Novelas completas. Jane Austen
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Читать онлайн книгу Novelas completas - Jane Austen страница 61

Название: Novelas completas

Автор: Jane Austen

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección Oro

isbn: 9788418211188

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СКАЧАТЬ esto me ha pesado en la mente sin haber podido hablar de ello a nadie en el mundo; sabiendo que, cuando lo supieran, tú y mi madre serían enormemente desgraciadas, e incluso así impedida de prepararlas para ello ni en lo más mínimo. Me lo contó... de alguna manera me fue impuesto por la misma persona cuyo más antiguo compromiso destrozó todas mis expectativas; y me lo contó, así lo pensé, con aire de triunfo. Tuve, por tanto, que vencer las sospechas de esta persona intentando parecer indiferente allí donde mi interés era más hondo. Y no ha sido solo una vez; una y otra vez he tenido que escuchar sus esperanzas y alegrías. Me he sabido separada de Edward para siempre, sin saber ni siquiera una circunstancia que me hiciera desear menos la unión. Nada hay que lo haya hecho menos digno de estima, ni nada que asegure que le soy indiferente. He tenido que luchar contra la mala voluntad de su hermana y la insolencia de su madre, y he sufrido los castigos de querer a alguien sin lucrarme de sus ventajas. Y todo esto ha estado ocurriendo en momentos en que, como tan bien lo sabes, no era el único dolor que me afligía.

      Si puedes creerme capaz de sentir alguna vez... con toda seguridad podrías suponer que he sufrido ahora. La tranquila mesura con que actualmente he llegado a tomar lo ocurrido, el consuelo que he estado dispuesta a aceptar, han sido producto de un titánico esfuerzo; no llegaron por sí mismos; en un comienzo no contaba con ellos para aliviar mi espíritu... no, Marianne. Entonces, si no hubiera estado ligada al silencio, quizá nada... ni siquiera lo que le debía a mis amigos más queridos... me habría impedido mostrar abiertamente que era muy desgraciada.

      Marianne estaba completamente consternada.

      —¡Ay, Elinor! —exclamó—. Me has hecho odiarme para siempre. ¡Qué desalmada he sido contigo! Contigo, que has sido mi único alivio, que me has acompañado en toda mi miseria, ¡que parecías sufrir únicamente por mí! ¿Así es como te lo agradezco? ¿Es esta la única recompensa que puedo ofrecerte? Porque tu valía me aplastaba, he estado intentando desconocerla.

      A esta confesión siguieron las más tiernas caricias. Dado el estado de ánimo en que se encontraba ahora, Elinor no tuvo dificultad alguna para obtener de ella todas las promesas que requería; y a pedido suyo, Marianne se comprometió a no tocar nunca el tema con la más mínima apariencia de amargura; a estar con Lucy sin dejar traslucir el menor incremento en el desagrado que sentía por ella; e incluso a ver al mismo Edward, si el azar los juntaba, sin disminuir en nada su habitual cordialidad. Todas eran grandes concesiones, pero cuando Marianne sentía que había hecho algún daño, nada que pudiera hacer para repararlo le parecía mucho.

      Cumplió con creces su promesa de ser discreta. Prestó atención a todo lo que la señora Jennings tenía que decir sobre el tema sin mudar de color, no discrepó con ella en nada, y tres veces se la escuchó decir “Sí, señora”. Su única reacción al escucharla alabar a Lucy fue cambiar de asiento, y cuando la señora Jennings mencionó el cariño de Edward, tan solo se le hizo un nudo en la garganta. Tantos avances en el heroísmo de su hermana hicieron que Elinor se sintiera capaz de afrontar todo.

      La mañana siguiente las puso otra vez a prueba con la visita de su hermano, que llegó con un aspecto muy serio a discutir el nefasto asunto y traerles noticias de su esposa.

      —Habrán sabido, supongo —les dijo con gran solemnidad, no bien se hubo sentado—, del excepcional descubrimiento que ayer tuvo lugar bajo nuestro techo.

      Todos hicieron gestos de asentimiento; parecía un momento demasiado sublime para las palabras.

