Название: Morsamor
Автор: Juan Valera
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4057664154743
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Acostumbrado Fray Miguel a disimular sus emociones, a no confiarse a nadie y a no desahogar confesándolo lo que tenía en su pecho, no mostraba en lo exterior ni para cuantos le rodeaban alteración ni cambio.
Como además fijaba poco la atención y todos le tenían por persona menos notable de lo que era, nadie advertía el cambio imperceptible y lento que en él se había realizado. Fray Miguel estaba más retraído y silencioso que nunca. De sus labios no brotaban sino las indispensables palabras que la necesidad o la cortesía nos obligan a pronunciar en la vida diaria, y no sonaba su voz en más largos discursos que los de las devotas oraciones que rezaba en el coro.
-III-
En contraposición a la insignificancia y obscuridad de Fray Miguel, había en el mismo convento otro fraile cuya fama y alta reputación de sabio se extendían por toda la Península y aun trascendían a Italia y a otras naciones. Se llamaba este fraile el Padre Ambrosio de Utrera. No había disciplina ni facultad en que no se le proclamase maestro. Era gran humanista, diestro y sutil en las controversias, teólogo y jurisconsulto, y muy versado en el estudio de los seres que componen el mundo visible. Se suponía que de magia natural, astrología y alquimia sabía cuanto podía saberse en su tiempo, y que él además, a fuerza de estudios, meditaciones y experiencias, había descubierto grandes misterios y secretas propiedades y leyes de las cosas creadas, de lo cual revelaba algo a sus contemporáneos y ocultaba mucho, por considerar que el humano linaje no alcanzaba aún la madurez y la capacidad, convenientes para que pudiera confiársele sin profanación o sin gravísimo peligro la llave de aquellos temerosos arcanos, de los que sin embargo, se valía él para aliviar muchos males, corregir muchos vicios y mejorar la condición y la suerte de sus semejantes, los demás hombres.
El Padre Ambrosio había ido por orden superior y en misión secreta a Roma.
No importa a nuestra historia, ni sabríamos declarar aquí, aunque importase, cuál había sido el objeto de la misión del Padre Ambrosio. Baste saber que estuvo siete años en Roma, bajo el pontificado de León X, y que volvió a su convento de Sevilla el año de 1521 en que va a empezar la historia que aquí referimos.
A pesar de su grande autoridad como hombre de ciencia y a pesar de la austeridad de sus costumbres, el Padre Ambrosio era benigno y afable con todos los hombres y más aún con los desatendidos y desdeñados.
De aquí que Fray Miguel de Zuheros, si de alguien había recibido muestras de cariñosa simpatía, había sido del Padre Ambrosio, y si algo los interiores tormentos de su espíritu había revelado a alguna persona, esta persona había sido el mencionado Padre.
Durante su ausencia, pues, Fray Miguel había vivido más aislado y mudo que nunca.
Con frecuencia, en las horas de recreo y solaz que en el convento había, cuando ni los Padres ni los novicios estudiaban, meditaban o rezaban, en el extremo de la huerta donde había árboles de sombra y asientos de piedra, el Padre Ambrosio se sentaba rodeado de muchas personas que componían un atento auditorio, y con fácil palabra les relataba lo que llamaríamos hoy sus impresiones de viaje.
Describía el Padre elocuentemente las magnificencias de la Ciudad Eterna: sus palacios, sus templos y sus majestuosas ruinas.
