Los novios. Alessandro Manzoni
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Los novios - Alessandro Manzoni страница 8

Название: Los novios

Автор: Alessandro Manzoni

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Ópera magna

isbn: 9788432152399

isbn:

СКАЧАТЬ

      —¡Ahí es un grano de anís! ¡Que esto me suceda a mí, a un hombre como yo!

      Con estas y otras lamentaciones se dirigió a su cuarto para acostarse. Llegando a la puerta se paró un momento, se volvió hacia Perpetua, y poniendo el dedo índice en los labios, dijo con tono lento y muy recalcado:

      —¡Perpetua, por amor de Dios!

      Y se metió adentro.

      CAPÍTULO II

      Cuentan que el príncipe de Condé durmió profundamente toda la noche víspera de la célebre batalla de Rocroi; pero en primer lugar Condé estaba muy cansado, y en segundo, ya había dado las disposiciones necesarias para la acción, y acordado todo lo que había de hacerse por la mañana. No le sucedía esto al pobre don Abundo, porque él al contrario no sabía lo que debía hacer al día siguiente, y así estuvo una gran parte de la noche cavilando con inquietud. No hacer caso de la atroz intimación, y casar a Lorenzo, era un partido acerca del cual ni siquiera quería deliberar. Confiar a Lorenzo lo ocurrido, y discurrir con él algún medio... ¡Dios nos libre!, ni una palabra: sonaba todavía en sus oídos el «chitón» y el «¿Está usted?» de los bravos, y tan lejos estaba de hablar del asunto, que casi se arrepentía de habérselo confiado a Perpetua. ¿Huir?, ¿y adónde?, ¿y cómo?, ¿y después? ¡Qué laberinto! A cada partido que desechaba se volvía del otro lado. En fin, el arbitrio que le pareció mejor fue el de ganar tiempo, dando largas con palabras y pretextos. Se acordó, afortunadamente, que faltaba poco tiempo para cerrarse las velaciones, y esperaba que pudiendo entretener por pocos días a Lorenzo, tenía luego dos meses de espera, y en dos meses podían suceder grandes cosas. Estuvo rumiando pretextos, que aunque le parecían fútiles, tenía confianza en que su autoridad les daría peso, y en que su antigua experiencia le proporcionaría mucha ventaja sobre un mozalbete ignorante.

      —Veremos —decía para sí—, a él le importa su novia; pero yo trato de mi pellejo, y así estoy más interesado en este negocio... luego mis conocimientos, mi experiencia...

      Tranquilizado un poco el ánimo con semejante resolución consiguió por fin cerrar los ojos y dormirse; pero ¡qué sueño, y qué sueños! Bravos, don Rodrigo, Lorenzo, derrumbaderos, fuga, persecución y balazos fue lo que ocupó su imaginación durmiendo.

      El momento de despertar después de una desventura o conflicto, es siempre muy amargo. La imaginación, entonces restituida a su oficina, acude a las ideas habituales de tranquilidad anterior, pero como al punto ocurre desagradablemente el pensamiento del nuevo estado de cosas, se aumenta el disgusto con aquella instantánea comparación. Tal fue para don Abundo el momento en que despertó; sin embargo, recapituló inmediatamente su proyecto de la noche, se confirmó en él, lo coordinó mejor, se levantó, y estuvo esperando a Lorenzo con no menos temor que impaciencia.

