Somos luces abismales. Carolina Sanín
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Название: Somos luces abismales

Автор: Carolina Sanín

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 9789874941718

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СКАЧАТЬ Como “quédate”.

      Dios plantó el jardín en Edén después de los seis días de la creación: es decir hoy, en el día eterno que no pasa, mientras hombres y mujeres transcurrimos por el tiempo de la historia, muriendo y trabajando. Cada sábado pretendemos descansar y encaminarnos al día del que vivimos desterrados. Entonces salimos al jardín, al parque, al campo. Nuestro descanso es el ansia de coincidir, entre las plantas, con el día de nuestra inmortalidad, lejano y simultáneo.

      Desde el primer día, he seguido yendo a mi lote cada sábado a plantar. Tengo guayacanes, tíbares, cedros, arrayanes, sangregados. Y alisos, que son suaves y metálicos. Son de fronda parca y parecen más discernibles que otros árboles: he creído que podría recordar todas las hojas de un aliso y saber que las recuerdo. Al verlos en el viento me parece que están a punto de sonar; que le ponen umbrales al campo, sortean el soplo y campanean.

      Antes de tener mi tierra, los sábados me colaba por debajo de las alambradas de fincas ajenas, quién sabe de quiénes; caminaba por bosques y potreros prohibidos, y me sentaba en las piedras a tratar de recordar que un día estaría bajo la tierra; que cuando muriera iba a quedar muerta, pues había entendido que eso era lo que había que recordar. En La Era, que es como llamé a mi fanegada y media, deberé aprender que la tierra no es de nadie.

      Por la noche, en la ciudad, después de cerrar los ojos, imagino cómo son en lo oscuro los árboles que he plantado. Me recuerdan que tengo que volver y ver, volver y ver, y me mantengo despertándome.

      El día del potro, cuando mi madre y yo llegamos a mi lote, una bandada de pájaros se alzó de los ciruelos. Me acerqué y vi las pepas mondas. Los pájaros se habían comido las frutas y habían dejado la semilla prendida a la rama, en el eje de su vida pasada.

      Plantamos un cerezo, que era regalo de mi madre, y dos borracheros, porque me contaron que protegen, y yo me había enterado de que a la finca grande que colinda con la mía se metieron los ladrones. El administrador de aquel lugar me mandó decir que tenía que poner un candado en mi cancela; que era obligación, aunque yo creyera que no tenía nada de robar. La finca que él administra pertenecía a una pareja de ancianos hasta hace pocos meses. También mi parcela era de ellos. Después de que yo se la compré, el banco les embargó el resto de la tierra, con la casa que habitaban.

      Entonces empezaron los males, o llegó el mal.

      Se puede figurar el mal como una peluca sucia, de pelos enredados, negra, descolorida, que nadie quiere ponerse y que uno tiene que ponerse tapándose el pelo natural. O mejor: tapándose la cara. El mal es esa peluca obligatoria usada como máscara, a la que uno no se puede resistir porque ella es la resistencia.

      Los males llegaron con el embargo del banco y la expulsión de la pareja de ancianos, pero también podría decirse que llegaron conmigo, pues cuando yo aparecí en esa montaña y compré mi casi hectárea, empezaron a sucederse o a hacerse manifiestos. (Aunque no se suceden los males, sino que se enredan, que es lo contrario de sucederse y también de manifestarse).

      El caso es que en la vecindad de mi parcela se han enredado los caminos. Los antiguos dueños de la finca grande se mudaron al pueblo y mataron a sus dos perros: dizque los perros vivos ya no les cabían en ningún lado. El banco remató la tierra. La compraron tres hombres que vinieron de lejos con el administrador del que hablé antes. Se les metieron los ladrones, como dije, y el administrador mandó tumbar como cien árboles.

      El lote se cundió de esa maleza con la que en Boyacá hacen las escobas.

      Mis vecinos nuevos llevan gafas oscuras y andan en camionetas de vidrios ahumados. He sospechado que tarde o temprano me sacarán de la montaña. Los vi una sola vez, cuando fueron a inaugurar su propiedad con un asado. Llenaron el aire de olor a carne muerta y esa música: Vinimos a gozar.

