Somos luces abismales. Carolina Sanín
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Название: Somos luces abismales

Автор: Carolina Sanín

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9789874941718

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СКАЧАТЬ en medio del camino, pero también andaba por el borde: entre perderse y hacerse soberano; entre querer campear y no querer. Tenía el poder de irse, pero no el poder para seguir.

      Consumía su fuerza en visibilidad.

      La fuerza aparecía

      y se escondía.

      A un lado de la carretera, detrás de unos alambres de púas, había un cultivo de papa florecido de morado. Al otro lado, detrás de otra alambrada, pastaba un rebaño de ovejas blancas carinegras. El potro no estaba ni con ellas ni con las flores de la papa. Estaba en el centro y era un mundo aparte. No estaba con nosotras, pero nosotras, tan pronto como lo vimos, nos pasamos a su órbita: ovejas, flores, papas enterradas, mi madre y yo, y el carro en el que íbamos: ojos prendidos a la crin.

      —¡Un potrico!

      Apareció solo, como un milagro, después de que tomamos una curva.

      Los milagros son lo más solo que existe.

      Parecía que el mundo pudiera hacer cualquier cosa con el potro.

      Parecía que, en el potro, nuestro mundo se hubiera hecho.

      Algo inquieto y frágil es apabullante.

      Mi madre y yo veníamos de una tierra que tengo en Analema, en la montaña. Ella, antes de la curva, había dicho: “¿Y si ponemos en la huerta rabanitos?”, y yo entendí que decía: “¿Y si paramos en La Huerta Rabanitos?”. Pensé que ese era el nombre de un restaurante que ella conocía y donde quería que almorzáramos. Me dije que qué nombre más ridículo, pero tierno además de ridículo. ¿Y qué tal que un aeropuerto se llamara así, Aeropuerto Internacional Huerta Rabanitos? Lo imaginé como un aeropuerto de vereda, pero internacional, y allá quedó abajo en el valle, imaginado, cuando dimos la curva y se nos apareció trotando el potro flaco.

      Nos detuvimos en el carro.

      El potro se detuvo.

      Se volvió y nos dio la frente.

      Detrás de nosotras se apeó un motociclista.

      Al sentir el movimiento, el potro dio la cola y volvió a trotar para alejarse.

      Una vez más se detuvo.

      Era abrupto.

      —¡Qué divino!

      Ni siquiera pareció quedarse quieto cuando paró como para sentir lo que hacía y saber dónde lo hacía. En él todo se agitaba. Pensé en un motor. Las ovejas se asomaron a la cerca. Él relinchó y allá contestó la yegua, donde no podíamos verla. ¡Madre!, ¡madre! ¡Hijo!, ¡hijo! O: ¡Aquí estoy!, ¡aquí estoy! ¿Dónde?, ¿dónde? O: ¡Soy yo!, ¡soy yo! ¿Quién?, ¿quién? O la yegua lo llamó primero, preguntó primero, y fue él quien contestó.

      Tal vez el potro era el eco de la madre, y tal vez ella era el eco de su eco.

      Mi madre temió que el motociclista lo raptara:

      —Quedémonos aquí.

      No habríamos podido pasar adelante, pues ahí estaba el potro, aterrado, en medio del camino.

      Dio unos pasos hacia el carro.

      Yo estaba haciendo un día de campo entre semana porque acababa de salir a vacaciones. La noche anterior había entregado las notas finales para la universidad, después de pasar el día corrigiendo trabajos de estudiantes. Ellos nunca recogen las últimas correcciones del semestre. Se han ido cuando los profesores las dejamos en la secretaría, y no vuelven hasta agosto, cuando ya se han olvidado. Los trabajos quedan archivados para siempre, o van a parar a la basura. Por eso no valdría la pena esmerarse en los comentarios; bastaría con leer, poner la nota y escribir una observación por si acaso hay quien la lea. Sin embargo, yo me senté a examinar cada oración de los cuentos que recibí al final del Taller de Narrativa. En mi oficina, mientras me demoraba, me preguntaba por qué bregaba así: Estoy haciendo un día de nada. Revisé palabra por palabra, sugerí construcciones alternativas, escribí comentarios en los márgenes y luego una crítica larga al final de cada texto. ¿Qué hago al hacer esto? Veía pasar el tiempo. O hacía de cuenta que las horas no pasaban. Era algo que nadie iba a ver y a nadie iba a servirle. ¿Esto es el trabajo duro, o es lo contrario del trabajo?

      Al día siguiente, vi el potro.

      El relincho de la madre parecía venir de una finca que acabábamos de dejar atrás en la carretera, pero también de otra de más adelante, por cuyo lado no habíamos pasado todavía. Al potro lo llamaban una madre y otra madre, la suya y no la suya, la de antes y una de después.

      —La yegua está allá.

      Me bajé del carro. Mi madre, desde adentro, señalaba hacia el frente. Desanduve el camino hacia el motociclista.

      —¿Sabe de dónde será ese potrico? Buenas.

      —Buenas. Ese es de ahí. Allá donde está la yegua.

      El motociclista señalaba hacia atrás, hacia la curva del camino. Tenía un overol de hule, como de ordeñar.

      El potro seguía llamando.

      Los relinchos de las madres se alternaban.

      Me alejé y golpeé el portón de la finca que creí que el motociclista me decía.

      —No, no es ahí. La mamá suena adelante –gritó mi madre, que me veía por el espejo.

      —Esa no es la entrada –gritó el motociclista desde atrás–. Es por acá.

      Señaló un potrero sin portillo.

      ¿Y si trato de tocarlo?

      Como si me hubiera oído el pensamiento, el potro corcoveó.

      Le tomé fotos.

      Nadie abrió el portón al que llamé, que en todo caso no daba paso al lugar que buscaba.

      Mi madre y yo no habíamos sembrado rabanitos esa mañana, pues huerta aún no hay en la fanegada y media que tengo en la montaña. Ella imagina que habrá –con tomates además de rábanos, me dijo–, y yo también lo imagino. Lo que por ahora hay en mi lote es un viejo huerto de manzanos y ciruelos, plantado por los dueños anteriores, y, dispersos por la ladera que da a la carretera, por la pequeña meseta y por la ladera opuesta, que baja hasta una quebrada, árboles y arbustos que yo he ido plantando.

      El día en que compré la tierra planté siete árboles, como los días de la semana, que son casas por las que las personas pasamos sucesivamente mientras estamos vivas, una y otra vez, hasta quedar en la séptima, que contiene las casas precedentes; siete como los cinco dedos de una mano más el índice y el pulgar de la otra mano, con los que saco un lápiz de entre un montón de leña imaginaria, de leña de cerezo dispuesta para encender una hoguera, y siete como los planetas de nuestro sol antes de que se descubrieran los dos últimos, que están muy lejos y en lo oscuro y que, para hacérseme visibles, toman el lugar de mis ojos cuando duermo y no veo árboles: Neptuno y Plutón, este ojo y ese ojo, que persiguen los otros siete ojos luminosos del espacio mientras la СКАЧАТЬ