Los novios. Alessandro Manzoni
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Название: Los novios

Автор: Alessandro Manzoni

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Ópera magna

isbn: 9788432152399

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СКАЧАТЬ más miserable que la del animal que, naciendo sin uñas ni garras, no siente en sí la menor inclinación a dejarse devorar por otro. Entonces la fuerza legal no era bastante para proteger al hombre sosegado y pacífico que no tuviera otros medios de meter miedo a los demás; no porque faltasen leyes y penas contra las violencias privadas; antes por el contrario, las leyes llovían sin consuelo; los delitos estaban enumerados, y especificados con fastidiosa prolijidad; las penas, sobre ser brutalmente severas, eran agravadas en cada ocurrencia por el mismo legislador y sus mil ejecutores, y la forma de enjuiciar propendía a que el juez no encontrase impedimento en condenar a su antojo, como lo atestiguan los bandos contra los bravos, de que acabamos de dar noticia. Por la misma razón dichos bandos publicados y repetidos de gobierno en gobierno, sólo servían para manifestar con énfasis la impotencia de sus autores; y si producían algún efecto inmediato, era únicamente el de añadir muchas vejaciones a las que los hombres débiles y pacíficos sufrían de parte de los perturbadores, y de aumentar las violencias y las astucias de estos últimos. La impunidad estaba organizada y tenía raíces, a que no alcanzaban, o no podían arrancar los bandos.

      Tales eran los asilos y privilegios de algunas clases de la sociedad, unos reconocidos por la misma fuerza legal, otros tolerados con culpable silencio, y otros disputados con vanas protestas, pero sostenidos de hecho, y conservados por las mismas clases, y casi por cada individuo, con todo el empeño que inspira el interés, o la vanidad de familia. Esta impunidad, pues que amenazaban e insultaban los bandos sin destruirla, debía naturalmente, a cada amenaza y a cada insulto, emplear nuevos medios y nuevas tramas para sostenerse.

      En efecto así sucedía, pues en cuanto se publicaba un edicto contra los opresores, buscaban éstos en su fuerza material los arbitrios más oportunos para continuar haciendo lo que prohibían los bandos. Éstos, a la verdad, podían molestar y oprimir a cada paso al hombre incauto que no tuviera fuerza propia ni protección, porque con el fin de extender sus disposiciones a todo hombre para precaver o castigar todo delito, sometían cada movimiento de la voluntad privada a la voluntad arbitraria de mil magistrados y ejecutores. Pero el que antes de cometer el delito había tomado sus medidas para acogerse a tiempo a un convento, o a un palacio en donde nunca hubiesen puesto el pie los esbirros; el que sin otra precaución llevaba una librea, que empeñase la vanidad o el interés de una familia poderosa o de una corporación a defenderle, podía reírse de toda la bulla de los bandos y de los edictos.

      De los mismos que estaban encargados de su ejecución, algunos pertenecían por su nacimiento a las clases privilegiadas, otros dependían de ellas por clientela; unos y otros habían abrazado sus máximas por educación, por interés, por hábito, o por imitación, y se hubieran guardado de faltar a ellas en obsequio de un pedazo de papel pegado a una esquina.

      Por otra parte, aunque los hombres encargados de su inmediata ejecución hubiesen sido tan resueltos como héroes, tan obedientes como monjes, y tan resignados como mártires, jamás hubieran llegado a conseguir el intento, tanto por ser inferiores en número a aquellos con quienes debían entrar en pugna, cuanto por la frecuente probabilidad de que los abandonasen, y quizá los sacrificasen los mismos que en abstracto, o digámoslo así, en teoría, les mandaban obrar. Además, estos encargados eran, por lo regular, hombres malos, canalla sacada de la hez del pueblo; su mismo encargo se tenía por vil, y su nombre como una afrenta. De aquí es fácil inferir que tales gentes, lejos de aventurar su vida en una empresa casi imposible, venderían su inacción y aun su connivencia a los poderosos, y se limitarían a ejercer sus detestables facultades y la fuerza que tenían en aquellas ocasiones en que no hubiese riesgo en oprimir, esto es, en vejar a los habitantes pacíficos e indefensos.

