Название: Novelas completas
Автор: Jane Austen
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Colección Oro
isbn: 9788418211188
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Se había vuelto tan indiferente a su vestimenta y apariencia, que en todo el tiempo que dedicaba a su arreglo no les prestaba ni la mitad de la atención que recibían de la señorita Steele en los primeros cinco minutos que estaban juntas, después de estar lista. Nada escapaba a su minuciosa impertinencia y amplia curiosidad; veía todo y preguntaba todo; no quedaba satisfecha hasta saber el precio de cada parte del vestido de Marianne; podría haber calculado cuántos trajes tenía mejor que la misma Marianne; y no perdía las esperanzas de descubrir antes de que se dejaran de ver, cuánto gastaba semanalmente en lavado y de cuánto disponía al año para sus gastos propios. Más aún, la insistencia de este tipo de escrutinios se veía coronada por lo general con un cumplido que, aunque pretendía ir de añadidura al resto de los halagos, era recibido por Marianne como la mayor indelicadeza de todas; pues, tras ser sometida a un examen que cubría el valor y hechura de su vestido, el color de sus zapatos y su peinado, estaba casi segura de escuchar que “según su opinión se veía de lo más elegante, y apostaría que iba a hacer muchísimas conquistas”.
Con estas enardecidas palabras fue despedida Marianne en la actual ocasión mientras se dirigía al carruaje de su hermano, el cual estaba preparado para abordar cinco minutos después de tenerlo ante su puerta, puntualidad no muy grata a su cuñada, que las había precedido a la casa de su amiga y esperaba allí alguna demora de parte de las jóvenes que pudiera incomodarla a ella o a su cochero.
Los acontecimientos de esa noche no tuvieron nada de extraordinario. La reunión, como todas las veladas musicales, incluía a una buena cantidad de personas que encontraba inmenso placer en el espectáculo, y muchas más que no conseguían ninguno; y, como siempre, los ejecutantes eran, en su propia opinión y en la de sus amigos íntimos, los mejores concertistas privados de Inglaterra.
Como Elinor no tenía talentos musicales, ni deseaba tenerlos, sin grandes escrúpulos desviaba la mirada del gran piano cada vez que deseaba hacerlo, y sin que ni la presencia de un arpa y un violoncelo se le impidieran, contemplaba con placer cualquier otro objeto de la estancia. En una de estas miradas errabundas, vio en el grupo de jóvenes al mismísimo de quien habían escuchado toda una conferencia sobre estuches de mondadientes en la joyería del señor Gray. Poco después lo vio mirándola a ella, y hablándole a su hermano con toda familiaridad; y acababa de decidir que averiguaría su nombre con este último, cuando ambos se le acercaron y el señor Dashwood se lo presentó como el señor Robert Ferrars.
Se dirigió a ella con desenvuelta cortesía y torció su cabeza en una inclinación que le hizo ver tan claramente como lo habrían hecho las palabras, que era exactamente el fanfarrón que le había descrito Lucy. Habría sido una suerte para ella si su afecto por Edward dependiera menos de sus propios méritos que del mérito de sus parientes más cercanos. Pues en tales circunstancias la inclinación de cabeza de su hermano le habría dado la puntilla final a lo que el mal humor de su madre y hermana habrían iniciado. Pero mientras reflexionaba con extrañeza sobre la diferencia entre los dos jóvenes, no le ocurrió que el vacío y orgullo de uno le quitara toda benevolencia de juicio hacia la modestia y valía del otro. Por supuesto que eran diferentes, le explicó Robert al describirse a sí mismo en el transcurso del cuarto de hora de conversación que mantuvieron; refiriéndose a su hermano, lamentó la extremada radicalización que, según él, le impedía alternar en la buena sociedad, atribuyéndola imparcial y generosamente mucho menos a una forma de ser innata que a la desgracia de haber sido educado por un preceptor particular; mientras que en su caso, aunque probablemente sin ninguna superioridad natural o material en especial, por la sencilla razón de haber gozado de las ventajas de la educación privada, estaba tan bien equipado como el que más para conquistar en el mundo.
