Ennui. Maria Edgeworth
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Читать онлайн книгу Ennui - Maria Edgeworth страница 11

Название: Ennui

Автор: Maria Edgeworth

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9788417743796

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СКАЧАТЬ castillo, me marché de Dublín. De nuevo me quedé atónito por la belleza del paisaje y la excelencia de los caminos. En mi ignorancia yo había creído que en toda Irlanda no había un solo árbol y que sus carreteras eran casi intransitables. Con la rapidez del crédulo, pasé ahora de un extremo al otro. Concluí que deberíamos viajar con la misma celeridad que por la carretera de Bath y decidí que el viaje, cuya duración se había previsto en cuatro días, se haría en dos. Como todos los que no tienen nada que hacer en ninguna parte, yo siempre tenía una prisa prodigiosa y la noble ambición de recorrer la mayor distancia posible en un periodo dado de tiempo. Viajaba en una calesa ligera, y con mis propios caballos. Mi ayuda de cámara (un inglés) y mi cocinero (un francés) me seguían en un coche de alquiler; mientras no se quedaran atrás, como lo hicieran era asunto suyo. Por la noche, mis criados se quejaron amargamente de los coches de posta irlandeses y me rogaron que les permitiera ir más lento que yo al día siguiente. Yo no podía consentirlo de ninguna manera pues ¿cómo iba a sobrevivir sin mi ayuda de cámara y mi cocinero francés? Por la mañana, cuando me preparaba para partir y ya estaba sentado en mi carruaje, mi inglés y mi francés acudieron a la puerta de mi calesa, tan enfadados que uno era incapaz de hablar y al otro no se le entendía nada. Al final el objeto que había causado su indignación habló por sí mismo. Del patio del mesón salió un coche de alquiler en el más deplorable estado que jamás vi, con el cuerpo montado a una altura prodigiosa sobre unos amortiguadores incapaces de doblarse, e inclinado hacia adelante, con una puerta que se abría porque no cerraba bien y tres persianas subidas porque no podían bajarse, el pescante atado por dos sitios, la llanta de hierro de las ruedas oxidada y medio salida, estacas de madera en lugar de ejes y cuerdas a modo de arnés. Los dos caballos eran dignos de su arnés; desgraciadas criaturas, poco más grandes que perros, que parecían haber sido exprimidas hasta su último aliento y cuyo aspecto anunciaba que no habían sido cepilladas en toda su vida. Les asomaban los huesos a través de la piel, uno estaba cojo, el otro ciego; uno tenía la espalda en carne viva, el otro el pecho lleno de bilis; a uno le asomaba el cuello por debajo de la collera, y el otro llevaba una brida medio rota por la que le tiraba de la cabeza un hombre vestido como un mendigo loco, tocado con media peluca y medio sombrero, ambos horribles, y colocados en direcciones opuestas; vestido con un abrigo largo y desharrapado atado en la cintura con una cuerda barata y a través de cuyos grandes desgarrones en los faldones mostraba sus multicolores piernas desnudas, mientras que algo parecido a unas medias colgaba arrugado en de sus tobillos. Los ruidos que hacía intentando no sé si amenazar o animar a sus caballos, no oso describirlos.

      Indignado, llamé al dueño:

      —Espero que estos no sean mis caballos ni esta la calesa destinada a mis sirvientes.

      El posadero y el pobre que se preparaba a oficiar de postillón exclamaron perfectamente al unísono:

      —¡Diantre, si no hay calesa mejor en todo el condado!

      —¿Que no hay otra mejor? —dije yo— ¿Están ustedes hablando en serio? ¿Es que es la única?

      —De verdad, con la venia de su señoría, que esta es la mejor calesa del condado. Tenemos dos más, claro que sí, pero una no tiene techo y la otra no tiene suelo. En definitiva, que no hay otra mejor que esta que ve usted.

      —¡Y estos caballos! —protesté yo— ¡Por el amor de Dios, este caballo está tan cojo que apenas puede caminar!

      —Oh, tranquilícese su señoría, que aunque no puede caminar, corre la mar de bien. Menudo bicho está hecho el truhán, ya me entiende su señoría. Siempre hace lo mismo antes de salir.