      Lorenzo no se hizo aguardar mucho. En cuanto creyó ser la hora en que podía sin indiscreción presentarse al cura, pasó a verle con el anhelo de un joven de veintidós años que debe en aquel día casarse con una persona a quien ama. Huérfano Lorenzo desde su niñez, ejercía la profesión de hilandero de seda, profesión casi hereditaria en su familia, muy lucrosa en tiempos anteriores, y que si bien algo decaída en aquella época, no lo estaba tanto que un oficial hábil no pudiese vivir cómodamente con ella. El trabajo iba de día en día disminuyendo; pero la continua emigración de los artesanos, atraídos a los países limítrofes con promesas, privilegios, y jornales crecidos, era causa de que no les faltase a los que permanecían en el país. Además tenía Lorenzo un poco de tierra, que hacía labrar, y labraba él mismo cuando le faltaba el hilado de la seda; por manera que en su clase podía llamarse acomodado. Y aunque aquel año era más escaso que los anteriores, y se empezaba a experimentar una verdadera carestía, como desde que él puso los ojos en su amada arrendó una pequeña hacienda, con ella y sus ahorros no tenía que temer que le faltase pan. Presentóse, pues, a don Abundo en gran gala con plumas de varios colores en el sombrero, un puñal de curiosa empuñadura en el bolsillo lateral de los calzones, y aire alegre y de guapetón; muy común entonces hasta en las personas más pacíficas. La acogida seria y misteriosa de don Abundo formaba una contraposición particular con las maneras joviales y francas del mancebo.

      —¿Si tendrá la cabeza ocupada en algún grave negocio? —discurrió para sí Lorenzo.

      Y luego dijo:

      —Tenga usted muy buenos días, señor cura. Vengo a saber a qué hora le parece a usted que nos veamos en la iglesia.

      —Sin duda querrás decir qué día.

      —¿Cómo qué día? ¿No se acuerda usted que hoy es el que está señalado?

      —¿Hoy? —replicó don Abundo, como si fuera la primera vez que oía hablar del asunto—. Hoy... hoy; pues ten paciencia, porque hoy no puedo.

      —¿No puede usted hoy? ¿Qué ha sucedido?

      —Ante todo, estoy desazonado.

      —Lo siento; pero es tan poco y de tan corto trabajo lo que tiene usted que hacer...

      —Luego hay... hay...

      —¿Qué es lo que hay, señor cura?

      —Hay embrollos.

      —¡Embrollos! No sé qué embrollos puede haber.

      —Fuera preciso estar en mi lugar para saber cuántos entorpecimientos se encuentran en este oficio, cuántas cuentas hay que dar. Yo soy demasiado blando de corazón; trato de vencer obstáculos, de facilitarlo todo, de hacer las cosas a gusto de los demás, y luego para mí son las reconvenciones.

      —Por amor de Dios, no me tenga usted en ascuas; dígame usted de una vez lo que hay.

      —¿Sabes tú cuántas formalidades se necesitan para hacer un casamiento en regla?

      —Algo debo saber de eso —dijo Lorenzo, empezando a alterarse—, pues tanto me ha quebrado usted la cabeza estos días pasados; pero ahora, ¿no se ha hecho todo lo que había que hacer?

      —Sí, todo: a ti te lo parece. El tonto soy yo, que para que las gentes no penen he dejado de cumplir con mi obligación; pero ahora... basta; sé lo que me digo. Nosotros los pobres curas nos hallamos entre la espada y la pared; vosotros impacientes... Yo a la verdad te disculpo, pobre muchacho; pero los superiores... Basta; no se puede decir todo: nosotros, en fin, somos los que pagamos el pato.

      —Pero explíqueme usted qué otra diligencia es la que hay que practicar, y se hará al instante.

      —¿Sabes tú cuántos son los impedimentos dirimentes?

      —¿Qué quiere usted que sepa yo de impedimentos?

      —Error, conditio, votum, cognatio, crimen, cultus, disparitas, vis, ordo, etc.

      —Usted se está burlando de mí: ¿qué tengo yo que ver con esos latines?

      —Pues si no sabes las cosas, ten paciencia y confórmate con el parecer de los que las saben.

      —En resumidas cuentas...

      —Vaya, Lorenzo mío, no te acalores: estoy pronto a hacer... todo lo que esté en mi mano. Quisiera verte contento, pues yo te estimo... ¡Cuando pienso que estabas tan bien!; nada te faltaba; se te ha metido ahora en la cabeza el casarte...

      —¿A СКАЧАТЬ