Morsamor. Juan Valera
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Название: Morsamor

Автор: Juan Valera

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 4057664154743

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СКАЧАТЬ en unas calderetas de oro, que para el caso iban preparadas y llenas de exquisita agua de olor, y lanzaron luego el líquido que en las trompas habían absorbido, perfumando a la muchedumbre.

      Al referir todo esto, el Padre Ambrosio encumbraba el concepto que de Portugal debía tenerse; pero, en su mente, era más alto aún el concepto que Aragón y Castilla le merecían. El Papa Alejandro VI había repartido y dividido el mundo entre las dos monarquías de la Península. Por lo pronto, Portugal brillaba más, pero la empresa de Aragón y Castilla era más sublime, gloriosa y difícil, y por lo mismo tardaba más en realizarse. Ambos pueblos iban buscando la cuna de las primeras civilizaciones; los orientales alcázares del Sol, donde le recibía en su tálamo la Aurora; el imperio en que se cría la seda, y la tierra fértil de las especias y de los aromas. Los portugueses habían llegado ya, caminando hacia Oriente. Los castellanos, caminando hacia el Occidente, ansiosos de circunnavegar el planeta, habían hallado un imprevisto obstáculo, un valladar inmenso, un continente extensísimo que se dilataba millares de leguas, casi desde un polo a otro, y que les cerraba el camino de Cipango, del Catay y de la India. El mundo resultaba mucho mayor de lo que se habían imaginado. En la realidad, o más bien en el concepto de los hombres, era ya más que doble. Colón, creyendo hallar la India y la China, había hallado un nuevo mundo. A los castellanos incumbía civilizarle, erigir en él la cruz de Cristo, edificar en él templos y palacios y fundar en él ciudades y repúblicas. La tarea era más ardua, aunque al principio menos lucida. Todo ello, no obstante, no se oponía, y ya el Padre Ambrosio lo pronosticaba, a que, salvado el valladar del enorme continente nuevo, surcasen las quillas castellanas más largos y desconocidos mares, diesen la vuelta al mundo y encontrasen, caminando siempre hacia el ocaso, a los portugueses en el extremo Oriente victorioso.

      Agitado por inspiración profética, el Padre Ambrosio predecía ya como muy cercano, como muy próximo a realizarse este glorioso acontecimiento, el mayor y el más trascendente de la historia humana después de la tempestuosa proclamación de la Ley antigua en la cumbre del Sinaí, y después del tremendo drama del Calvario que redimió a los hombres, y que con sangre divina lavó sus pecados y confirmó la Ley nueva.

       Índice

      Con mayor atención que nadie, y con avidez reconcentrada y silenciosa, oía Fray Miguel todos los discursos del Padre Ambrosio, y su alma ardía cada vez más en el fuego de dos violentas pasiones. Una de ellas, el orgullo de nación y de casta, plenamente satisfecho, ensanchaba su corazón y tal vez le hacía latir, brioso y alegre, como allá en los años de su juventud primera. La otra pasión era de envidia, de creciente abatimiento, de rabia y de menosprecio de sí mismo, al considerar su obscura insignificancia, y sus ocios viles y abyectos, durante mis de cuarenta años, en los cuales se había renovado el mundo, se había revelado y más que duplicado a los ojos de las asombradas naciones europeas, y España había surgido entre ellas y se había levantado por cima de ellas, triunfante, cubierta de laureles, abriendo ancha entrada y largo camino a un porvenir de mayores glorias y conquistas. Este segundo sentimiento predominaba en el alma de Fray Miguel y le ponía más tétrico y silencioso. Ninguno de los frailes, sus compañeros, notaba ni por indicios el tormento infernal que desgarraba el corazón del ambicioso Fray Miguel, y que para un observador perspicaz y que sintiese por él algún afecto, se vislumbraba en su pálido y demacrado rostro, en las muecas nerviosas y como de réprobo que involuntariamente hacía de vez en cuando, y en el brillo calenturiento de sus hundidos negros ojos, a los cuales, así como a la despejada y blanca frente, daba casi siempre sombra la capucha.

      El Padre Ambrosio fue el único que entrevió el tempestuoso estado del ánimo de Fray Miguel y la ambición y la envidia que le devoraban y que el propio Padre Ambrosio, al principio irreflexiva e involuntariamente, había con sus discursos solevantado y exacerbado.

