Название: Ennui
Автор: Maria Edgeworth
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9788417743796
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Cuentan que un noble extranjero permitía a sus criados hacer siempre lo que querían, hasta un punto en que una noche sus invitados y él estuvieron esperando la cena hasta horas intempestivas. Cuando al fin bajó a la planta de los criados para averiguar la causa del retraso encontró al sirviente que debía servir la cena jugando tranquilamente a las cartas con un grupo de amigos. Al apremiarlo, el hombre contestó tranquilamente que no podía irse antes de que terminara la partida. El noble reconoció el peso del argumento del sirviente, pero insistió en que fuera arriba a servir la mesa mientras él tomaba sus cartas, se sentaba y terminaba la partida por él.
La suavidad de mi temperamento nunca alcanzó esta exagerada complacencia. Mi hogar me resultaba poco agradable, pero yo no poseía la fuerza de voluntad necesaria para eliminar las causas de mi descontento. Cada día juraba que me iba a librar de todos aquellos pillos a la mañana siguiente, pero ahí seguían. Fuera no era más feliz que en casa. Me disgustaban mis antiguos compañeros: me había convencido, la noche de mi accidente en Sherwood Park, de que no les importaba si yo estaba vivo o muerto, y desde entonces no me habían faltado ocasiones para comprobar su egoísmo y su insensatez. Era increíblemente fatigoso y molesto fingir amistad y jovialidad hacía esa gente, pero carecía de la energía necesaria para romper con ellos. Cuando estos lechuguinos y pisaverdes descubrieron que ya no estaba siempre a su disposición, empezaron a decir que Glenthorn siempre había sido un poco raro, que Glenthorn siempre había tenido un ramalazo melancólico, que esa vena recorría la familia, etcétera. Satisfechos con su veredicto, me dejaron seguir mi camino y se olvidaron de mi existencia. Las diversiones públicas habían perdido su encanto; tenía la constancia necesaria para evitar recaer en la tentación del juego pero la falta de estímulos hacía que apenas pudiera soportar el tedio de mis días. En esta etapa de mi vida, el ennui estaba trocando en misantropía. En suma: oscilaba entre convertirme en un misántropo o en un demócrata.
Mientras estaba en este estado crítico de ineptitud, captó accidentalmente mi atención un combate de boxeo. Me emocioné tanto, y esa emoción me deleitó hasta tal punto, que me descubrí en peligro de convertirme en un aficionado al arte pugilístico. No se me pasó por la cabeza que era indigno de un noble británico aprender las vulgares reglas del combate de boxeo. Pronto me hallé conversando inteligentemente sobre buenos pegadores, fajadores y estilistas; sobre juegos de pies, golpes bajos, sparring y promotores. Ignoro el ulterior dominio que podría haber ganado de esta terminología o cuanto habría continuado mi interés por las gestas de estos luchadores, pero me acometió un inesperado ataque de vergüenza nacional al oír a un extranjero de alta alcurnia e impecable reputación expresar la enorme sorpresa que le producía que nos gustase un espectáculo tan salvaje. En vano repetí algunos de los argumentos de los panegiristas parlamentarios del boxeo y el hostigamiento de toros,* y afirmé que estas diversiones hacen que un pueblo sea fuerte y valiente. Mi oponente replicó que no percibía ninguna relación necesaria entre la crueldad y el coraje y que no comprendía de qué modo permanecer a una distancia segura viendo como dos hombres se golpeaban hasta casi matarse evidenciaba o podía inspirar sentimientos heroicos o ardor guerrero. Observó que los romanos desarrollaron la mayor afición por los combates de gladiadores durante los reinados de sus emperadores más afeminados y crueles, periodos en los que la virtud y el espíritu cívico estuvieron en decadencia. Probablemente estos argumentos habrían causado poca impresión en un intelecto como el mío, poco acostumbrado en general a pensar, y en un temperamento