Название: Obras completas de Sherlock Holmes
Автор: Arthur Conan Doyle
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Colección Oro
isbn: 9788418211201
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»Mmm... Mmm... ¿Qué es todo esto? Clima húmedo, arrecifes de coral, tiburones, Puerto Blair, colonias penitenciarias, isla de Rudand, plantaciones de algodón... ¡Ah, aquí estamos!
“Los aborígenes de las islas Andaman podrían optar al título de la raza más pequeña de la Tierra, aunque algunos antropólogos votarían por los bosquimanos de África, los indios paiutes de América o los habitantes de la Tierra del Fuego. La estatura media es inferior al metro y medio, y existen numerosos adultos que miden mucho menos. Son feroces, malhumorados e intratables, aunque capaces de entablar una amistad a toda prueba si uno se gana su confianza”.
»Fíjese en esto, Watson. Y escuche lo que viene a continuación:
“Tienen un aspecto horrible, con cabezas grandes y deformes, ojos pequeños y feroces y facciones distorsionadas. Sin embargo, los pies y las manos son muy pequeños. Son tan hostiles y feroces que han fracasado todos los esfuerzos de los funcionarios británicos por establecer relaciones con ellos. Siempre han sido el terror de las tripulaciones de naufragios, porque descerebran a los supervivientes con sus mazas de piedra o los acribillan con dardos envenenados. Estas matanzas concluyen invariablemente con un banquete caníbal.» ¡Un pueblo encantador y de lo más simpático, Watson! Si a este sujeto se le hubiera dejado actuar a su aire, el asunto habría tomado un cariz mucho más sangriento. Aun así, tal como se han desarrollado las cosas, imagino que Jonathan Small estará lamentando haberlo contratado”.
—Pero ¿cómo ha llegado a tener un compañero tan raro?
—¡Ah!, eso es más de lo que yo puedo decir. Sin embargo, puesto que ya hemos dejado establecido que Small viene de las Andaman, tampoco es tan descabellado que le acompañe este isleño. Sin duda, con el tiempo lo averiguaremos todo. Oiga, Watson, parece usted hecho polvo. Túmbese aquí, en el sofá, y voy a ver si consigo dormirle.
Sacó el violín de un rincón y, mientras yo me tumbaba, empezó a tocar una melodía suave y soñadora... de su propia autoría, sin duda, porque poseía un notable talento para la improvisación. Recuerdo vagamente sus miembros enjutos, su rostro concentrado y el subir y bajar del arco. Luego me pareció que flotaba apaciblemente sobre un suave mar de sonido, hasta que me encontré en el país de los sueños, con el dulce rostro de Mary Morstan mirándome desde lo alto.
Capítulo IX:
Una rotura de cadena
Estaba ya un poco avanzada la tarde cuando desperté, fortalecido y refrescado. Sherlock Holmes seguía sentado exactamente igual que como lo dejé, salvo que había dejado de lado su violín y ahora se encontraba sumergido en un libro. Me miró de lado cuando empecé a moverme y noté que tenía un rostro sombrío y preocupado.
—Ha dormido profundamente —dijo—. Temí que nuestra conversación le despertara.
—No he oído nada —respondí—. ¿Ha tenido nuevas noticias, entonces?
—Desafortunadamente, no. Confieso que estoy sorprendido y decepcionado. Esperaba algo definitivo a estas horas. Wiggins acaba de pasar a reportar. Dice que no han encontrado ni rastro de la lancha. Es un parón irritante, porque cada hora es de suma importancia.
—¿Puedo hacer algo? Estoy perfectamente recuperado y listo para otra salida nocturna.
—No, no podemos hacer nada. Solo podemos esperar. Si salimos, el mensaje puede llegar durante nuestra ausencia y se produciría un retraso. Usted puede hacer lo que quiera, pero yo tengo que quedarme de guardia.