      ¿Qué es lo peor que podrán hacer en la tierra que van dejando sin sombra? ¿Parrandas?, ¿fumigar y fumigar?, ¿criar pollos hacinados? Cuando vi a esos hombres poderosos, entreví la peluca que antes traté de describir: es como una constelación apelmazada.

      Quiero que se pierdan mis vecinos. Que salgan un día de la tierra que compraron y no vuelvan a encontrar el camino hacia ella, y no sepamos por dónde andan. (Querer que se pierdan no es desearles el mal. Es no desearles nada. O tal vez sí sea desearles el mal, el mal incomparable, y entonces esta maldad mía se sumaría a los nudos que enredan la vereda).

      Una vez yo me perdí. Vivía con mi madre y con mi hermano en una urbanización en la autopista, que yo jugaba a imaginar como un río atribulado. Cuando salgo de la ciudad hacia mi tierra por el norte y no por el oriente, paso por delante de la portería que encierra el conjunto que contiene el apartamento que no se alcanza a ver y donde ya no vive nadie que me haya conocido.

      La urbanización tenía cinco unidades idénticas que se conectaban por detrás a través de un parque largo con jardines. Cada unidad tenía cinco edificios de cinco pisos, agrupados en torno a una plazoleta, y cada piso tenía dos apartamentos. La nuestra era la puerta de la derecha, del primer piso del primer edificio, si se contaban los edificios de izquierda a derecha después de entrar por la autopista, y estaba en la tercera unidad, si las unidades se contaban de sur a norte y también si se contaban al revés.

      Una tarde salí a jugar al parque que unía las unidades. Cuando quise volver, entré en la plazoleta por detrás, llegué al edificio, subí la escalinata y toqué el timbre del apartamento. La puerta se abrió a una cortina blanca que era una bata de dormir. Abajo había unos pies de uñas pintadas de rojo. Arriba estaba la cara de cualquier mujer desconocida, pero para mí fue la cara de una bruja.

      Pensé que había ido a dar en mi lugar: que hasta entonces había vivido creyendo que mi madre era mi madre, pero mi madre verdadera era esa que me había abierto la puerta y que parecía dormir durante el día. Yo había vivido soñando y acababa de despertar. O acababa de quedarme dormida y había entrado a un sueño del que no despertaría. O aquella mujer había matado a mi madre y me estaba esperando para matarme a mí también.

      Entendí, al final de un segundo, que había tocado el timbre de un apartamento equivocado, ubicado como el mío pero en la unidad vecina, y entonces corrí hasta la tercera unidad y toqué el timbre en el apartamento de la derecha, del primer piso, del primer edificio, según se contaban los edificios de izquierda a derecha si se entraba desde el parque. Mi hermano abrió la puerta. Mi madre estaba adentro, ignorante de que me había recuperado de las garras de una madre falsa, y yo, sin honor tras mi aventura, supe desde entonces qué era perderse.

      En el futuro, cuando la ciudad la alcance, probablemente también La Era será un conjunto de edificios con un parque.

      No dejo de regar el suelo para figurarme una arboleda y una huerta del futuro, ni dejo de creer que un día construiré una cabaña, aunque a veces temo que pronto los vecinos me dejarán ver algo que hará que prefiera venderles mi terreno. Por lo pronto sigo yendo los fines de semana, y entre semana en vacaciones, a entristecerme y alegrarme al mismo tiempo.

      Entristézcase plantando árboles, dice una valla en la vereda.

      Alégrese plantando, dice otra.

      Yo me distraigo en el camino: ¿Qué tal el nombre Aeropuerto Internacional Almacenes Nothing? ¿O Aeropuerto Internacional El Ñudo? ¿Aeropuerto Internacional Volar Estéreo? Estoy llenando de aeropuertos la región, para no pensar en los antiguos dueños despojados, en el banco, en la deuda, la muerte de los perros, la tala y la locura.

      A lo mejor, corregir sin necesidad cada oración de mis estudiantes desenredará mi jardín. O desenredaré mi jardín si planto más y más árboles que СКАЧАТЬ