Название: Ennui
Автор: Maria Edgeworth
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9788417743796
isbn:
—¡No pasa nada!
Y agitando las largas riendas, y dando golpes en su banqueta con el pie, pasó junto a nosotros, bajando la colina como un trueno. Mis ingleses estaban espantados.
—La curva que hay justo al final de la cuesta, al pie de la colina, es la más cerrada y traicionera que he visto en mi vida —dijo mi postillón, tras unos instantes de estupefacto silencio—. Como que me llamo John que se van a partir la crisma.
Pero no fue así: después de frenar y más frenar, nos encontramos con Paddy sano y salvo al pie de la cuesta, arreglando tranquilamente algo del atelaje.
—Si eso se te hubiera roto cuando estabas bajando la colina a toda velocidad —le dije—, no lo habrías contado, Paddy.
—Eso es cierto, dice bien su señoría: pero no me pasó, ni me pasará nunca bajando la colina con la ayuda de Dios y un poco de suerte.
Con esta confianza doble en la providencia y en su buena suerte que tanto me divirtió, continuó su camino Paddy. Le hacía feliz ir por delante de nosotros, y siguió haciéndolo hasta que llegó a un tramo estrecho del camino en el que estaban reparando un puente. Y allí se detuvo en seco. Paddy fustigó a sus caballos y les llamó de mil maneras horribles, pero uno de los caballos de tronco, Knockecroghery precisamente, estaba inquieto y al punto empezó a dar furiosas coces. Parecía inevitable que la primera coz que diera al riel, que era a donde el caballo apuntaba, lo demoliera al instante. Mi ayuda inglés y mi cocinero francés sacaron la cabeza por la única ventana practicable y exigieron a gritos que les dejaran salir.
—¡No pasa nada! —gritó Paddy.
No tenían ni fuerza ni habilidad para abrir la puerta por sí mismos. A un lado una de las ruedas traseras, que había pertenecido a otro carruaje, era demasiado grande y no permitía que se abriera la puerta, y por el otro lado la contraventana impedía su huida, así que estaban presos dentro. Los obreros que estaban trabajando en el puente se acercaron y, apoyándose en sus palas, se pusieron a contemplar el espectáculo. Como mi carruaje no podía pasar, yo también me vi obligado a ser espectador de este combate entre hombre y caballo.
—¡No pasa nada! —repitió Paddy—. Os digo que ya me tiene hasta la coronilla. ¡Vale ya, Knockecroghery, bestia reconsagrada! ¡Oh, el muy truhán cree que me tiene confundido, pero le voy a enseñar lo que vale un peine!
Después de estos gritos de guerra, Paddy hizo restallar el látigo, Knockecroghery siguió coceando y Paddy, que no parecía consciente del peligro en el que estaba, se quedó sentado en el pescante al alcance de las patas del animal, apartando una pierna, luego la otra, y moviéndose según el animal apuntaba con sus cascos, esquivando las coces siempre de milagro, con una combinación de temeridad y coraje que hizo que lo contempláramos ora como un héroe ora como un loco. Se recreaba en el peligro, seguro del triunfo y de la simpatía de los espectadores.
—¡Ah! ¿Acaso no lo tengo bien calado? ¡Será mala bestia! ¡A mí no me va a tomar el pelo! ¡Para tozudo, yo! Vean, vean, ya ha entrado en razón, y ahora que ya sabe quién manda todo va a ir como la seda. ¡Aaaah! Desde luego, tiene carácter, pero yo no tengo menos que él; mal iríamos si un hombre como yo no pudiera con un caballo, y más una yegua, por muy mala que sea.
Después de esta dura batalla, y de la correspondiente celebración de la victoria, Paddy hizo que su sometido adversario caminara unas pocas yardas para dejarnos pasar pero, para consternación de mis postillones, los obreros cerraron entonces el camino con una cuerda, y como explicación dijeron:
—Disculpe su señoría, pero la carretera está muy seca y mejor esperar un momento a que se moje un poco.