      —Mi esposa —continuó— ha sufrido lo indecible. También la señora Ferrars... en suma, ha sido una escena muy difícil y dolorosa; pero confío en que capearemos la tormenta sin que ninguno de nosotros resulte demasiado deprimido. ¡Pobre Fanny! Estuvo con ataques histéricos todo el día de ayer. Pero no desearía alarmarlas demasiado. Donovan dice que no hay nada demasiado importante que temer; es de buena naturaleza y capaz de enfrentarse a cualquier cosa. ¡Lo ha sobrellevado con la entereza de un ángel! Dice que no volverá a pensar bien de nadie; ¡y no es de extrañar, tras haber sido engañada en esa forma! Recibir tanta ingratitud tras mostrar tanta bondad y entregar tanta confianza. Fue obedeciendo a la generosidad de su corazón que invitó a estas jóvenes a su casa; simplemente porque pensó que se merecían algunas atenciones, que eran unas muchachas inofensivas y bien educadas y que serían una compañía agradable; porque por otra parte ambos deseábamos enormemente haberte invitado a ti y a Marianne a quedarse con nosotros, mientras la gentil amiga donde se están quedando ahora atendía a su hija. ¡Y ahora verse así recompensados! “Con todo el corazón”, dice la pobre Fanny con su modo cariñoso, “deseaba que hubiéramos invitado a tus hermanas en vez de a ellas”.

      Hizo en este momento una pausa, aguardando los agradecimientos del caso; y habiéndolos conseguido, continuó.

      —Lo que sufrió la pobre señora Ferrars cuando Fanny se lo contó, es indescriptible. Mientras ella, con el más sincero afecto, había estado planificando la unión más conveniente para él, ¡cómo pensar que todo el tiempo él había estado comprometido con otra persona! ¡No se le habría pasado por la mente sospechar algo así! Y si hubiera sospechado la existencia de cualquier predisposición de parte de él, no la hubiera buscado por ese lado. “Ahí, se los aseguro”, dijo, “me habría sentido a salvo”. Ha sido un verdadero calvario para ella. Conversamos entre nosotros, entonces, sobre cómo debía obrarse, y finalmente ella decidió enviar a buscar a Edward. Él acudió. Pero me es muy triste contarles lo que sucedió. Todo lo que la señora Ferrars pudo decir para inducirlo a poner fin al compromiso, reforzado, como pueden suponer, por mis argumentos y las súplicas de Fanny, resultó inútil. El deber, el cariño, todo lo despreció. Jamás había pensado que Edward fuese tan empecinado, tan insensible. Su madre le explicó los generosos proyectos que tenía para él, en caso de que se casase con la señorita Morton; le dijo que le traspasaría las propiedades de Norfolk, las cuales, descontando las contribuciones, producen sus buenas mil libras al año; incluso le ofreció, cuando las cosas se pusieron mal, subirlo a mil doscientas; y por el contrario, si persistía en esta unión tan desventajosa, le describió las inevitables penurias que acompañarían su matrimonio. Le insistió en que las dos mil libras de que personalmente dispone serían todo su haber; no lo volvería a ver nunca más; y estaría tan lejos de prestarle la menor ayuda, que si él fuera a asumir cualquier profesión con miras a obtener un mejor ingreso, haría todo lo que estuviera en su mano para impedirle progresar en ella.

      Ante esto, Marianne, en un arrebato de indignación, golpeó sus manos exclamando:

      —¡Dios santo! ¡Cómo es posible!

      —Bien puede sorprenderte, Marianne —replicó su hermano—, la obstinación capaz de resistir argumentos como esos. Tu exclamación es absolutamente lógica.

      Marianne iba a protestar, pero recordó sus promesas, y se frenó.

      —Todos estos esfuerzos, sin embargo —continuó él—, fueron inútiles. Edward dijo muy poco; pero cuando habló, lo hizo de la manera más decidida. Nada podría convencerlo de renunciar a su compromiso. Cumpliría con él, costase lo que costase.

      —Entonces —exclamó la señora Jennings con súbita sinceridad, incapaz de seguir guardando silencio—, ha actuado como un hombre honrado. Le ruego me perdone, señor Dashwood, pero si él hubiera hecho otra cosa, habría pensado que era un villano. En algo me incumbe este asunto, al igual que a usted, porque Lucy Steele es prima mía, y creo que no hay mejor muchacha en el mundo, ni otra más merecedora de un buen marido.

      John Dashwood no cabía en sí de asombro; pero era tranquilo por naturaleza, poco dado a irritarse, y nunca tenía intenciones de ofender a nadie, en especial a nadie con dinero. Fue así que replicó, sin ningún rencor:

      —Por nada del mundo hablaría yo sin respeto de algún familiar suyo, señora. La señorita Lucy Steele es, СКАЧАТЬ