Somos luces abismales. Carolina Sanín
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Somos luces abismales - Carolina Sanín страница 7

Название: Somos luces abismales

Автор: Carolina Sanín

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9789874941718

isbn:

СКАЧАТЬ es como pueblo La Era: de camino a la montaña, me detengo en un vivero. Avanzo por entre las filas de árboles pequeños con el encargado y le pregunto cómo se llama este, cómo aquel. Los arbolitos en fila parecen como en una escuela. No pregunto qué edad tienen ni qué tan rápido crecen. Sé que, como a mis alumnos, no los veré cuando hayan alcanzado su mayor altura: entonces estaré a la bajura de sus raíces.

      Llego a mi terreno y le escojo a cada uno el lugar donde vivirá toda su vida. Este va aquí, ese allá. Abro el hueco y siento que cavo para enterrarme, y siento que excavo para hacer un descubrimiento: un trozo de un cuenco de cerámica que un muisca rompió hace quinientos años sin querer.

      Dejo la pala, que me pesa mucho, y me paso a sacar la tierra con las manos. ¿Esta tierra entre las manos se siente como qué? Se siente derrumbándose. Como ruinas. Como huevos. Como una antigua piedra. Como harina para hacer pan. Como harina para hacer una cocina, una casa.

      Pongo el árbol en el hueco. Me confunde la maraña oscura de sus raíces, inseparables de la tierra que traen pegada del vivero. El árbol queda enterrado, de pie, recién nacido, aunque nació lejos de aquí.

      ¿Cuándo nace un árbol? ¿Se dice que nace cuando un ojo humano advierte el primer brote que sobresale de la tierra? Pero, para entonces, el árbol ya ha crecido. ¿No sucede afuera el nacimiento, sino dentro de la semilla? ¿O no nacen los árboles, sino que siempre están, de fruto en semilla y de semilla en fruto, siguiéndose a sí mismos?

      Sigo caminando, atravesando mi ladera, y unos metros más allá planto el árbol siguiente. Abro el hoyo, saco la lombriz, pongo el árbol, relleno el hoyo, vuelvo a poner la lombriz, derramo agua alrededor. Sin planes y sin correcciones. A punta de ver y de querer. Pongo los árboles donde siento que ellos ya están crecidos en un jardín que existe en otro lado. Mi jardín no procede de mi juicio, sino de mi descanso.

      Hago a mi semejanza mi jardín en la montaña. Es el jardín de donde vengo y para el que fui hecha con barro de su mismo suelo. No lo hago, pues ya quedó hecho desde el principio del tiempo, sino que sueño con el jardín que yo podría ser.

      Todo va quedando donde está.

      Y luego todo se verá distinto.

      Algunos sábados mi padre nos llevaba a la finca de los abuelos, que estaba en tierra templada. Había un cafetal, naranjos y un cisne en una bañera. Los niños vomitábamos por la carretera, y luego, en el comedor, bebíamos jugo de naranja tibio, que sabía a vómito. Las naranjas se dejaban al sol. En la pared del comedor había un mural: una tortuga con ruedas y un cristo clavado en un trébol. Lo pintó mi tío, que se murió en otra carretera llena de curvas antes de que yo naciera.

      La grama estaba llena de hojitas de dormidera entre los tréboles. Uno pasaba el dedo por el espinazo de las hojas y ellas se iban cerrando, párpado contra párpado, como ojos ciegos que eran las manos de la hierba.

      Yo escribía “los abedules”. Y también escribía “los abetos”. Ponía nombres de árboles en cuentos y en poemas. Tenía diez años y había resuelto que para que las cosas que inventaba no fueran mentiras sino obras –para que estuvieran dichas por alguien verdadero– debía mencionar en ellas árboles que no había visto. Si alguien me hubiera preguntado, por ejemplo, si esos árboles perdían o no las hojas, me habría parecido tan raro como si me hubiera pedido que describiera la textura de las paredes de un sueño. Yo había leído esos nombres en un libro, o los había oído en canciones. Había vivido poco y mencionar aquellos árboles era decir que viajaba. Que podía traer palabras de otro lado. “Abeto” y “abedul” eran países muy lejanos en los que había habido una vez. El árbol, la vida que era una palabra, era mi reino.