—Pero ¿qué quieren decir estos tipos? —pregunté yo, estupefacto.
—Lo único que quieren es un chelín inglés, para beber algo a la salud de su señoría —dijo Paddy.
—¿Quieren un chelín inglés para beber a mi salud?
—Así es, eso son trece peniques, uno más que un chelín irlandés, si le place a su señoría, que es lo que se junta en un chelín inglés.
Les arrojé un chelín, retiraron la cuerda y por fin pudimos proseguir nuestro viaje. No supimos nada más de Paddy hasta el anochecer. Llegó dos horas después que nosotros y afirmó que esperaba paga doble por haber traído tan bien a todos aquellos caballeros míos.
Debo decir que durante este viaje me enfrenté a numerosos retrasos y desastres: un herrero que había vuelto borracho de un funeral dejó cojo a uno de mis caballos al herrarlo; un choque con una calesa rompió la parte de atrás de mi carruaje; una noche tuve que pasar sin cena en una posada grande y desolada en la que no había otra cosa que whisky, y otra noche dormí en un antro diminuto y lleno de humo en el que el más humilde de mis sirvientes en Inglaterra se habría negado a alojarse. Aunque me quejé amargamente y juré que era imposible para un caballero viajar con dignidad por Irlanda, no recuerdo haber experimentado menos ennui en ninguno de mis viajes. Perdí la paciencia no menos de veinte veces al día, pero ciertamente no sentí ningún ennui, y estoy convencido de que los beneficios que los viajes reportan a algunos pacientes son inversamente proporcionales a la comodidad y lujo con los que se desplazan. Cuando se ven obligados a utilizar sus facultades y a ejercitar sus miembros, se olvidan de aquello que aflige sus nervios, como me sucedió a mí. Bajo este principio recomiendo a los hipocondriacos con posibles un viaje por Irlanda antes que a ningún país del mundo civilizado. Puedo prometerles no solo que les invadirá a menudo la ira, con los beneficios que ello conlleva para mejorar circulación de la sangre, sino que incluso, en el cénit de la impaciencia, les acometerán saludables convulsiones de carcajadas por las cómicas circunstancias que adornarán los desastres que padezcan. Además, si tienen buen corazón, la cálida y generosa hospitalidad que recibirán en este país, desde la más humilde cabaña hasta los castillos, despertará sus mejores sentimientos.*
Avanzada la tarde del cuarto día llegamos a una posada en la linde del condado en que estaban mis tierras. Era una de las partes más salvajes de Irlanda. No pudimos encontrar caballos, ni alojamiento de ningún tipo, y nos quedaban todavía varias millas de camino. Como única comodidad, la sucia posadera, que se había casado con el mozo de cuadra y llevaba pendientes de gota de oro, nos recordó que:
—Claro, si esperan como una hora, mientras se comen un buen huevo fresco para reponer fuerzas, tendrán una luna espléndida.
Tras no pocas imprecaciones infructuosas, mi cocinero francés se vio obligado a viajar en uno de mis caballos de montar, mi caballerizo tuvo que quedarse allí y seguirnos al día siguiente, permití que mi ayuda de cámara se sentara en la calesa conmigo y continué el viaje con mis propios y agotados caballos. La luna salió, tal y como había prometido mi posadera, y pude contemplar el paisaje del país. Al acercarnos a mis tierras, que estaban en la costa, comprobé que las casas eran pocas y dispersas, y los árboles presentaban un aspecto enfermizo; todos estaban inclinados en la misma dirección debido a la constante brisa que soplaba desde el océano. Nuestra carretera discurría junto a la costa, en la que no vi más que rocas y sus sombras sobre el agua. Como la calzada era de tierra, los cascos de los caballos no hacían ruido y nada interrumpía el silencio de la noche excepto el sonido de las ruedas de los carruajes sobre la arena.
—¿Qué hora crees que será, John? —dijo uno de mis postillones al otro.
—Desde СКАЧАТЬ