Название: Los novios
Автор: Alessandro Manzoni
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Ópera magna
isbn: 9788432152399
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—¡Si pudiera enviar a pasear a ese Lorenzo!... ¡Válgame Dios!, ¿qué podré yo decirle? Sobre todo... ¡él también tiene una cabecilla!. .. muy buena si no le tocan, mas si le contradicen, a Dios, es una furia, y más ahora que está enamorado perdido de esa Lucía!... ¡Mozalbetes, que no saben qué hacerse, se enamoran, y quieren casarse luego, sin hacerse cargo de los conflictos en que ponen a los hombres de bien!... Yo no sé por qué aquellos dos bribonazos no irían con su intimación a otra parte... ¡Qué desgracia no haberme ocurrido entonces esta especie!, pudiera habérsela insinuado...
Pero reflexionando don Abundo que el arrepentirse de no haber aconsejado una maldad era cosa demasiado inicua, volvía su cólera contra el que turbaba su sosiego. No conocía a don Rodrigo sino de vista y de fama, ni había tenido con él otras relaciones que la de tocar el pecho con la barba y el suelo con el sombrero las pocas veces que le había encontrado. Habíale ocurrido más de una vez defenderle contra los que privadamente reprobaban alguna de sus iniquidades; mil veces había dicho que era persona muy respetable; pero ahora le dio en su interior todos aquellos títulos que nunca oyó en otras ocasiones sin interrumpirlos con un «¡vamos, vamos, pocas murmuraciones!»
Llegado entre el tumulto de semejantes ideas a la puerta de su casa, situada en la extremidad de la aldea, metió aprisa el picaporte, que ya tenía en la mano, abrió, entró y cerró de nuevo con mucho cuidado; y ansiando por hallarse con persona de su confianza, empezó a gritar: «¡Perpetua! ¡Perpetua!» dirigiéndose al comedor en que aquélla estaba poniendo la mesa para cenar. Era Perpetua, como ya lo conjeturará cualquiera, el ama de don Abundo, criada afecta y fiel, que sabía obedecer y mandar a su tiempo, y sufrir con oportunidad los regaños y las extravagancias del amo, para hacerle luego sufrir las suyas, que eran de día en día más frecuentes, pues ya había pasado la edad sinodal de los cuarenta sin haberse casado, bien fuese por haber desechado, según ella decía, no pocos partidos, bien por no haberse presentado ninguno, según se decía en el pueblo.
—Voy —respondió Perpetua, dejando en la mesa la botella del vino predilecto de don Abundo.
Y echó a andar pausadamente; pero aún no había llegado a la puerta del comedor cuando entró su amo, tan mustio, y con las facciones tan alteradas, que no se necesitaban los ojos expertos de Perpetua para conocer al instante que le había sucedido algún contratiempo.
—¡Jesús! Señor, ¿qué tiene usted?
—Nada, nada —respondió don Abundo, sentándose con agitación en su silla poltrona.
—¿Cómo nada? ¡A mí me lo querrá usted decir! Según esa cara, es imposible que no le haya a usted sucedido alguna cosa.
—¡Déjame en paz, por Dios! Cuando digo que no es nada, o es nada, o es cosa que no puedo decir.
—¿Conque tampoco a mí? ¿Quién cuidará de la salud de usted?, ¿quién le dará un buen consejo?
—Vaya, calla, y dame un poco de vino.
—¿Y usted querrá darme a entender que no tiene nada? —dijo Perpetua llenando el vaso, que mantenía luego en la mano, como si no quisiese soltarlo sino en pago de que le declarase lo que tenía.
—Tráelo, tráelo —dijo don Abundo.
Y tomando el vaso con mano no muy firme, se echó al cuerpo el vino tan aprisa como si fuera una purga.
—¿Conque tendré yo que ir a preguntar por la vecindad qué es lo que le ha sucedido a mi amo? —dijo Perpetua de pie delante de él, puesta en jarras y con los ojos clavados en su rostro.
—¡Por amor de Dios, no me fastidies!, déjate de alharacas. Se trata... nada menos que de la vida.
—¿De la vida?
—Sí, de la vida.
—Bien sabe usted que cuando me ha dicho algo en confianza, ja-más...
—Sí, como cuando...
Advirtió Perpetua al momento que había tocado mala tecla, y variando de registro:
—Señor —dijo con voz enternecida y para enternecer—, yo siempre he querido a usted, y si ahora deseo saber lo que le ha sucedido, no es más que porque me intereso en aliviar a usted, en socorrerle, aconsejarle y consolarle.
Lo cierto es que don Abundo tenía tanta gana de echar fuera su secreto, como Perpetua de saberlo; por lo que, después de haber repelido cada vez más débilmente sus varias acometidas, después de haberla hecho jurar por más de una vez que no resollaría, por fin con muchas interrupciones y muchísimos intercalares le contó el suceso. Cuando pronunció el nombre del autor del atentado, no pudo Perpetua contenerse, y echó un voto. Al oírle don Abundo se dejó caer sobre el respaldar del sillón con un gran suspiro, y levantando las manos al cielo, exclamó:
—¡Perpetua, por amor de Dios!
—¡Jesús mil veces! —prosiguió el ama—; ¡qué pícaro!, ¡qué bribonazo! ¡Qué hombre tan sin temor de Dios!
—¿Quieres callar, o quieres perderme para siempre?
—Aquí estamos solos; nadie nos oye. ¿Y cómo se compondrá usted, pobre señor?
—No está mala la salida —dijo don Abundo con enfado—. ¿El parecer que me has ofrecido es preguntarme cómo me compondré?
—Yo bien le diría mi parecer bueno o malo; pero...
—Oigámoslo.
—Mi parecer sería, que como todos dicen que nuestro arzobispo es un santo, un hombre de sumo respeto que no teme a esos bribones, y que se complace por sostener a un párroco en meter en costura a uno de esos prepotentes, yo le escribiría una cartita muy bien puesta, informándole de todo, y...
—Calla, calla, no digas más. ¿Y es ése el famoso parecer que me das en tan duro conflicto? Cuando me hayan sepultado en los riñones un par de balas, ¡Jesús!, ¿lo remediará el señor arzobispo?
—¿Pues qué, las balas se reparten así a dos por tres como los confites? ¡Dios nos librara si esos perros mordiesen todas las veces que ladran! Yo siempre he visto que al que enseña los dientes todos le respetan, y dice bien el refrán, que al que se hace de miel las moscas se lo comen. Justamente porque usted nunca sostiene su razón, todos vienen a... con perdón hablando...
—¿Quieres callar?
—Ya callo; pero es muy cierto que cuando las gentes ven que uno siempre y en todos los lances se deja sopapear...
—¿Quieres callar, repito? ¿Estamos ahora para esas badajadas?
—En fin, basta; consúltelo usted esta noche con la almohada; pero entretanto no empiece a hacerse daño a sí mismo y a arruinarse la salud. Coma usted un bocado.
—Sí, sí, yo pensaré en ello —respondió don Abundo refunfuñando—. Ya lo sé —prosiguió levantándose—; nada quiero tomar, nada. ¡Buena gana tendré yo de comer! Ya sé que a mí me toca discurrir lo que se debe hacer.
—Vaya otra gotita —dijo Perpetua, echando vino en el vaso—. Ya sabe usted que éste le conforta el estómago.
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