      No sé si el potro que nos salió al paso va a ser, cuando se alce, alazán o colorado. Con el tiempo se le aclarará el pelaje o se ennegrecerá. No va a quedar como es ahora, que es color de potro. Cuando acabe su corta vida sin el freno, va a transformarse en un animal distinto, domado y redomado. Si vuelvo a verlo, no recordaré que ya lo he visto.

      Miro las fotos que le tomé: tenía una mancha blanca en la frente, un lucero, mi caballo.

      Su potrero debe de formar parte de una hacienda cuya casa no se ve desde el camino: una de esas propiedades de los ricos bogotanos que pasan cabalgando los domingos, ensombrerados, embotados, sobre el animal que va mordiendo el hierro, contradictorios caballeros que aspiran a ser veloces y a lastrar al mismo tiempo.

      Esa mañana, además de los borracheros, habíamos plantado aquel cerezo de los que mi madre cría en su casa. Ella pone a secar la semilla en la ventana; luego, la coloca sobre un copo abierto de algodón, en la boca de un vaso lleno de agua. La semilla germina, y mi madre la traslada a una maceta. Cuando el arbolito ha crecido, me lo da para La Era o lo trasplanta a la calle. Lo pone junto al cordón de la acera, o en el separador de una avenida, o en un parque, sin permiso. Cuando las plantas que tiene en su apartamento crecen demasiado para el cielorraso, también las planta afuera: Saqué la cheflera el otro día.

      Yo voy por Bogotá sabiendo qué árboles son los hijos de mi madre, con los que ella ignora la ley que dice que lo que está afuera es del gobierno. Su otro hijo, mi hermano, es jardinero en Nueva York, donde emigró hace veinte años. He paseado con él por Manhattan y de repente me ha señalado un arce que plantó en la acera y ya ha cambiado varias veces de color, o una isla de flores que fundó frente a una portería.

      Por esa gentileza atrevida de mi madre, por esa libertad con que verdece la ciudad vencida y sucia, puedo perdonarle cualquier desayuda que crea que debo perdonarle. En mi lote sus cerezos vivos crecen del montón de leña que Abrahán dispuso para hacer la hoguera donde iba a inmolar a su hijo en obediencia a Dios. Las ramas suben al cielo en lugar de las llamas en las que todos los hijos hemos estado a punto de ser sacrificados. Pienso en el ángel que impidió el sacrificio de Isaac y también en el carnero que Dios hizo aparecer, trabado por los cuernos en un zarzal, para que reemplazara al niño en la hoguera. Recuerdo la maraña donde quedó atrapado el carnero, y me la figuro como aquella peluca enredada que es el mal, y pienso que los hijos perdonamos a los padres mientras pedimos perdón por la muerte del carnero.

      El motociclista dejó la moto y avanzó a pie hacia nosotras y hacia el potro. Sabía qué hacer y explicárnoslo habría sido un desperdicio. Sigiloso. De repente giró hacia la derecha. Pasó por debajo de la alambrada de púas y se internó unos veinte metros en el cultivo de papa. Luego emprendió el camino de regreso hacia la cerca, pero describiendo una curva abierta, de modo que, cuando salió de nuevo a la carretera, apareció mucho más adelante.

      Eso se llama una parábola.

      Entonces se vino a grandes pasos, derecho por detrás del potro, que al sentirlo salió galopando hacia nosotras y hacia el carro, nos pasó de largo, y ya parecía que iba a desbocarse cuando giró de repente y conoció su potrero y entró en él por el mismo hueco en la alambrada por el que había salido.

      Ya no se movía como un motor, revolucionándose penoso, sino que iba amorosamente movido a su lugar.

      Oímos el relincho de la madre verdadera y la vimos.

      Resultó que vivía con las ovejas.

      El motociclista se había hecho invisible para aparecerse más allá como si fuera otro, fingir que iba a cazar al potro y, espantándolo, ayudarlo.

      Quiero entrar en la vida del potro que es dos: el que salió a la carretera, que se quedó sin madre por un momento y se creyó perdido, y el que al rato ya estaba con la yegua nuevamente y sabía que nunca había estado perdido; quiero estar en la vida del potro para saber entrar en el camino y СКАЧАТЬ