Los novios. Alessandro Manzoni
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Название: Los novios

Автор: Alessandro Manzoni

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Ópera magna

isbn: 9788432152399

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СКАЧАТЬ los jueces y por cualquiera de ellos ser puesto al castigo de la cuerda y al tormento por información sumaria... Y aunque no confesase delito alguno, pudiese, sin embargo, ser condenado a tres años de galeras por sola la opinión y nombre de bravo». Y concluía diciendo: «Todo esto, y lo demás que se omite, porque S. E. está resuelto a que todos le obedezcan.»

      Al oír palabras tan terminantes, y disposiciones de tanto rigor, nadie habrá que no piense que todos los bravos desaparecerían para siempre; pero el testimonio de un personaje de no menos autoridad ni menos títulos nos obliga a creer lo contrario. Este es el Excmo. señor don Juan Fernández de Velasco, condestable de Castilla, mayordomo mayor de S. M. C., duque de Feria, conde de Haro, señor de la casa de Velasco, y de la de los siete infantes de Lara, gobernador del estado de Milán, etc. «En 5 de junio de 1593, también informado plenamente de los perjuicios y ruinas que causaban los bravos y vagamundos, y de los pésimos efectos que por esta clase de gente resultaba al bien público en menosprecio de la justicia, mandó de nuevo que saliesen del país en término de seis días, repitiendo las mismas penas y castigos de su antecesor. Luego el 23 de mayo de 1598, informado con no poco sentimiento suyo de que se aumentaba cada día más en aquella ciudad y estado el número de bravos y vagamundos, y que día y noche sólo se oían heridas alevosamente dadas, homicidios y robos, y otros delitos semejantes que cometían con tanta más facilidad cuanto confiaban en el favor de sus principales y fautores, prescribía de nuevo las mismas medidas y remedios», aumentando la dosis como en las enfermedades rebeldes, y concluía el bando en estos términos: «Cuiden, pues, de no contravenir de modo alguno al presente bando, pues en vez de encontrar clemencia en S. E., experimentarán su rigor y su cólera, por haber resuelto que éste sea el aviso último y perentorio.»

      Poco o ningún efecto produjeron semejantes medidas, pues vemos renovadas las mismas disposiciones por el gobernador de Milán, conde de Fuentes, en 5 de diciembre de 1600, por el marqués de Hinojosa en 22 de septiembre de 1612, por el duque de Frías en 24 de diciembre de 1618, por don Gonzalo Fernández de Córdoba en 5 de octubre de 1627 y otros posteriores al tiempo en que ocurrió lo que vamos refiriendo.

      Que los dos bravos arriba descritos estuviesen allí aguardando a alguno, era cosa de que no se podía dudar; lo que no agradó a don Abundo fue el inferir, por ciertos movimientos, que él era la persona que esperaban. En efecto, así que le vieron se miraron uno a otro, levantando la cabeza con cierto ademán como si dijesen: «allí viene». El que estaba a horcajadas en la cerca saltó al camino, y separándose de la pared el compañero, se dirigieron ambos hacia nuestro cura, el cual, con el breviario abierto como si leyera, alzaba la vista con disimulo por encima del libro para ver lo que hacían. Convencido de que se dirigían a él, le pasaron por la cabeza varios pensamientos. El primero de todos fue el de discurrir rápidamente si entre él y los bravos había alguna senda a derecha o a izquierda; pero no la había. Hizo después un rápido examen para averiguar si había hecho ofensa a algún poderoso vengativo; bien que le tranquilizó en parte el testimonio de la conciencia. Acercábanse entretanto los bravos teniendo los ojos fijos en él. Puso entonces los dedos índice y medio de la mano izquierda entre el alzacuello como para sentarlo bien, y dando vuelta con ellos alrededor del cuello, volvía la cara todo lo que podía, torciendo al mismo tiempo la boca y mirando de reojo hasta donde alcanzaba, para ver si parecía gente por aquel contorno; pero no vio a nadie. Echó una mirada también inútilmente por el lado de la cerca a los campos, y otra con más disimulo delante de sí, sin ver más alma viviente que los dos bravos.

