Morsamor. Juan Valera
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Название: Morsamor

Автор: Juan Valera

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 4057664154743

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СКАЧАТЬ día, en el extremo de la huerta, bajo los álamos frondosos, hacía el Padre Ambrosio un largo discurso que frailes y novicios escuchaban en religioso silencio. No siempre comprendía la mayoría del auditorio todo cuanto el padre describía o contaba; pero, hasta lo menos comprendido tenía un no sé qué de peregrino y poético que deleitaba y cautivaba la atención.

      Los discursos del Padre Ambrosio eran como una serie de lecciones en las cuales instruía a sus oyentes y les mostraba el estado del mundo, en la edad aquella, y contemplado todo desde el foco mismo de la civilización cristiana. A veces pintaba el Padre el florecimiento de las artes, y encomiaba las obras pasmosas de Leonardo de Vinci, de Rafael y de Miguel Ángel, que venían a eclipsar las obras del arte antiguo, o a competir al menos con las que resurgían y se extraían del seno de la tierra, en donde habían estado sepultadas durante largos siglos de obscuridad y de barbarie. Pugnaba el arte nuevo por imitar el antiguo, pero la misma no vencida dificultad de la imitación daba ser a un arte distinto.

      Algo semejante ocurría en ciencias y en letras humanas. Comentando, explicando e interpretando los antiguos filósofos, como Platón y Aristóteles, se formaba una nueva filosofía, se abrían esplendidos y dilatados horizontes, y se descubrían caminos y términos con los que Aristóteles y Platón jamás habían soñado. Como si la tierra de Italia estuviese fecundada por un espíritu nuevo, hasta los prófugos de la antigua Bizancio, que habían traído como penates la ciencia y las letras de los antiguos, las transformaban, al transmitirlas y enseñarlas a los italianos, en algo lleno de novedad, de vida y de sugestión poderosa. Esos mismos prófugos, que sin dejar huella, mudos e inactivos, hubieran acabado en el viejo imperio de Bizancio por disiparse como sombras y por hundirse en el olvido, arrojados de su patria y en el nuevo suelo que les daba hospitalidad, habían cobrado inesperada energía, y, difundiendo su saber, cumplían alta misión civilizadora y dejaban en pos de ellos un imperecedero y luminoso rastro. En la magnífica puerta de la edad moderna, arco triunfal que daba entrada a una nueva Era, esos hombres, escapados de las ruinas de un destrozado imperio y como exhumados y vueltos a la vida, figuraban y resplandecían ahora entre los fundadores de nueva y mayor civilización, entre los hierofantes de la ciencia del porvenir. Bessarión, Láscaris, Teodoro Gaza, Juan Argirópulos, Chrisóloras, Jemistio Pleton y no pocos otros fueron los iniciadores y maestros del saber antiguo y como los paraninfos que procuraron y concertaron las fecundas bodas del poderoso genio del renacimiento y de la musa helénica.

      En otros días pintaba el Padre Ambrosio el esplendor y la magnificencia de la corte de León X, a quien rendían tributo todas las naciones y prestaban respetuoso homenaje los más altos príncipes y poderosos monarcas. Dábale esto ocasión para ensalzar al pueblo y a los soberanos de España, que pasmosamente cumplían su misión de dilatar por el mundo el imperio de la fe cristiana. Entusiasmado con esto el Padre Ambrosio, pintó a los frailes la pompa triunfal con que Tristán de Acuña entró en Roma. Tal vez desde los tiempos en que volvió el andaluz Trajano de conquistar la Dacia, moviendo por última vez al dios Término para que ensanchase el imperio de Roma, Roma no había presenciado espectáculo más grandioso. Esta vez los nuevos romanos, los fuertes hijos de Lusitania, habían llevado al dios Término más allá de donde le llevaron o soñaron en llevarle Osiris, el hijo de Semele, y Alejandro de Macedonia. Le habían llevado más allá del Indo y del Ganges. El tremendo conquistador Alfonso de Alburquerque había recorrido victorioso los mares de Oriente desde Aden hasta Borneo; había conquistado y destruido reinos, había hecho tributarias o entrado a saco populosas y ricas ciudades desde Ormuz, emporio de Persia, India y Arabia, hasta Malaca, en el extremo sur de Siam. Para capital de los nuevos dominios portugueses había tomado dos veces por asalto a Goa, en el vecino reino de Villapor, realizando increíbles hazañas y cometiendo inauditas crueldades. Había visitado a Ceilán, tierra encantada de las piedras preciosas, delicia del mundo, patria de la canela y de las perlas. El apóstol Santiago, montado en su caballo blanco, se aparecía en las más sangrientas batallas de Alburquerque e iba matando moros. Cristo mismo, para dar testimonio de la misión divina que a Alburquerque había confiado, le mostró en el cielo una gran cruz luminosa, hacia el lado de Arabia, convidándole y excitándole a conquistar a Aden, a ir luego a la Meca a incendiar y destruir el templo de la Caaba, y a dirigirse por último a Jerusalem para libertar el Santo Sepulcro. La muerte sorprendió a Albuquerque en medio de estos últimos colosales proyectos; pero antes de morir había realizado tan grandes cosas, que el rey D. Manuel, su augusto y dichoso amo, se complació en darlas a conocer al Papa de un modo digno y solemne, y para ello le envió como embajador a Tristán de Acuña, quien había precedido a Albuquerque en el mando de la India y bajo cuyas órdenes al principio Albuquerque había militado.

