Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Obras completas de Sherlock Holmes - Arthur Conan Doyle страница 68

Название: Obras completas de Sherlock Holmes

Автор: Arthur Conan Doyle

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección Oro

isbn: 9788418211201

isbn:

СКАЧАТЬ levantó su mano blanca y alargada para cogerla.

       Es una lástima que la naturaleza haya creado solo a un hombre de ti, pues había material para un hombre valiente y para un bromista.

      Las Aventuras de Sherlock Holmes

      Escándalo en Bohemia

      I

      Para Sherlock Holmes ella es siempre la mujer. Rara vez le he oído mencionarla con otro nombre. En sus ojos, ella eclipsa y sobrepasa a todo su sexo. No es que haya sentido por Irene Adler nada parecido al amor.

      Todas las emociones, y aquella especialmente, eran aborrecibles para su fría, precisa pero admirablemente balanceada mente. Yo le considero como la más perfecta máquina de razonar y de observar que ha conocido el mundo; pero como amante, no habría sabido estar en su papel. Él nunca hablaba de los sentimientos más tiernos, salvo con mofa y sarcasmo. Eran temas admirables para el observador, excelentes para descorrer el velo de los móviles y de los actos de las personas. Pero el hombre entrenado en el razonar que admitiese semejantes intrusiones en su temperamento delicado y finamente ajustado, daría con ello entrada a una distracción, capaz de arrojar la duda sobre todos los resultados de su actividad mental. Ni arenilla en un instrumento de gran sensibilidad, ni una hendidura en uno de sus cristales de gran aumento, serían más perturbadores que una emoción fuerte en un temperamento como el suyo. Pero a pesar de todo eso, no existía más que una mujer para él, Irene Adler, de memoria sospechosa y cuestionable.

      Había sabido poco de Holmes en los últimos tiempos. Mi matrimonio nos había apartado al uno del otro. Mi completa felicidad y los diversos intereses que, centrados en el hogar, rodean al hombre que se ve por vez primera con casa propia, bastaban para absorber mi atención; Holmes, por su parte, dotado de alma bohemia, sentía aversión a todas las formas de la vida de sociedad, y permanecía en sus habitaciones de Baker Street, enterrado entre sus libracos, alternando las semanas entre la cocaína y la ambición, entre los adormilamientos de la droga y la impetuosa energía de su propia y ardiente naturaleza. Continuaba con su profunda afición al estudio de los hechos criminales, y dedicaba sus inmensas facultades y extraordinarias dotes de observación a seguir determinadas pistas y aclarar los hechos misteriosos que la policía oficial había puesto de lado por considerarlos insolubles. Habían llegado hasta mí, de cuando en cuando, ciertos vagos rumores acerca de sus actividades: que lo habían llamado a Odesa cuando el asesinato de Trepoff; que había puesto en claro la extraña tragedia de los hermanos Atkinson en Trincomalee, y, por último, de cierto cometido que había desempeñado de manera tan delicada y con tanto éxito por encargo de la familia reinante de Holanda. Sin embargo, fuera de estas señales de su actividad, que yo me limité a compartir con todos los lectores de la prensa diaria, era muy poco lo que sabía de mi antiguo amigo y compañero.

      Una noche, fue el 20 de marzo de 1888, regresaba yo de una visita a un enfermo (porque había vuelto al ejercicio de la medicina civil) y tuve que pasar por Baker Street. Al cruzar por delante de la puerta tan recordada por mí, y que por fuerza tenía que asociarse siempre en mi mente con mi noviazgo y con los tétricos episodios del Estudio en escarlata, me asaltó un vivo deseo de volver a charlar con Holmes y de saber en qué estaba empleando sus extraordinarios poderes. Vi sus habitaciones brillantemente iluminadas y, cuando alcé la vista llegué incluso a distinguir su figura, alta y enjuta, al proyectarse dos veces su negra silueta sobre la cortina. Él se paseaba por la habitación a paso vivo con impaciencia, la cabeza caída sobre el pecho las manos entrelazadas por detrás de la espalda. Para mí, que conocía todos sus humores y hábitos, su actitud y sus maneras tenían cada cual una historia propia. Otra vez estaba dedicado al trabajo. Había salido de las ensoñaciones provocadas por la droga, y estaba lanzado por el humillo fresco de algún problema nuevo. Tiré de la campanilla, y me hicieron subir a la habitación que había sido en parte mía.