      El Padre Ambrosio tuvo compasión de Fray Miguel: pensó en consolarle y hasta en curarle y anheló en esta obra de misericordia desplegar todos los poderes que su ciencia oculta le había dado y acudir a los misteriosos recursos de la magia, de la alquimia y de otras artes adquiridas por él a fuerza de estudios y de largas vigilias.

      El Padre Ambrosio jamás había ejercido ni querido ejercer cargo en el convento. Hubiera podido ser guardián, pero era sencillamente un fraile como otro cualquiera. Su extraordinaria reputación inspiraba, no obstante, el respeto más profundo. Y más que el Padre guardián por su dignidad y oficio, se hacía él respetar, obedecer y temer por las singulares prendas de su carácter, por su inteligencia, por su saber y por los poderes sobrenaturales que se le atribuían.

      Movido a compasión como ya hemos dicho, y excitado también por la curiosidad y el empeño de penetrar en el fondo obscuro de un corazón humano cuya profundidad vislumbraba, el Padre Ambrosio, después de uno de los discursos que solía pronunciar bajo los álamos, citó a Fray Miguel para que fuese a hablar con él en su celda.

      —Tengo—le dijo—no pocas cosas que confiarle y muchas más que preguntarle a las que quiero que en puridad me responda, sin reserva ni disimulo.

      Fray Miguel acudió a la cita a altas horas de la noche, entre completas y maitines.

      El Padre Ambrosio aguardaba en su celda. Sobre la mesa de nogal ardía una lámpara que iluminaba el rostro del Padre Ambrosio. Era el Padre más anciano que Fray Miguel. Su frente calva y su barba luenga y blanquísima le daban muy venerable aspecto. Sobre la mesa, además de la lámpara, había recado de escribir, un crucifijo de metal sobre una cruz de ébano, varios libros manuscritos e impresos y una calavera.

      Cuando entró Fray Miguel, el Padre Ambrosio le indicó para que se sentase un sillón de brazos, al otro lado de la mesa y enfrente al que él ocupaba.

      Sentado Fray Miguel y en silencio, el Padre Ambrosio habló de esta suerte:

      —Hermano, mi vista, que penetra y escudriña los corazones, ha penetrado en el tuyo y ha visto que está lleno de ambición, de codicia, de sed de deleites, honores y poder, y de desesperación, porque en tu mocedad no pudiste alcanzarlos, y hoy, abrumado por la vejez, no te queda ni la más leve esperanza. Por despecho, hace ya más de cuarenta años, abandonaste el mundo y la vida activa, creyéndote capaz de la vida contemplativa y mística. Mas por el pensamiento eres menos capaz de elevarte que por la acción, y ahora, al ver cuánto han conseguido por la acción los hombres de tu edad y de tu pueblo, aunque como español te enorgulleces, te acibaran el patriótico orgullo y te roen las entrañas la envidia de esos hombres y la contemplación de la obscura y estéril inercia en que tú has vivido. Si yo creyese que se aproximaba la plenitud de los tiempos y que el linaje humano en las vías que sigue, trazado por el mismo Dios, se hallaba cerca del término que deseo y que considero infalible, yo condenaría esas pasiones que te agitan y te atormentan. Pero como hay mucho que combatir y muchos obstáculos que vencer todavía, tal vez durante siglos, yo aplaudo los poderosos estímulos que en ti hay, y aunque renacidos tan tarde y tan fuera de sazón, no quiero sofocarlos, sino darles pábulo y hasta satisfacción en cuanto esté a mi alcance, valiéndome para ello de mi ciencia portentosa. Yo, al contrario que tú, he desdeñado siempre la acción material; en vez de dominar el mundo, me he satisfecho con contemplarle, pero al contemplarle, le he comprendido, y comprendiéndole, me he enseñoreado de él con poder más amplio y más hondo y seguro que el de los más poderosos soberanos. Ellos además no dominan sino lo presente; el término de su vida ha de ser el término de su imperio. Yo hasta cierto punto domino también en el porvenir. Mi dominio es de dos modos: uno por el conocer; en los casos humanos hay una parte que indefectiblemente se cumple en virtud de leyes eternas y de plan divino. La marcha de los sucesos es como el curso de los astros: no hay potencia humana que los desvíe de la senda que tienen trazada desde la eternidad, en el tiempo y en el espacio, en la tierra y en el cielo. Pero al comprender yo la ley que siguen, mi inteligencia se enseñorea de СКАЧАТЬ