Название: Ennui
Автор: Maria Edgeworth
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9788417743796
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Ellinor me transmitió la idea de que en mis vastos territorios podría ejercer un dominio feudal sobre aparceros que eran casi vasallos, y sobre una numerosa cadena de subordinados de todo tipo. Todos nos resistimos a los esfuerzos de los que quieren convencernos como medio de ejercer su autoridad sobre nosotros. Tampoco claudicamos ante quienes emplean algún artificio para cambiar nuestras decisiones, pero nuestra perversa mente se rinde sin oponer resistencia a aquellos que parecen carecer de poder, argumentos o habilidad para imponerse a nosotros. No habría escuchado pacientemente a ningún ser humano que intentara convencerme de visitar Irlanda, pero sí atendí a esta pobre nodriza, que hablaba, según me parecía, meramente impulsada por su instintivo afecto hacia mí y hacia su país natal. Le prometí que iría, en algún momento, el castillo de Glenthorn, pero fue solo una vaga promesa y era poco probable que llegara a cumplirla. Al recobrar la salud mi mente se dirigió, o más bien fue dirigida, a otros pensamientos.
Capítulo 4
Una mañana —precisamente el día después de que los médicos me declararan fuera de peligro—, Crawley me hizo llegar una nota a través de Ellinor en la que me felicitaba por mi recuperación y me rogaba hablar conmigo media hora. Me negué a verlo y dije que todavía no estaba lo bastante bien como para trabajar. La misma mañana Ellinor me trajo un mensaje de Turner, mi administrador, quién, acorde con su humilde deber, pedía verme cinco minutos para comunicarme algo importante. Accedí a ver a Turner. Entró con un rostro de alegría reprimida y fingido pesar.
—El deber me obliga a ser el portador de malas noticias, milord. Estaba decidido, pasara lo que pasara, a no hablar hasta que su señoría estuviera fuera de peligro lo que, gracias a Dios, ya ha sucedido, y me alegra poder felicitar a mi señor por el buen aspecto que…
—Olvide mi buen aspecto. Y no necesito sus felicitaciones, señor Turner —dije yo, impaciente, pues tenía muy presente lo sucedido en el pabellón de banquetes y las prisas del señor Turner por traer al enterrador—. Continúe, por favor; cinco minutos es lo máximo que actualmente puedo dedicar a cualquier asunto y, según usted, tiene que comunicarme algo importante.
—Cierto, milord; pero si ahora no se encuentra lo bastante bien o no es momento oportuno, esperaré hasta que prefiera.
—Ahora o nunca, señor Turner. Hable de una vez.
—Milord, lo habría hecho hace mucho tiempo, pero no quería causar problemas y, además, no podía creer lo que se rumoreaba y apenas daba crédito a lo que había visto con mis propios ojos. Pero ahora ya estoy más allá de cualquier duda razonable y considero que sería un pecado y un cargo para mi conciencia seguir callado; lo único que temo es sobresaltar en exceso a vuestra señoría cuando apenas acaba de recuperarse, pues no es el momento en el que uno querría decir ni oír cosas desagradables.
—Señor Turner, vaya al grano de una vez o váyase de aquí, no tengo fuerzas para aguantar este suspense.
—Le ruego que me perdone, milord, pues bien, milord, el grano es el capitán Crawley.
—¿Qué pasa con él? No deseo volver a oír su nombre en lo que me queda de vida.
—Ni yo tampoco, se lo aseguro, señor, pero hay personas en la casa que no comparten nuestra opinión.
—¿Quién? ¡Vamos, ladino, hable de una vez!
—La señora, mi señor. Ya está dicho. Si nadie se lo impide, escapará esta noche con él.
Mi sorpresa y mi indignación fueron tan grandes como si yo siempre hubiera sido el más atento de los maridos. Al fin me arrancaban de la indiferencia y apatía en las que me había hundido y, aunque nunca había amado a mi esposa, el momento en que supe que la había perdido para siempre fue exquisitamente doloroso. El asombro, la vergüenza y la ira contra ese traicionero parásito que la había seducido se combinaron para conmocionarme. Logré dominarme lo bastante como para ordenar a Turner que se marchara, no sin antes prevenirlo de que no contase a nadie nada de lo que habíamos hablado.
—Ni un alma —dijo— lo sabrá ni podrá adivinarlo por mí.
A solas con mis pensamientos, tan pronto como el primer enfado remitió, me culpé a mí mismo por mi comportamiento con lady Glenthorn. Reflexioné que habían sido sus amigos los que la habían casado conmigo, cuando ella todavía era demasiado joven e inmadura como para decidir por sí misma, y me di cuenta de que desde el primer día de nuestro matrimonio yo no había hecho el menor esfuerzo por ganarme su afecto ni para guiar su conducta; que, por el contrario, le había mostrado una marcada indiferencia, rayana en la aversión. Con un aire muy moderno, había manifestado que, mientras me dejara las manos libres para gastar como quisiera la fortuna que me había traído, en consideración a la cual ella disfrutaba del título de condesa de Glenthorn, lo que hiciera me importaba bien poco. Ahora me reprochaba en vano las consecuencias de mi abandono. La inmensa fortuna de lady Glenthorn había pagado mis deudas y costeado durante dos años mis extravagancias o, mejor dicho, mi indolencia: quedaba poco dinero y ahora ella, a los veintitrés años, iba a ser víctima del escarnio público y de un hombre que yo sabía que desconocía el honor y el afecto. Me compadecí de ella y resolví al instante esforzarme por salvarla de la destrucción.
Ellinor, que vigilaba todos los movimientos de Crawley, me informó de que había ido a un pueblo cercano y había dejado dicho que no regresaría hasta después de cenar. Lady Glenthorn estaba en su vestidor, que se hallaba en el extremo de la casa más alejado de mis aposentos. Yo no había puesto pie fuera de mi habitación desde mi enfermedad y no había caminado más distancia que la que había de mi cama a mi sillón, pero en esos momentos mis sentimientos me infundieron fuerzas y, para asombro de Ellinor, me levanté de mi asiento, le prohibí que me siguiera y eché a caminar sin ayuda de nadie por el pasillo hasta las escaleras traseras que llevaban a los aposentos de lady Glenthorn. Abrí la puerta privada de su vestidor sin previo aviso y encontré la habitación en el mayor de los desórdenes y a su criada de rodillas metiendo ropa en un baúl. Lady Glenthorn estaba de pie junto a una mesa, con un paquete de cartas abiertas frente a ella y un collar de diamantes en la mano. Se sobresaltó al verme como si hubiera aparecido ante ella un fantasma. La doncella gritó y echó a correr hacia una puerta que había en el otro extremo de la habitación, pero la encontró cerrada con llave. Lady Glenthorn se quedó muy pálida y muy quieta hasta que me acerqué, y entonces se sonrojó y escondió las cartas en el cajón de su escritorio. Su criada, en ese mismo instante, agarró un joyero lleno de alhajas, arrambló con un montón de ropa y lo metió todo en el baúl a medio llenar.
—Déjanos solos —le dije a la sirvienta, severamente.
Ella cerró el baúl con llave, se metió la llave en el bolsillo y obedeció.
Acerqué una silla a lady Glenthorn y yo mismo me senté frente a ella. En realidad ninguno de los dos podía tenerse en pie. Estuvimos en silencio unos momentos. Ella tenía la mirada fija en el suelo y la cabeza apoyada en la mano en un gesto de desesperación. Yo apenas era capaz de articular palabra, pero hice un esfuerzo por dominar mi voz y al fin dije:
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