El Padre Ambrosio no consideraba sin embargo a Roma como ciudad-relicario, museo de antigüedades, residuo maravilloso pero inerte de poderío y grandeza jamás igualados antes ni después en la historia. Roma para él había sido siempre, y entonces era más que nunca, porque volvía deslumbrado y hechizado por el esplendor, la elegancia y el lujo de la corte de León X, Roma era para él en realidad la Ciudad Eterna, la reina de las ciudades, la capital del mundo. El pensamiento profundamente católico y español del Padre Ambrosio, si no auguraba, si no se atrevía a profetizar una monarquía universal, la creía posible y hasta probable y creía ver en el giro de los sucesos y en el desenvolvimiento que iban tomando las cosas humanas, que todo se encaminaba la formación de tan gloriosa monarquía, si monarquía podía llamarse, y no debía darse otro nombre a lo que imaginaba el Padre. Él imaginaba que el sucesor de San Pedro, vicario de Cristo y cabeza visible de la iglesia, había de ser y era menester que fuese el Soberano que dominase sobre toda la tierra y gobernase y dirigiese al humano linaje como único pastor a una sola grey. Pero el Padre Santo era principal ministro de un Dios de paz; en vez de cetro y espada tenía cayado. No eran sus armas visibles ni capaces de herir el cuerpo sino los espíritus: sus armas eran la bendición y el anatema. Determinando mejor su concepto, el Padre Ambrosio miraba todos los territorios, donde se había plantado la Cruz redentora, como redil amplio, gobernado por el sucesor del príncipe de los apóstoles, pero gobernado por la persuasión y por la dulzura y realizando la paz perpetua. Antes sin embargo de llegar a término tan deseado, era menester el empleo de la fuerza material para traer a Cristo las cosas todas, para impeler a entrar en el aprisco a las ovejas descarriadas, y para combatir, matar o domar a los leones bravos y a los hambrientos lobos que amenazaban el rebaño y que no le dejaban vivir y pacer tranquilo. El Padre Santo, pues, a pesar de su inmenso poder espiritual, necesitaba aún, y así estaba prescrito y decretado en el plan divino de la historia, un poderoso y enérgico brazo secular que le ayudase en su empresa, que le valiese para la pacificación de la tierra toda y para lograr que Roma, al cabo, transfigurada y purificada, en nada se pareciese a la antigua Babilonia, sino a la Jerusalem refulgente, que el Águila de Patmos vio descender del cielo, ricamente ataviada con admirables joyas y con la vestidura nupcial y con las regias galas de la esposa de Cristo. Para el Padre Ambrosio, en suma, el Padre Santo, en nuestra Ley de Gracia, y en la nueva Era, en cuyo principio creía él vivir, parecía permanente y más dichoso Moisés, que no había de ver la tierra prometida desde lo alto del monte Nebo y allá a lo lejos, sino que había de entrar en ella y dominarla para bien de todo nuestro linaje. A este fin, el Moisés permanente pedía al cielo un Josué activo y belicoso, cuya espada desbaratase y rompiese las huestes enemigas y al son de cuyos clarines cayesen derribados con espantoso fragor los muros de las fortalezas infieles, cuya poderosa hacha de armas quebrase y derribase todos los ídolos y cuyo brazo infatigable acabase por plantar la Cruz del Redentor en todas las latitudes y en todas las alturas, haciendo que las gentes fieras y las más remotas y bárbaras naciones, desconocidas antes, cayesen ante ella postradas de hinojos.
Este brazo secular, este permanente Josué con que el Padre Ambrosio soñaba, era el pueblo español y era su soberano: flamante pueblo de Dios y nuevo e inmortal caudillo que la providencia suscitaría a fin de que se cumpliesen sus altos designios, de todo lo cual la lozanía juvenil de todo Portugal, Aragón y Castilla era como signo precursor, era como primavera riquísima en flores, que alegraban el corazón y ya le daban en esperanza segura el venturoso y sazonado fruto.
Tales eran en cifra los ensueños y las ideas con que a su vuelta de Roma trajo el Padre Ambrosio embargado el espíritu.
-IV-
En su trato y relaciones, así con la gente seglar y profana como con la mayoría de sus hermanos los religiosos, el Padre Ambrosio de Utrera, si bien mostraba, sin vanidosa ostentación y cuando convenía, la ciencia teológica que con sus estudios había adquirido y que atesoraba su inteligencia, todavía guardaba, en lo más hondo y arcano de su mente, cierta filosofía СКАЧАТЬ