—En tal caso, me pasaré por Camberwell y le haré una visita a la señora de Cecil Forrester. Me lo pidió ayer.
—¿A la señora de Cecil Forrester? —preguntó Holmes con una chispa de sonrisa en la mirada.
—Bueno, claro, y también a la señorita Morstan. Estaban ansiosas por enterarse de lo ocurrido.
—Yo no les diría demasiado —dijo Holmes—. Nunca hay que fiarse del todo de las mujeres..., ni siquiera de las mejores.
No me entretuve en discutir tan atroz sentimiento.
—Volveré dentro de una o dos horas —fue lo único que dije.
—Muy bien. Buena suerte. Pero, oiga: si va a cruzar el río, podría aprovechar para devolver a Toby, porque ya no creo que lo necesitemos para nada.
De manera que me llevé a nuestro chucho y lo dejé, junto con medio soberano, en casa del viejo naturalista de Pinchin Lane. En Camberwell encontré a la señorita Morstan un poco fatigada tras sus aventuras nocturnas, pero ansiosa por escuchar las noticias. También la señora Forrester se moría de curiosidad. Les conté todo lo que habíamos hecho, omitiendo, sin embargo, las partes más siniestras de la tragedia. Por ejemplo, aunque les hablé de la muerte del señor Sholto, no les dije nada del método exacto empleado. Sin embargo, aun con todas mis omisiones, había material suficiente para sobresaltarlas y asombrarlas.
—¡Es una novela! —exclamó la señora Forrester—. Una dama agraviada, un tesoro de medio millón, un caníbal negro y un rufián con pata de palo. Vienen a sustituir a los convencionales dragón y malvado conde.
—Y dos caballeros andantes al rescate —añadió la señorita Morstan, dirigiéndome una mirada iluminada.
—Caramba, Mary, del resultado de esta búsqueda depende tu fortuna. Me parece que no estás lo bastante emocionada. ¡Imagínate lo que debe ser hacerte rica y tener el mundo a tus pies.
Sentí un ligero estremecimiento de alegría en mi corazón al observar que aquel prospecto no provocaba en ella ninguna muestra de entusiasmo. Por el contrario, levantó su orgullosa cabeza como si aquel asunto fuese de poco interés.
—Lo que sí me preocupa es el señor Thaddeus Sholto —dijo—. Todo lo demás carece de importancia. Pero creo que él se ha portado en todo momento como un hombre absolutamente decente y honorable, y nuestro deber es librarlo de esa terrible e infundada acusación.
Estaba ya anocheciendo cuando me marché de Camberwell y cuando llegué a casa era completamente de noche. El libro y la pipa de mi compañero estaban junto a su sillón, pero él se había esfumado. Eché un vistazo con la esperanza de encontrar una nota, pero no había ninguna.
—¿Ha salido el señor Holmes? —le pregunté a la señora Hudson cuando entró para bajar las persianas.
—No, señor. Está en su habitación. ¿Sabe usted, señor? —dijo, bajando la voz hasta convertirla en un impresionante susurro—. Temo por su salud.
—¿Por qué dice eso, señora Hudson?
—¡Es que es tan raro! Cuando se marchó usted, se puso a andar de un lado a otro, arriba y abajo, arriba y abajo, hasta que llegué a hartarme de oír sus pasos. Luego le oí hablar y cuchichear solo, y cada vez que sonaba el timbre salía a la escalera a preguntar: “¿Quién es, señora Hudson?”. Y ahora se ha metido en su cuarto, dando un portazo, pero le oigo pasear lo mismo que antes. Ojalá no se ponga enfermo, señor. Me atreví a decirle algo sobre tomar un calmante y me miró con una mirada que no sé ni cómo pude salir de la habitación.
—No creo que haya motivos para preocuparse, señora Hudson —respondí—. Ya lo he visto así otras veces. Tiene algún asunto en la cabeza que no le deja tranquilo.
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