      En semejante apuro no sabía qué hacerse. De volver atrás ya no era tiempo; echar a correr era lo mismo que decir seguidme, o quizá peor; viendo, pues, que no podía evitar el peligro, se determinó a arrostrarle, porque aquellos momentos de incertidumbre eran para él tan penosos, que ya sólo pensaba en abreviarlos; de consiguiente, aceleró el paso, rezó un versículo con voz más alta, compuso el semblante lo mejor que pudo, manifestando serenidad y sosiego, se esforzó por preparar una sonrisa, y cuando se halló enfrente de los dos perillanes, dijo para sí: «ahora es ello», y se quedó parado.

      —Señor cura —dijo uno de los bravos, mirándole de hito en hito.

      —¿Qué se le ofrece a usted, amigo? —contestó inmediatamente don Abundo levantando los ojos del breviario que tenía abierto en las dos manos.

      —¿Está usted en ánimo —prosiguió el otro con tono amenazador- de casar mañana a Lorenzo Tramallino con Lucía Mondella?

      —Ciertamente —respondió con voz trémula don Abundo—, es decir, que como no hay dificultad ni impedimento... Ustedes son personas que conocen el mundo, y saben cómo van estas cosas. El pobre cura nada tiene que ver en eso; hacen entre ellos sus enjuagues, y luego vienen a nosotros como... en fin...

      —En fin —interrumpió el bravo con voz moderada, pero con el tono de quien manda-, tened entendido que este casamiento no se ha de hacer ni mañana, ni nunca.

      —Pero, señores —replicó don Abundo con la voz pacata de un hombre que quiere persuadir a un impaciente-, pero, señores, pónganse ustedes en mi lugar. Si la cosa estuviese en mi mano... Ya ven ustedes que yo no tengo en ello interés alguno.

      —¡Ea! —interrumpió otra vez el bravo-, si la cosa se hubiese de decidir con argumentos, convengo en que no saldríamos bien librados; pero nosotros no entendemos de razones, ni nos gusta malgastar saliva. Ya estáis prevenido... y al buen entendedor...

      —Ustedes son demasiado racionales para...

      —Como quiera que sea —interrumpió el bravo que hasta entonces no había hablado-, el casamiento no ha de hacerse... (aquí echó un tremendo voto), y el que lo hiciere no tendrá que arrepentirse, porque le faltará tiempo, y... (aquí otro voto).

      —¡Vaya, vaya! —repuso el primer bravo-, el señor cura conoce el mundo, y nosotros somos hombres de bien, que no queremos hacerle daño siempre que tenga prudencia. Señor cura, reciba usted expresiones del señor don Rodrigo.

      Este nombre hizo en el ánimo de don Abundo el mismo efecto que en noche de tormenta un relámpago, que iluminando rápida y confusamente los objetos, aumenta el espanto. Bajó como por instinto la cabeza, y dijo:

      —Si ustedes supiesen indicarme un medio...

      —¡Indicar medios a un hombre que sabe latín! —interrumpió el bravo con una sonrisa entre burlona y feroz—. Eso le toca a usted. Sobre todo, chitón; y nadie tenga noticia de este aviso que le damos por su bien. De lo contrario... ¿Está usted? Hacer semejante casamiento sería lo mismo que... En fin ¿qué quiere usted que digamos al señor don Rodrigo?

      —Que soy muy servidor suyo.

      —No basta, señor cura. Es preciso que usted se explique.

      —Siempre, siempre dispuesto a obedecer sus mandatos...

      Pronunciando don Abundo estas palabras, él mismo no sabía si hacía un mero cumplimiento, o una promesa. Tomáronla los bravos, o aparentaron tomarla, en este último sentido y se despidieron, dándole las buenas tardes. Don Abundo, que poco antes hubiera dado un ojo de la cara por no verlos, deseaba ahora prolongar la plática, y así, cerrando el breviario con ambas manos, empezó diciendo: «Señores...», pero los bravos sin darle oídos tomaron el camino por donde él mismo había venido, y se ausentaron, cantando cierta cancioncilla que no quiero copiar. Quedó el pobre don Abundo un momento con la boca abierta, como quien ve visiones; tomó luego la senda que conducía a su casa, echando con trabajo un pie delante del otro, porque los dos se le figuraban de plomo, y tan consternado como podrá inferir más fácilmente el lector, después de que tenga datos más puntuales acerca de su carácter, y de la condición de los tiempos en que le había tocado vivir.

      Don Abundo no había nacido СКАЧАТЬ