Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle
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Название: Obras completas de Sherlock Holmes

Автор: Arthur Conan Doyle

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección Oro

isbn: 9788418211201

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СКАЧАТЬ donde puedo descifrarla. En cuanto a su aspecto personal, desde luego tiene que ser de edad madura y tiene que estar tostado por el sol después de haber cumplido condena en un horno como las islas Andaman. La estatura se deduce fácilmente de la longitud de sus pasos, y sabemos que tenía barba, porque la barba fue lo único en que se fijó Thaddeus Sholto cuando lo vio en la ventana. No sé si queda algo más.

      —¿El cómplice?

      —Ah, sí, en eso no hay mucho misterio. Pero muy pronto lo sabrá usted todo. ¡Qué agradable es el aire de la mañana! Mire cómo flota aquella nubecilla. Parece una pluma rosa de un flamenco gigante. Y ya asoma el borde rojo del sol sobre las nubes de Londres. Lucirá sobre muchísima gente, pero me atrevería a apostar que entre ella no hay nadie que esté enfrascado en una tarea tan extraña como la nuestra. ¡Qué pequeños nos sentimos, con nuestras insignificantes ambiciones y conflictos, en presencia de las grandes fuerzas elementales de la Naturaleza! ¿Qué tal lleva la lectura de Jean-Paul?

      —Bastante bien. Lo descubrí gracias a Carlyle.

      —Eso es como remontar el río hasta llegar al lago donde nace. Pues este hombre dice una cosa muy curiosa pero muy profunda: que la principal prueba de la grandeza del hombre está en su capacidad de percibir su propia pequeñez. Eso demuestra una capacidad de comparación y apreciación que es, en sí misma, una prueba de nobleza. Hay mucho alimento para la mente en Richter. No lleva usted pistola, ¿verdad?

      —Llevo mi bastón.

      —Es posible que necesitemos algo por el estilo si llegamos hasta su guarida. A Jonathan se lo dejo a usted, pero si el otro se pone desagradable, tendré que matarlo de un tiro.

      Mientras hablaba, sacó su revólver y, tras cargar dos de las recámaras, volvió a guardárselo en el bolsillo derecho de la chaqueta.

      Durante todo aquel tiempo nos habíamos dejado guiar por Toby, siguiendo las carreteras semirrurales, flanqueadas de mansiones, que conducen a la metrópoli. Pero ahora empezábamos a meternos ya en calles continuas, donde los trabajadores y obreros del puerto se habían puesto ya en movimiento, mientras mujeres desaliñadas abrían las ventanas y barrían los escalones de las puertas. Los bares de tejado plano de las esquinas habían comenzado ya el negocio, y de ellos salían hombres de aspecto rudo, limpiándose la barba con la manga después de su trago matutino. Perros extraños iban de un lado a otro y nos miraban con curiosidad cuando pasábamos, pero nuestro inimitable Toby no desvió la mirada ni a la derecha ni a la izquierda y siguió trotando hacia delante, con el hocico pegado al suelo y soltando de vez en cuando un gañido de ansiedad que indicaba que el rastro estaba claro.

      Habíamos atravesado Streatham, Brixton y Camberwell, y ahora nos encontrábamos en Kennington Lane, después de habernos desviado por las callejuelas laterales al este del Oval. Parecía que los hombres que perseguíamos habían seguido una curiosa ruta en zigzag, probablemente con objeto de no llamar la atención. Al final de Kennington Lane habían torcido a la izquierda por Bond Street y Miles Street. Esta última calle desemboca en Knight’s Place, y allí Toby dejó de avanzar y empezó a correr de un lado a otro, con una oreja levantada y la otra caída, convertido en la perfecta imagen de la indecisión canina. Luego se puso a andar en círculos, mirándonos de vez en cuando como si solicitara nuestra simpatía en aquel momento de vergüenza.

      —¿Qué demonios le pasa al perro? —gruñó Holmes—. Seguro que no tomaron un coche ni se fueron volando en globo.

      —Puede que se detuvieran aquí un rato —sugerí.

