Название: Obras completas de Sherlock Holmes
Автор: Arthur Conan Doyle
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Colección Oro
isbn: 9788418211201
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—Hágalo así, se lo suplico, porque vivo en una pura ansiedad.
—Otra cosa. ¿Y la cuestión dinero?
—Tiene usted carte blanche.
—¿Sin limitaciones?
—Le aseguro que daría una provincia de mi reino por tener en mi poder la fotografía.
—¿Y para gastos de momento?
El rey sacó de debajo de su capa un grueso talego de gamuza y lo puso encima de la mesa, diciendo:
—Hay trescientas libras en oro y setecientas en billetes.
Holmes garrapateó en su cuaderno un recibo, y se lo entregó.
—¿Y la dirección de esa señorita? —preguntó.
—Pabellón Briony. Serpentine Avenue, St. John’s Wood.
Holmes tomó nota, y dijo:
—Otra pregunta: ¿era la foto de tamaño exposición?
—Sí que lo era.
—Entonces, majestad, buenas noches, y espero que no tardaremos en tener alguna buena noticia para usted. Y a usted también, Watson, buenas noches —agregó, así que rodaron en la calle las ruedas del Brougham real—. Si tuviese la amabilidad de pasarse por aquí mañana por la tarde, a las tres, me gustaría charlar con usted de este asuntito.
II
A las tres en punto me encontraba yo en Baker Street, pero Holmes no había regresado todavía. La casera me informó que había salido de casa poco después de las ocho de la mañana. Me senté junto al fuego, no obstante, resuelto a esperarle por mucho que tardase. Esta investigación me había interesado profundamente: no estaba rodeada de ninguna de las características extraordinarias y horrendas que concurrían en los dos crímenes que he dejado ya relatados, pero la índole del caso y la alta posición del cliente de Holmes lo revestían de un carácter especial. La verdad es que, aparte de la naturaleza de la investigación que mi amigo emprendía, había algo en su magistral manera de abarcar las situaciones, y en su razonar agudo e incisivo, que convertía para mí en un placer el estudio de su sistema de trabajo, y el seguirle en los rápidos y sutiles métodos con que desenredaba los misterios más inextricables. Me hallaba yo tan habituado a verle triunfar que la posibilidad de un fracaso suyo ni siquiera me entraba en la cabeza.
Eran ya cerca de las cuatro cuando se abrió la puerta y entró en la habitación un mozo, con aspecto de borracho, desaseado, de puntillas largas, cara abotagada y ropas indecorosas. A pesar de hallarme acostumbrado a la asombrosa habilidad de mi amigo para el uso de disfraces, tuve que examinarlo detenidamente antes de cerciorarme de que era él en persona Me saludó con una inclinación de cabeza y se metió en su dormitorio, del que volvió a salir antes de cinco minutos vestido con traje de mezclilla y con su aspecto respetable de siempre. Con las manos en los bolsillos, estiró las piernas frente al fuego y se rio a carcajadas por unos minutos.
—Pero ¡quién iba a decirlo! —exclamó, se rio y luego se ahogó; y volvió a reír hasta tener que recostarse, cansado e impotente, en su sillón.
—¿De qué se ríe?
—La cosa tiene demasiada gracia. Estoy seguro de que no es usted capaz de adivinar en qué invertí la mañana, ni lo que acabé por hacer.
—No puedo imaginármelo, aunque supongo que habrá estado estudiando las costumbres, y hasta quizá la casa de la señorita Irene Adler.
