica que se traspasaba las palmas de las manos con las agujas que utilizaba para bordar.

      Por suerte las alucinaciones no inducían al muchacho a comportarse de manera peligrosa. La única excepción había ocurrido cuando comenzó la enfermedad, cuando Adriano quiso prender fuego al confesionario de la catedral.

      El muchacho comenzó a pasear por el estudio interrumpiendo el paso para no pisar ciertos lirios rojos dibujados en la alfombra.

      –Él está echando raíces. Las siento entrar en la cabeza. Las puntas se están hundiendo dentro –dijo batiendo un dedo sobre la frente. –Y me hacen daño. Mucho daño.

      –Te puedo prescribir algo para el dolor de cabeza y… ¡ahora, no, Greta! –dijo molesto Salieri volviéndose a la ayudante que había aparecido por la puerta sin llamar. Greta se excusó. Cogió un expediente y desapareció en su oficina.

      La sesión siguió adelante durante unos cuarenta y ocho minutos. Las condiciones de Adriano habían empeorado claramente en el último mes. Roberto Salieri anotó en el cuaderno la suspensión del Marxotal. Era el momento de cambiar de medicación. Si no ocurriese una mejoría significativa su paciente se arriesgaría a ser internado de nuevo en una clínica psiquiátrica.

      Adriano, acompañado por Greta, salió de la habitación sin despedirse. Salieri encendió un cigarrillo. Pulsó el botón del teléfono móvil para escuchar algunas partes de la conversación.

      El parásito se ha agarrado al interior de mi cabeza con sus patas de araña, doctor. Una araña que no tejerá nunca telas al azar. Él está tejiendo una de esas telas espesas y ordenadas. Una tela de araña que lo atrapará incluso a usted.

      El psiquiatra se rascó la nuca. No recordaba aquella parte.

      Sobre todo, la voz no parecía la de Adriano.

      4

      Una espesa capa de vapor se había posado sobre el vestuario del gimnasio. Las muchachas aseaban los cuerpos desnudos y esbeltos después de la hora del voleibol. Lorena, los pezones hinchados por el agua caliente que le recorría el hueco del pecho, hizo una trenza con la espesa cabellera y la estrujó con fuerza.

      Daisy se sacó la espuma que resbaló a lo largo de las piernas largas y torneadas, descubriendo el pubis depilado maliciosamente.

      – ¡Vaya! El afeitado sobre el bello agujero, no me lo habría esperado de ti –dijo Lorena riendo. –Me apuesto lo que sea a que lo has hecho por Guido.

      –Qué va. Estoy practicando el baile para el espectáculo. El sudor se aferra en los malditos pantalones elásticos y me provoca muchas irritaciones –se justificó Daisy.

      –No está mal como excusa. La anotaré.

      –Es la verdad. Guido, por ahora, no tiene nada que ver –respondió Daisy saliendo de la ducha.

      –A propósito, ¿cómo ha reaccionado cuando le has propuesto salir? ¿Se ha muerto de golpe de la impresión?

      Daisy la miró con un cierto reproche.

      – ¿Te preguntó yo acerca del tuyo de tercero todo músculos?

      –No. Pero deberías. Así te podría contar cosas sobre su músculo más grueso…

      –Lorena, por favor. ¿Está realmente bien dotado en medio de las piernas? –cacareó Daisy mientras se ponía un suave albornoz de color nata que cerró a la altura de la cintura con dos giros de cinturón.

      –En serio. ¿Te has ya acostado con él?

      –Qué va. Bromeaba. Sabes que nos acabamos de conocer –especificó Lorena envolviéndose en una gruesa toalla que anudó por encima del ombligo. La chavala se acercó a la taquilla con los senos moviéndose, orgullosos de su juventud. La mirad de las estudiantes estaban todavía bajo la ducha envueltas en nubes de vapor: los cuerpos de las muchachas eran flexibles, brillantes de agua y jabón.

      Las más vanidosas perdían el tiempo para presumir del esplendor de su físico. La misma Daisy se quitó el albornoz con un poco de exhibicionismo, arqueando su espalda hacia delante para coger la ropa interior de la bolsa, mostrando su trasero redondo y perfecto.

      Mientras, las muchachas que se consideraban menos atrayentes, se lavaban con prisas. Sólo Filippa Villa andaba desnuda sin ningún problema. Filippa era una chavala alta, robusta, bastante torpe, con una panza prominente, una pelambrera salvaje de cabellos negros peinados sin ningún criterio, los ojos oscuros, móviles e inquietos. Filippa era una joven activista comprometida con el frente de los derechos civiles, y Daisy simpatizaba con luchas de liberación fuesen del género que fuesen.

      Las primeras barricadas contra los sistemas establecidos por otros las había erigido en su infancia. Los primeros en ser refutados fueron los dogmas de sus padres.

      Desde pequeña le había contado muchas fábulas sobre princesas y la cosa incluía, a menudo, la presencia de un príncipe azul. El mismo con el que se casaría cuando creciese. СКАЧАТЬ