      Sus maneras no eran efusivas. Rara vez lo eran pero, según creo, se alegró de verme. Sin hablar apenas, pero con mirada cariñosa, me señaló con un vaivén de la mano un sillón, me echó su caja de cigarros, me indicó una garrafa de licor y un recipiente de agua de seltz que había en un rincón. Luego se puso en pie delante del fuego, y me pasó revista con su característica manera introspectiva.

      —Le sienta bien el matrimonio —dijo—. Me parece, Watson, que ha engordado usted siete libras y media desde la última vez que le vi.

      —Siete —le contesté.

      —Pues, la verdad, yo habría dicho que un poco más. Yo creo, Watson, que un poquitín más. Y, por lo que veo, otra vez ejerciendo la medicina. No me había dicho usted que tenía el propósito de volver a su trabajo.

      —Pero ¿cómo lo sabe usted?

      —Lo estoy viendo, lo deduzco. Como sé que últimamente ha cogido usted mucha humedad, y que tiene a su servicio una doméstica torpe y descuidada.

      —Mi querido Holmes —le dije—, esto es demasiado. De haber vivido usted hace unos cuantos siglos, con seguridad que habría acabado en la hoguera. Es cierto que el jueves pasado tuve que hacer una excursión al campo y que regresé a mi casa todo sucio, pero como no es esta la ropa que llevaba no puedo imaginarme cómo saca usted esa deducción. En cuanto a María Juana, sí que es una muchacha incorregible, y por eso mi mujer le ha dado ya el aviso de despido, pero tampoco sobre ese detalle consigo imaginarme de qué manera llega usted a razonarlo.

      Se rio por lo bajo y se frotó las manos, largas y nerviosas.

      —Es la cosa más sencilla —dijo—. La vista me dice que dentro de su zapato izquierdo, precisamente en el punto en que se proyecta la claridad del fuego de la chimenea, está el cuero marcado por seis cortes casi paralelos. Es evidente que han sido producidos por alguien que ha rascado sin ningún cuidado el borde de la suela todo alrededor para arrancar el barro seco. Eso me dio pie para mi doble deducción de que había salido usted con mal tiempo y de que tiene un ejemplar de doméstica londinense que rasca las botas con verdadera mala saña. Respecto al ejercicio de la medicina, cuando entra un caballero en mis habitaciones oliendo a cloroformo, con una marca negra de nitrato de plata en su índice derecho y un bulto saliente en uno de los costados de su sombrero de copa que me indica dónde ha escondido su estetoscopio, tendría yo que ser muy torpe para no declarar que se trata de un miembro activo de la profesión médica.

      No pude evitar reírme de la facilidad con que explicaba el proceso de sus deducciones, y le dije:

      —Cuando le oigo aportar sus razones, me parece todo tan ridículamente sencillo que yo mismo podría haberlo hecho con facilidad, aunque, en cada uno de los casos, me quedo desconcertado hasta que me explica todo el proceso que ha seguido. Y, sin embargo, creo que tengo tan buenos ojos como usted.

      —En efecto —me contestó, encendiendo un cigarrillo y dejándose caer en un sillón—. Usted ve, pero no observa. Es una distinción clara. Por ejemplo, usted ha visto con frecuencia los escalones para subir desde el vestíbulo a este cuarto.

      —Muchas veces.

      —¿Como cuántas?

      —Centenares de veces.

      —Dígame entonces cuántos escalones hay.

      —¿Cuántos? Pues no lo sé.

      —¡En efecto! Usted ha visto, pero no se ha fijado. Ese es mi punto. Pues bien: yo sé que hay diecisiete escalones, porque los he visto y, al mismo tiempo, me he fijado. A propósito, ya СКАЧАТЬ