      —¡Y qué hay de ese otro animal, con el pecho lleno de bilis!

      —Pues mucho mejor le va así, pues una vez se calienta, es el que corre a la velocidad de la luz, verá su señoría. ¿No es Knockecroghery?* ¿No pagué por él quince guineas, menos el penique de la suerte, en la feria de Knockecroghery, y no tenía entonces ni cuatro años todavía?

      No pude evitar sonreír ante su discurso, pero mi ayuda de cámara, persistente en su aire de severo enojo, declaró sombrío que de ningún modo subiría en un coche tirado por esos caballos y el francés, con gran acompañamiento de gestos, lanzó hacia mí una verborrea prodigiosa imposible de comprender para los mortales.

      —Os diré lo que podemos hacer —dijo Paddy—, llévese cuatro caballos, como corresponde a un caballero de su categoría, y verá como hacemos camino rápidamente.

      Y dicho esto se puso el nudillo de su dedo índice en la boca y lanzó un silbido fuerte y largo. Unos instantes después le respondió con otro silbido alguien desde los campos.

      Protesté contra este proceder, pero fue en vano: apenas se habían enganchado el primer par de caballos cuando llegó de los campos un chaval con los otros dos frescos del arado. Los engancharon también muy rápido, aunque no acierto a comprender como lo hicieron con esos arneses.

      —Ahora esto ya es óptimo —dijo Paddy.

      —Pero este coche se romperá en la primera milla de viaje —dije.

      —¿A esta calesa se refiere su señoría? Pues yo creo que aguantará hasta el fin del mundo. Ni el universo entero podría romperla, bien lo sé, que ayer mismo la reparamos.

      Entonces, tomando su látigo y las riendas con una mano, se levantó las medias con la otra y de un solo salto subió a su puesto y se sentó, como todo un cochero, en la gastada balda de madera que servía de pescante.

      —Dejadme un atlas gordo de esos de caminos para que me sirva de cojín —dijo.

      Le lanzaron una manta por encima de la cabeza de los caballos, que Paddy cazó al vuelo.

      —¿Dónde estás, Hosey? —gritó.

      —Voy, deja que me ponga un poco de paja en la pierna —contestó Hosey—. ¡Subidme! —añadió este postillón modelo, volviéndose hacia uno de la multitud de espectadores sin nada mejor que hacer que se habían congregado a nuestro alrededor.

      —¡Venga! ¡Subidme, empujad fuerte! ¿Es que no podéis?

      Un hombre lo agarró por la rodilla y lo subió al caballo: estuvo sobre la silla en un santiamén y luego, agarrándose a la crin del animal, se inclinó a por la brida, que estaba bajo los pies del otro caballo, la agarró y, muy satisfecho consigo mismo, se volvió a mirar a Paddy, que a su vez miró hacia la puerta de la calesa donde estaban mis enfadados sirvientes, «seguros hasta que llegue en último día». En vano el inglés, con su monótona cólera, y el francés, utilizando todas las notas de la escala, increparon a Paddy: la necesidad y la astucia estaban del lado del irlandés, que rebatió cuanto se dijo contra su calesa, sus caballos, él mismo y su país con invencible destreza cómica, hasta que al final, sus dos adversarios subieron perplejos al vehículo donde quedaron encerrados inmediatamente entre la paja y la oscuridad. Paddy, en tono triunfal, llamó a mis postillones y les ordenó «que se apuraran y no retrasaran más la partida».

      Sin pronunciar una sílaba, empezaron a conducir, pero no pudieron evitar, ni yo tampoco, mirar atrás para ver cómo les iba a los del otro coche. Vimos a los caballos de delante desviarse a la derecha y luego hacia la izquierda, y correr en todas direcciones menos recto, mientras Paddy se desgañitaba con Hosey:

      —¡Pero, hombre, mantenlos en el centro del camino! ¿Es que estás tonto? Que no te estoy pidiendo la luna, ¡vamos, vamos!

      Al fin, a fuer de utilizar el látigo, persuadieron a los cuatro caballos de que iniciasen un galope irregular, pero no tomaron bastante impulso ni tuvieron fuerzas subir una colina СКАЧАТЬ