      El hombre que trata de hacer daño o teme que se lo hagan, busca naturalmente aliados y compañeros; así es que en aquellos tiempos llegaba al exceso la tendencia de los individuos a reunirse en clases, a formar nuevas corporaciones, y a aumentar la fuerza de aquellas a que pertenecían. El clero trabajaba en defender y extender sus inmunidades, la nobleza sus privilegios, y el militar sus fueros. Los comerciantes y los artesanos se reunían en sociedades y corporaciones; los letrados formaban liga, y hasta los médicos se clasificaban en compañías. Cada una de estas pequeñas oligarquías tenía su fuerza propia y particular, y el individuo encontraba en cada una la ventaja de emplear para sí, en proporción de su crédito y de su habilidad, la fuerza de muchos. Los más honrados se valían de esta ventaja para su defensa, y los astutos y malvados se aprovechaban de ella para el logro de sus siniestras empresas, que no hubieran podido llevar a cabo con sólo el auxilio de sus medios personales, y menos asegurar su impunidad. Sin embargo, la fuerza de estas diversas ligas era muy desigual, sobre todo, fuera de las ciudades; el noble rico y perverso, con una cuadrilla de bravos, y rodeado de aldeanos acostumbrados por tradición doméstica e interesados, u obligados a considerarse como súbditos o soldados del amo, ejercía un poder al cual no era fácil que pudiese contrarrestar asociación alguna.

      Nuestro don Abundo, pues, no siendo ni noble, ni rico, ni valiente, conoció casi al salir de las mantillas, que se hallaba en aquella sociedad como un vaso de barro precisado a caminar en compañía de otros muchos de hierro; de consiguiente se conformó gustoso con la voluntad de sus padres, que le destinaron a la Iglesia. A decir verdad (y sin que por esto se desentendiese de las obligaciones y fines sublimes del ministerio a que se dedicaba), el proporcionarse los medios de vivir con alguna comodidad, e introducirse en una clase fuerte y respetable, le parecieron desde luego dos razones más que suficientes para semejante elección. Pero una clase, cualquiera que fuese, no favorecía ni aseguraba al individuo sino hasta cierto punto, y ninguna le dispensaba de formarse un sistema particular. Ocupado continuamente don Abundo en mirar por su propia seguridad, no codiciaba aquellas ventajas cuyo logro exigía trabajar mucho o arriesgarse algún canto. Su sistema consistía principalmente en evitar coda contienda, y en ceder en aquellas de que no podía librarse: neutralidad desarmada en codas las guerras que se encendían por aquel contorno de resultas de las competencias, entonces frecuentísimas, entre el clero y la potestad civil, y en los altercados también muy frecuentes entre militares y nobles, entre nobles y magistrados, y entre valentones y soldados, y hasta en las quimeras entre dos aldeanos, originadas por una palabra y decididas a palos o a puñaladas. Si a la fuerza se veía precisado a tomar parce entre dos contrincantes, se declaraba siempre en favor del más fuerce; pero sin abandonar la retaguardia, y procurando manifestar al contrario que no era su enemigo por su propia voluntad. En fin, con mantenerse lejos de los poderosos, con disimular sus fechorías ligeras, con tolerar las más graves y trascendentales, y con obligar por medio de saludos y profundas reverencias a los más vanos y desdeñosos a corresponderle con una sonrisa cuando le encontraban, llegó el buen hombre a vadear los sesenta años de su vida sin grandes borrascas.

      Esto no es decir que no tuviese también él su poquito de hiel en el cuerpo; y la necesidad continua de aguantar, el dar siempre la razón a los demás, y las muchas píldoras amargas que callando había tenido que tragar, se le habían acedado en términos, que si no hubiese podido darle de cuando en cuando un poco de desahogo, hubiera padecido bastante su salud. En efecto, como había en el mundo y a su lado personas que tenía por incapaces de hacerle daño, desahogaba con ellas su mal humor por largo tiempo reprimido, y podía satisfacer su deseo de ser algún tanto caprichoso y de regañar sin razón. Por otra parce, era un censor rígido de los hombres que no se conducían como él, con cal que en la censura no hubiese el menor riesgo. El apaleado era para él, cuando menos, un imprudente; el muerto había sido siempre un hombre turbulento; al que, por haber sostenido su derecho contra un poderoso, salía con las manos en la cabeza, siempre le encontraba don Abundo alguna culpa, cosa bastante fácil, porque nunca la razón y la sinrazón tienen can claros y exactos límites que no se hallen de algún modo mezcladas una con otra.

      Declamaba sobre todo contra sus compañeros, que de su cuenta y riesgo tomaban la defensa de algún débil contra un opresor poderoso. A esto llamaba él comprarse cuidados y querer enderezar el mundo; y regularmente concluía todos sus discursos con esca máxima: que casi nunca le sucede mal al que no se mece en camisa de once varas.

      Háganse ahora cargo nuestros lectores de la impresión que haría en el ánimo de don Abundo el encuentro СКАЧАТЬ