Название: Ennui
Автор: Maria Edgeworth
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9788417743796
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Mi afición a los excesos de la mesa perjudicó mi salud y fue necesario realizar violentos ejercicios físicos para contrarrestar los efectos de mi intemperancia. Mi máxima era que un hombre podía comer y beber cuanto le viniera en gana si luego hacía el necesario ejercicio. Reventé catorce caballos* y sobreviví, pero me cansé de reventar caballos y seguí comiendo sin templanza. Se apoderó de mí un mal nervioso, acompañado de una melancolía extrema. Frecuentemente se me ocurría poner fin a mi existencia y en muchas ocasiones incluso llegué a decidir cómo lo haría, pero motivos muy poco importantes, y aparentemente irrelevantes o ridículos, impidieron que lo llevara a cabo. En una ocasión me mantuvo vivo una pocilga, que quería ver terminada. En otra ocasión pospuse acabar conmigo hasta que una estatua, que acababa de comprar por mucho dinero, fuera colocada en mi salón egipcio.* Por la torpeza del transportista, se rompió el pulgar de la estatua. Ese pulgar roto me salvó la vida, pues convirtió el ennui en ira. Como Montaigne y su salchicha,* ahora tenía algo de lo quejarme, y eso me hacía feliz. Pero al final mi enfado remitió, el pulgar dejó de servirme como tema de conversación y recaí en el silencio y en la más negra melancolía. Estaba «cansado del sol»;* volvieron los pensamientos suicidas. Estaba en esos momentos a punto de cumplir veinticinco años. Se preparaba la celebración de mi cumpleaños. Lady Glenthorn me había convencido de que pasara el verano en Sherwood Park, porque para ella el lugar era nuevo. Llenó la casa de gente y jaleo, lo que aumentó mi descontento. Llegó mi cumpleaños —yo deseaba morir— y decidí pegarme un tiro al terminar la jornada. Me metí una pistola en el bolsillo y desaparecí hacia el final de la tarde sin que ninguno de mis joviales compañeros reparara en mi ausencia. Lady Glenthorn y sus amigos estaban bailando, y yo estaba cansado de tantos ruidos felices. Tomé el sendero privado al bosque aledaño a la casa, pero me crucé con uno de mis criados que traía un excelente caballo que uno de mis viejos aparceros me enviaba de regalo por mi cumpleaños. Hice ensillar y embridar el caballo, el criado me sostuvo el estribo y lo monté. El hombre me dijo que la puerta privada estaba cerrada, e hice dar la vuelta al animal hacia la entrada principal. Fuera, junto a la puerta, sentada en el suelo, envuelta en una gran capa roja, había una anciana, que se levantó y se lanzó hacia mí en cuanto me vio, estirando sus brazos y la capa al mismo tiempo.
—¡Ay! ¿Eres tú a quien ven mis ojos? —gritó, con un fuerte acento irlandés.
Ante el grito y la visión de la mujer abalanzándose hacia nosotros, mi caballo, que era tímido, reculó un poco. Le ordené a la mujer que despejara el camino.
—¡Dios bendiga tu dulce rostro! Soy Ellinor, la nodriza que amamantó cuando eras un bebé en Irlanda. Hace mucho que quería verte —continuó, cerrando los puños y permaneciendo en medio de la puerta, a pesar de mi caballo, al que yo espoleaba para que avanzara.
—¡Quítese de en medio, por el amor de Dios, buena mujer, o haré que mi caballo le pase por encima! ¡So! ¡So! ¡So! —dije, yo, dando unos golpecitos a mi inquieta montura.
—¡Oh! Si es un animalito tímido ¡Dios lo bendiga! Ahora está manso como un corderito y yo tengo que daros un beso a uno de los dos —gritó ella, echándole los brazos al cuello al caballo.