      De esta gloriosa embajada portuguesa, que el Padre Ambrosio presenció durante su permanencia en Roma, hizo el Padre a los frailes un entusiasta relato.

       Índice

      La fama, decía el Padre Ambrosio, había anunciado por toda Italia la novedad singular de la Embajada portuguesa. Gran multitud de forasteros de todas las repúblicas y principados de Italia acudieron a Roma. Calles, plazas, balcones y azoteas estaban llenas de gente que se apiñaba y empujaba para coger buen sitio y ver pasar la procesión desde la puerta del pueblo hasta el punto en que León X debía recibirla. Era a fines de Marzo: una hermosa mañana de la naciente primavera. Rompían la marcha varios heraldos a caballo con los estandartes de Portugal. Seguían luego, a caballo también, los trompeteros y los músicos tocando clarines y chirimías. Trescientos palafreneros, vestidos de seda, llevaban de la rienda otras tantas briosas y bellísimas alfanas, ricamente enjaezadas con gualdrapas y paramentos de brocado y caireles de oro. Iba en pos vistosa turba de pajes y de escuderos. Luego todos los portugueses, eclesiásticos y seculares, que entonces residían en Roma. Luego los parientes del Embajador, todos en caballos que ostentaban ricos jaeces. Eran los jinetes más de sesenta hidalgos, que lucían sedas y encajes, collares y cadenas de oro y de piedras preciosas, y en los sombreros, cubiertos de perlas, airosas y blancas plumas. Para mayor decoro y ostentación de la Embajada, marchaban enseguida muchos empleados y gentiles hombres asistentes al solio pontificio, y la guardia de honor de Su Santidad, compuesta de arqueros suizos y de lanceros griegos y albaneses. Capitaneaba la segunda parte de la procesión el caballerizo mayor del rey, Nicolás de Faría, quien montaba un magnífico caballo con arreos cubiertos de oro y tachonados de perlas.

      Inmediatamente marchaban dos elefantes, en cuyas torres iban los presentes que el rey don Manuel enviaba al Papa. Con fantásticos y vistosos trajes, naires de la India, montados en el cuello de aquellos gigantescos cuadrúpedos, los iban dirigiendo. Después aparecía lo más espantoso de aquella pompa. Montado en un soberbio alazán de Persia iba un domador de Ormuz, que llevaba a las ancas, en el mismo caballo y casi abrazado con él, un tigre domesticado. En carros, y encerrados en jaulas, iban después leopardos y otras alimañas feroces que el rey don Manuel regalaba al Papa, además de las joyas, de la canela, de la pimienta, del clavo, de las armas y de los tejidos y bordados del Oriente. La Embajada venía en pos de todo esto formando un conjunto deslumbrador. Marchaba primero el ilustre poeta García de Resende, recopilador del Cancionero que lleva su nombre, y Secretario de la Embajada, y le seguían los reyes de armas de Portugal con sus lucientes cotas y los maceros del Papa, que precedían al Embajador Tristán de Acuña. Este, por la riqueza de su traje, por su gentil y noble presencia y por la pujanza y hermosura del corcel en que cabalgaba, dejaba eclipsados a todos los caballeros y personajes que iban en torno de él formando comitiva; al Gobernador de Roma, al duque de Bari, a los Obispos y a los Arzobispos y a los Embajadores de Alemania, Francia, Castilla, Inglaterra, Polonia, Venecia, Milán y otros Estados.

      Al ir desfilando esta procesión, la multitud entusiasta lanzaba sonoros vivas y altos gritos de admiración y de aplauso, mientras que estremecían el aire el estruendo de las salvas de artillería y el repique de campanas de todas las iglesias de Roma.

      El Padre Santo aguardó la Embajada y la vio venir desde el balcón principal de la Mole СКАЧАТЬ