      —¡Ah! Todo va bien. Ahí va de nuevo —dijo mi compañero, en tono de alivio.

      Efectivamente, después de olfatear una vez más por todas partes, el perro parecía haber tomado de pronto una decisión y se había puesto en marcha, moviéndose con una energía y una determinación que no había mostrado hasta entonces. El olor parecía ser mucho más fuerte que antes, porque ya ni siquiera tenía que arrimar el hocico al suelo, sino que tiraba de la cuerda intentando echar a correr. Por la manera en que brillaban los ojos de Holmes, supe que nos acercábamos al final de nuestro recorrido.

      Nuestro camino ahora bajaba por Nine Elms hasta llegar al gran almacén de maderas de Broderick y Nelson, pasada la taberna del Águila Blanca. Allí, el perro, excitado hasta el frenesí, se metió por una puerta lateral del almacén, donde ya había aserradores trabajando. Avanzó a la carrera entre el aserrín y las virutas, recorrió un callejón, torció por un pasillo entre dos pilas de maderos y por fin, con un ladrido de triunfo, se subió de un salto a un gran barril, colocado aún sobre la carretilla en la que lo habían traído. Con la lengua fuera y los ojos parpadeantes, Toby se quedó encima del barril, mirándonos a Holmes y a mí en espera de alguna señal de aprobación. Las duelas del barril y las ruedas de la carretilla estaban manchadas de un líquido oscuro y todo el ambiente estaba cargado de olor a creosota.

      Sherlock Holmes y yo nos miramos sin expresión el uno al otro y luego estallamos simultáneamente en un incontenible ataque de risa.

      Capítulo VIII:

      Los Irregulares de Baker Street

      —¿Y ahora, qué? —pregunté—. Toby ha perdido su reputación de infalible.

      —Ha actuado según su entendimiento —dijo Holmes, bajándolo del barril para sacarlo del almacén—. Si se piensa en la cantidad de creosota que se transporta por Londres cada día, no puede extrañar que el rastro se haya cruzado con otro. Ahora se utiliza mucho la creosota, sobre todo para tratar la madera. El pobre Toby no tiene la culpa.

      —Habrá que volver al rastro principal, supongo.

      —Sí. Por suerte, no tendremos que ir lejos. Está claro que lo que desconcertó al perro en la esquina de Knight’s Place fue que allí había dos rastros diferentes, que iban en direcciones opuestas. Hemos seguido el que no era, y lo único que tenemos que hacer ahora es seguir el otro.

      No tuvimos ninguna dificultad. En cuanto llevamos a Toby al sitio en el que había cometido el error, recorrió un amplio círculo y por fin salió disparado en una nueva dirección.

      —Habrá que tener cuidado de que no nos lleve ahora al lugar de donde vino el barril de creosota —comenté.

      —Ya había pensado en ello. Pero fíjese en que ahora va por la acera, mientras que el barril iba por la calzada. No, esta vez seguimos la pista buena.

      El rastro bajaba hacia la ribera del río, pasando por Belmont Place y Prince’s Street. Al final de Broad Street llegamos hasta la orilla misma, donde había un pequeño muelle de madera. Toby nos condujo hasta el borde del embarcadero y allí se paró, gimiendo y mirando la negra corriente de agua que pasaba a sus pies.

      —Se nos acabó la suerte —dijo Holmes—. Han tomado una embarcación.

      Amarrados al borde del muelle había varios pontones y esquifes pequeños. Hicimos que Toby los recorriera de uno en uno pero, por mucho que olfateó, no dio ninguna señal.

      Cerca del tosco embarcadero había una casita de ladrillo con un letrero de madera colgado de la ventana del primer piso. En él se leía, pintado en letras grandes, “Mordecai Smith”, y debajo “Se alquilan embarcaciones por horas y por días”. Un segundo letrero, encima de la puerta, nos informó de que disponían de una lancha de vapor, información que quedaba confirmada por un gran montón de carbón que había en el muelle. Sherlock Holmes miró lentamente a nuestro alrededor y su rostro adoptó una expresión ominosa.

      —Esto no me gusta —dijo—. Estos fulanos СКАЧАТЬ