El caballo, poco acostumbrado a este tipo de saludo, se encabritó de repente y me tiró al suelo. Me golpeé la cabeza contra el pilar de la puerta. Lo último que oí fue el disparo de una pistola, pero desconozco qué sucedió después. El golpe me dejó aturdido e inconsciente. Cuando abrí los ojos me encontré tendido sobre uno de los cojines de mi landó y rodeado por una multitud de personas, que hablaban todas a la vez. Entre el ruido de voces no pude distinguir lo que decía nadie hasta que la del capitán Crawley se elevó por encima del resto, diciendo:
—¡Llamen inmediatamente a un cirujano, pero no hay nada que hacer! ¡Nada que hacer! Lleven el cuerpo al pabellón de banquetes, yo voy corriendo a avisar a lady Glenthorn.
Comprendí que creían que estaba muerto. Yo, en ese momento, no tenía la sensación de estar herido. Tenía curiosidad por saber cómo reaccionarían todos a mi defunción, así que cerré los ojos antes de que nadie percibiera que los había abierto. Me quedé inmóvil y procedieron a llevarme, siguiendo las órdenes del capitán Crawley, al pabellón de banquetes. Cuando llegamos allí, mis sirvientes me tendieron en uno de los divanes y la multitud, su curiosidad más que satisfecha, se dispersó poco a poco hasta que solo quedaron junto a mí un criado y mi administrador.
—No creo que esté muerto —dijo el criado—. Todavía le late el corazón.
—Oh, pero es como si lo estuviese, porque no mueve ni manos ni pies y dicen que es seguro que se ha roto el cráneo. Será mejor esperar a ver que dice el cirujano, pero estoy seguro de que no vendrá. Ahora Crawley hará de su capa un sayo en todo, y a mí más me vale poner tierra por medio.
—Allá ellos cómo se apañen—dijo el criado—, yo solo espero poder cobrar mi sueldo.
—¡Cómo engañó Crawley a mi señor! —dijo el administrador.
—¡Y qué insensato fue mi señor —dijo el criado— permitiendo que lo gobernase, y que gobernase a su gente, un advenedizo como ese! Con su permiso, señor Turner, iré a la casa a hablar con James y regresaré de inmediato.
—No, no, Robert, debes quedarte aquí mientras me acerco a casa a cerrar con llave mis aposentos antes de que Crawley empiece a registrarlos.
Y así me quedé solo con el criado. Apenas se había marchado el administrador cuando escuché una voz que, en voz baja y con tono de gran preocupación, preguntaba:
—¿Está muerto?
Entreabrí los ojos para ver quién había hablado. La voz procedía de la puerta que estaba frente a mí y mientras el criado volvía la espalda para mirarla, yo levanté la cabeza y vi que se trataba de la anciana que había provocado mi accidente. Estaba de rodillas en el umbral, con los brazos cruzados sobre el pecho. Nunca olvidaré su rostro, que era la misma imagen de la desesperación.
—¿Está muerto? —repitió.
—Diría que sí —contestó el criado.
—Por el amor de Dios, dejadme entrar, si está ahí dentro —gritó ella.
—Pues entre, si quiere, y quédese mientras yo me acerco a la casa.*
El criado se marchó y mi vieja nodriza, al verme, fue presa de un dolor agónico. No entendí ni una palabra de las que pronunció, pues hablaba en su lengua nativa, pero sus lamentos me llegaron al corazón, puesto que salían directamente del suyo. Se abalanzó sobre mí y sentí como sus lágrimas caían sobre mi frente. No puede abstenerme de susurrar:
—No llores… Estoy vivo.
—¡Bendito sea Dios! —exclamó ella, incorporándose por la sorpresa, y acto seguido se hincó de rodillas para dar gracias a Dios.
Entonces, llamándome por todos los nombres cariñosos que las nodrizas suelen emplear con sus niños, alternó las súplicas de que la perdonase con imprecaciones hacia sí misma por haber sido la causa de esta desgracia y oraciones por mi recuperación.
El gran afecto que esta pobre mujer sentía por mí me emocionó más que ninguna otra cosa en mi vida hasta entonces; parecía ser la única persona en la tierra que realmente me quería y, a pesar de su vulgaridad y de mis prejuicios contra el tono en que hablaba, despertó en mí sentimientos de ternura y gratitud.
—¡Mi buena señora, СКАЧАТЬ