—Exactamente, pero las consecuencias que se me originaron han sido bastante fuera de lo corriente. Se lo voy a contar. Salí esta mañana de casa poco después de las ocho, disfrazado de mozo de caballos sin trabajo. Existe entre la gente de caballerizas una asombrosa simpatía y hermandad masónica. Sea usted uno de ellos, y sabrá todo lo que hay que saber. Pronto di con el Pabellón Briony. Es una joyita de chalet, con jardín en la parte posterior, pero con su fachada de dos pisos construida en línea con la calle. La puerta tiene cerradura sencilla. A la derecha hay un cuarto de estar, bien amueblado, con ventanas largas, que llegan casi hasta el suelo y que tienen anticuados cierres ingleses de ventana, que cualquier niño pudiera abrir. En la fachada posterior no descubrí nada de particular, salvo que la ventana del pasillo puede alcanzarse desde el techo del edificio de la cochera. Caminé alrededor y lo examiné todo cuidadosamente y desde todo punto de vista, aunque sin descubrir ningún otro detalle de interés.
—Luego me fui paseando tranquilamente por la calle de adelante y descubrí, tal como yo esperaba, unos establos en una travesía que corre a lo largo de una de las tapias del jardín. Eché una mano a los mozos de cuadra en la tarea de almohazar los caballos, y me lo pagaron con dos peniques, un vaso de leche cremosa, dos rellenos de la cazoleta de mi pipa con mal tabaco, y toda la información que yo podría querer acerca de la señorita Adler, sin contar con los que me dieron acerca de otra media docena de personas de la vecindad, en las cuales yo no tenía ningún interés, pero que no tuve más remedio que escuchar.
—¿Y qué supo de Irene Adler? —le pregunté.
—Pues verá usted, tiene locos a todos los hombres que viven por allí. Es la cosa más linda que haya bajo un sombrero en todo el planeta. Así aseguran, como un solo hombre, todos los de las caballerizas de Serpentine. Lleva una vida tranquila, canta en conciertos, sale todos los días en carruaje a las cinco y regresa a las siete en punto para cenar. Salvo cuando tiene que cantar, es muy raro que haga otras salidas. Solo es visitada por un visitante varón, pero con mucha frecuencia. Es un hombre moreno, hermoso, impetuoso, no se pasa un día sin que la visite, y en ocasiones lo hace dos veces el mismo día. Es un tal señor Godfrey Norton, del colegio de abogados de Inner Temple. Fíjese en todas las ventajas que ofrece ser confidente el oficio de cochero. Estos que me hablaban lo habían llevado a su casa una docena de veces, desde las caballerizas de Serpentine, y estaban al tanto sobre su persona. Una vez que me hube enterado de todo cuanto podían decirme, me dediqué otra vez a pasearme calle arriba y calle abajo por cerca del Pabellón Briony, y a trazarme mi plan de campaña.
»Este Godfrey Norton jugaba, sin duda, un gran papel en el asunto. Era abogado, lo cual sonaba ominoso. ¿Qué clase de relaciones existían entre ellos, y qué finalidad tenían sus repetidas visitas? ¿Era ella cliente, amiga o amante suya? En el primero de estos casos era probable que le hubiese entregado a él la fotografía. En el último de los casos, ya resultaba menos probable. De lo que resultase dependía el que yo siguiese con mi labor en el Pabellón Briony o volviese mi atención a las habitaciones de aquel caballero, en el Temple. Era un punto delicado y que ensanchaba el campo de mis investigaciones. Me temo que le estoy aburriendo a usted con todos estos detalles, pero si usted ha de hacerse cargo de la situación, es preciso que yo le exponga mis pequeñas dificultades.
—Le sigo a usted con gran atención —le contesté.
—Aún seguía sopesando el tema en mi mente cuando se detuvo delante del Pabellón Briony un coche de un caballo, y saltó fuera de él un caballero. Era un hombre de extraordinaria belleza, moreno, aguileño, de bigotes, sin duda alguna el hombre del que me habían hablado. Parecía tener mucha prisa: gritó al cochero que esperase e hizo a un lado con el brazo a la doncella que le abrió la puerta, con el aire de quien está en su casa. Permaneció en el interior cosa de media hora, y yo pude captar rápidas visiones de su persona al otro lado de las ventanas del cuarto de estar. Se paseaba de un lado para otro, hablaba animadamente y agitaba los brazos. A ella no СКАЧАТЬ