—A fe mía —añadió—, creo que de eso se trata todo, y así se lo digo con frecuencia a mi madre cuando se lamenta por ello. “Mi querida señora”, le digo siempre, “no debe seguir preocupándose. El daño ya es irreparable, y ha sido por completo obra suya. ¿Por qué se dejó persuadir por mi tío, sir Robert, en contra de su propio juicio, de colocar a Edward en manos de un preceptor particular en el momento más crítico de su vida? Si tan solo lo hubiera enviado a Westminster como lo hizo conmigo, en vez de enviarlo al establecimiento del señor Pratt, todo esto se habría evitado”. Así es como siempre considero todo este asunto, y mi madre está completamente convencida de su equivocación.
Elinor no contradijo su opinión, puesto que, más allá de lo que creyera sobre las ventajas de la educación privada, no podía mirar con ningún tipo de satisfacción la estada de Edward en la familia del señor Pratt.
—Creo que ustedes viven en Devonshire —fue su siguiente observación—, en una casita de campo cerca de Dawlish.
Elinor lo corrigió en cuanto al emplazamiento, y a él pareció sorprenderle que alguien pudiera vivir en Devonshire sin vivir cerca de Dawlish. Le otorgó, sin embargo, su más cálida aprobación al tipo de casa de que se trataba.
—Por mi parte —dijo—, me apasionan las casas de campo; tienen siempre tanto confort, tanta elegancia. Y, lo prometo, si tuviera algún dinero de sobra, compraría un pequeño terreno y me construiría una próxima a Londres, adonde pudiera ir en cualquier instante, reunir a unos pocos amigos en torno mío y pasármelo bien. A todo el que piensa edificar algo, le aconsejo que construya una pequeña casa de campo. Un amigo, lord Courtland, se me acercó hace algunos días con el deseo de solicitar mi consejo, y me presentó tres proyectos de Bonomi6. Yo debía elegir el mejor de ellos. “Mi querido Courtland”, le dije enseguida, arrojando los tres al fuego, “no aceptes ninguno de ellos, pero sea como fuere constrúyete una casita de campo”. Y creo que con eso se lo dije todo. Algunos piensan que allí no habría comodidades, no habría espacio, pero están totalmente equivocados. El mes pasado estuve en casa de mi amigo Elliott, cerca de Dartford. Lady Elliott deseaba ofrecer un baile. “Pero, ¿cómo hacerlo?”, me dijo. “Mi querido Ferrars, por favor dígame cómo organizarlo. No hay ni una sola pieza en esta casita donde quepan diez parejas, ¿y dónde puede servirse la cena?”. Yo advertí pronto que no habría ninguna dificultad para ello, así que le dije: “Mi querida lady Elliott, no pase cuidado. En el comedor caben dieciocho parejas con holgura; se pueden colocar mesas para naipes en la salita; puede abrirse la biblioteca para servir té y otros refrescos; y haga servir la cena en el salón”. A lady Elliott le gustó la idea. Medimos el comedor y vimos que daba cabida justo a dieciocho parejas, y todo se dispuso precisamente según mi proyecto. De hecho, entonces, puede ver que basta saber arreglárselas para disfrutar de las mismas comodidades en una casita de campo o en la mansión más amplia.
Elinor estuvo de acuerdo con todo ello, porque no creía que él mereciera el cumplido de una oposición racional.
Como John Dashwood disfrutaba tan poco con la música como la mayor de sus hermanas, también había dejado a su mente en libertad de pensar; y fue así que esa noche se le ocurrió una idea que, al volver a casa, sometió a la aprobación de su esposa. La reflexión sobre el error de la señora Dennison al suponer que sus hermanas estaban hospedadas con ellos le había sugerido lo apropiado que sería tenerlas realmente como huéspedes mientras los compromisos de la señora Jennings la mantenían alejada del hogar. El gasto sería mínimo, y no mucho más los inconvenientes; y era, en definitiva, una atención que la delicadeza de su conciencia le señalaba como requisito para liberarse por completo de la promesa hecha a su padre. Fanny se asustó ante esta propuesta.
—No veo cómo podría llevarse a cabo —dijo—, sin ofender a lady Middleton, puesto que pasan todos los días con ella; de no ser así, me complacería mucho hacerlo. Sabes bien que siempre estoy dispuesta a brindarles todas las atenciones que me son posibles, y así lo demuestra el hecho de haberlas llevado conmigo esta noche. Pero son invitadas de lady Middleton. ¿Cómo puedo pedirles que la dejen?
Su esposo, aunque con gran humildad, no veía que sus peros fueran apabullantes.
—Ya СКАЧАТЬ