Название: El Amanecer Del Pecado
Автор: Valentino Grassetti
Издательство: Tektime S.r.l.s.
Жанр: Современная зарубежная литература
isbn: 9788835404651
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–Daisy se atemorizó. Pero ella es fuerte y me defendió. A causa de esto sucedió lo que… lo que hemos visto en el escenario. Pero yo… bueno… dios, perdóneme doctor, estoy un poco nervioso…
–Tranquilo. Estamos entre amigos. Explícame lo que quieres decir con calma –exclamó distraídamente el psiquiatra mientras tecleaba con dos dedos en el teclado.
Adriano emitió un jadeo inquieto.
–Quiero decir que ese hombre, Sebastian Monroe, no debería haberlo provocado.
Mientras Adriano hablaba, Salieri clicó sobre el archivo donde estaba la historia clínica del muchacho. El hombre observó algo insólito. Se acarició el mentón. Lanzó una ojeada a Adriano. Observó otra vez la pantalla frunciendo el ceño.
–El accidente del escenario. Quizás ha sido esto –dijo Adriano reclinando la cabeza para cogerla entre las manos. –Esto que está aquí, dentro de mi cabeza. Quizás no sólo echa raíces aquí, quizás lo puede hacer por todas partes. Quizás está ya por todas partes.
Adriano hablaba ignorante de que ya no era el centro de atención del doctor Salieri. El psiquiatra se había puesto un auricular en una oreja y estaba completamente absorbido por el ordenador, los dedos tamborileando nerviosos sobre el escritorio.
–Doctor, ¿me está escuchando? –le preguntó Adriano con un lamento.
–Perdona. Me he distraído –respondió Salieri al muchacho quitándose el auricular, el tórax se levantó y se relajó con un suspiro de preocupación.
–Bien, me hablabas de este misterioso ser –dijo el psiquiatra con aparente tranquilidad.
–Él, el parásito, la está buscando. Está buscando a Daisy desde siempre… y ahora la ha encontrado, ¿lo entiende, doctor? ¿Comprende lo que sucederá? No lo entiende porque estamos sólo al comienza. Sebastian Monroe no debía provocarla. Por esto ha tenido ese final.
Adriano terminó de hablar encogiendo los hombros, como para quitarse algo molesto de encima, y abandonó el discurso. Siguieron otros veintitrés minutos de diálogo en los que el muchacho consiguió hilvanar algún razonamiento a ratos coherente, a ratos confuso. Salieri tiró del puño de la camisa para observar el reloj, un Rolex de acero inoxidable que debía ser recargado. Apretó el pulgar y el índice sobre el cierre del dispositivo de resorte, lo giró con movimientos pequeños y rápidos hasta que las agujas se movieron, y dijo:
–Perfecto, Adriano. Por hoy hemos acabado. El ingreso ha sido una fea historia. Quería verte para saber si te encontrabas mejor. Di a tu madre que no me debe nada. Prométeme, sin embargo, que tomarás siempre las medicinas. Continúa con las pastillas de quinientos miligramos. Nos vemos la próxima semana. A la misma hora.
El psiquiatra estrechó la mano de Adriano sin levantarse.
–Saluda a la señora Magnoli.
Cuando Adriano salió del estudio, el doctor se puso a fumar. Apenas dos caladas. Aplastó el cigarrillo en el cenicero y pulsó la tecla del teléfono interior para llamar a Greta.
–Busca al profesor Marco Buccelli. Interno 102 del hospital Umberto II. Dile que es urgente.
El médico encendió otro cigarrillo y dio otras caladas nerviosas hasta que el teléfono sonó.
–Hola, Marco. ¿Cómo estás?
– ¡Doctor Salieri! Me alegro. Todo perfecto. ¿Y tú?
–Todo OK, gracias. Escucha, te llamo en relación con Adriano Magnoli.
–Sí. Una fea crisis. Pero lo hemos puesto bien rápidamente. ¿Lo has visto?
–Lo he visto. No habéis arreglado una mierda. –dijo con el tono franco que se puede permitir sólo un viejo amigo.
– ¿Eh? ¿Cuál es el problema? –preguntó sorprendido Buccelli, un hombre con la frente ancha surcada de profundas arrugas y en la cabeza una selva de cabellos grises y resecos.
Roberto Salieri y Marco Buccelli habían sido compañeros en la universidad.
Una amistad basada en ninguna afinidad particular sino en aquella que se tiene cuando se aprecia el valor del otro.
Durante los estudios universitarios se habían enfrentado en discusiones interminables en torno a las teorías del Eros freudiano. Hablaban durante horas, y cuando finalmente parecía que habían llegado al nudo de la cuestión, se alejaban del problema. Sólo después de muchos litros de cerveza y algunos gramos de marihuana se encontraban pensando de la misma manera. Después de cuarenta años ya no se veían pero entre ellos quedaba un sincero aprecio.
–Escucha, Marco. ¿Puedes dedicarme un momento? –preguntó Salieri.
–Pues claro, faltaría más. ¿Qué ha ocurrido?
–Habéis cambiado la dosis de Leponex, hecho terapia electroconvulsiva, ciclos de test ciclomotores y piscoactitudinales. Es lo que he podido entender por el historial clínico.
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1
Nota del traductor: En dialecto, en el original. Manera familiar de llamar a Giovanni.
2
Nota del traductor: Apocalipsis, capitulo 20, versículos 7 y 8; Sagrada Biblia; Nacar y Colunga; Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1975, 31ª edición
3
Nota del traductor: Potentes antipsicóticos.