habituado a buscar, sin considerar las consecuencias, la gratificación personal inmediata; pero aconteció que precisamente entonces me emocionaron los terribles sufrimientos de uno de los púgiles. Murió unas horas después del combate. Era irlandés y, siendo la mayoría de los espectadores ingleses, felices por la victoria de su compatriota, el trágico destino del pobre desventurado pasó prácticamente desapercibido. Hablé con él poco antes de que muriera, y descubrí que procedía de mi propio condado. Se llamaba Michael Noonan. Como última voluntad, me pidió que llevara media guinea, todo el dinero que tenía, a su anciano padre, y que le entregara un pañuelo de seda que llevaba anudado al cuello a su hermana. La compasión que sentí por este desgraciado irlandés me hizo volver a pensar en Irlanda. Muchas pequeñas razones confluyeron para provocar en mí el deseo de viajar a ese país. Con ello me libraría de golpe de la casa que me atormentaba, y con ella de los sirvientes, sin la molestia de tener que despedirlos, pues la mayoría de ellos se negaba al destierro, que así llamaban a trasladarse conmigo a Irlanda. Además, abandonaría a mis compañeros, que ya no eran de mi agrado. Estaba cansado de Inglaterra y quería ver algo nuevo, aunque fuera peor que lo que había visto hasta entonces. Pero estas no fueron las razones que aduje: profesé tener motivos mucho más elevados para mi viaje. Era mi deber, dije, visitar mis tierras en Irlanda, y animar a mis aparceros residiendo durante una temporada entre ellos. A menudo recordamos nuestro deber cuando más nos conviene. Luego estaba mi promesa a la pobre Ellinor: un hombre de honor no podía de ningún modo faltar a su palabra, ni siquiera a una promesa hecha a una anciana. En resumen, cuando uno optar por seguir un curso de acción, difícil es que no encuentre argumentos para convencerse de que su decisión es razonable. Media humanidad se rige por motivos discutibles, así que puse rumbo a Irlanda.
Capítulo 6
Es tu contente à la fleur de tes ans?
As tu des goûts et des amusemens?
Tu dois mener une assez douce vie.
L’autre en deux mots repondait ‘Je m’ennuie.’
C’est un grand mal, dit la fée, et je croi
Qu’un beau secret est de rester chez soi.*
Vientos desfavorables me detuvieron seis días en Holyhead. Harto de ese miserable lugar, mi mal humor me hizo maldecir Irlanda, y en dos ocasiones resolví regresar a Londres, pero el viento cambió y pronto mi carruaje fue subido a bordo del paquebote, así que zarpé y arribé sano y salvo a Dublín. Me sorprendió la excelencia del hotel en el que me alojé. No tenía idea de que se pudiera encontrar en Dublín residencia tan acogedora. La casa, según me dijeron, era propiedad de un noble: estaba decorada y amueblada con un grado de elegancia, incluso de magnificencia, que no había visto ni en los mejores hoteles de Londres.*
—¡Ah, señor! —me dijo un caballero irlandés que me encontró admirando la escalera—, todo esto está muy bien, es muy elegante, pero es demasiado bueno y elegante como para durar; vuelva aquí dentro de dos años y verá como está todo descuidado y en ruinas. Por lo común eso es lo suele suceder con nosotros, los irlandeses: sabemos proyectar, pero no calcular, todo lo queremos a una escala demasiado grande. Confundimos un principio grandioso con un buen principio. Empezamos como príncipes y terminamos como mendigos.
Descansé solo unos pocos días en una capital en la que había dado por supuesto que no habría nada interesante para un recién llegado de Londres. Al conducir por las calles, sin embargo, me sorprendió ver edificios que, debido a mis prejuicios, me costaba creer que fueran irlandeses. También vi cosas que me recordaron las observaciones que me había hecho aquel caballero en mi hotel. Observé varios ejemplos de inicios grandiosos lamentablemente mal finalizados, con una mezcla de lo magnificente y lo irrisorio, de lo admirable y lo execrable. Aunque mi intelecto no estaba educado, estas cosas me parecieron obvias. De СКАЧАТЬ