Un Sueño de Mortales . Морган Райс
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СКАЧАТЬ podrían haber sobrevivido al Gran Desierto?”

      “No podrían”, dijo otro. “Deben ser habitantes del desierto. De algún modo habrán atravesado la Cresta, se habrán perdido y habrán decidido volver”.

      Gwendolyn intentaba responder, decirles todo lo que había sucedido, pero estaba demasiado agotada para que le salieran las palabras.

      Después de un corto silencio, el líder dio un paso adelante.

      “No”, dijo con seguridad. “Mirad las marcas de su armadura”, dando un golpecito con el pie a Kendrick. “Esta no es nuestra armadura. Y tampoco es la armadura del Imperio”.

      Todos los caballeros se reunieron alrededor, atónitos.

      Entonces ¿de dónde vienen?” preguntó uno, claramente perplejo.

      “¿Y cómo sabían dónde encontrarnos?” preguntó otro.

      El líder se giró hacia los nómadas.

      “¿Dónde los encontrasteis?” preguntó.

      Los nómadas respondieron con un chirrido y Gwen vio como el líder abría los ojos como platos.

      “¿Al otro lado del muro de arena?” les preguntó. “¿Estáis seguros?”

      Los nómadas respondieron con un chirrido.

      El comandante se dirigió a su pueblo.

      “No creo que supieran que estábamos aquí. Creo que tuvieron suerte –los nómadas los encontraron y querían su precio y los trajeron aquí, al confundirlos con nosotros”.

      Los caballeros se miraban los unos a los otros y estaba claro que nunca antes se habían encontrado con una situación así.

      “No podemos acogerlos”, dijo uno de los caballeros. “Conocéis las normas. Los acogemos y dejamos una pista. Sin rastros. Jamás. Tenemos que devolverlos al Gran Desierto”.

      Un largo silencio siguió, interrumpido tan solo por el fuerte viento y Gwen podía sentir que estaban discutiendo qué hacer con ellos. No le gustaba lo larga que era la pausa.

      Gwen intentó incorporarse para protestar, para decirles que no podían enviarlos de nuevo allí, simplemente no podían. No después de todo lo que habían pasado.

      “Si lo hiciéramos”, dijo el líder, “significaría su muerte. Y nuestro código de honor exige que ayudemos a los indefensos”.

      “Y, sin embargo, si los acogemos”, respondió un caballero, “entonces podríamos morir todos. El Imperio seguirá su rastro. Descubrirán nuestro escondite. Pondríamos a toda nuestra gente en peligro. ¿No prefiere que mueran unos cuantos extraños que toda nuestra gente?”

      Gwen veía al líder pensando, roto por la angustia, enfrentándose a una dura decisión. Ella entendía qué significaba enfrentarse a decisiones difíciles. Estaba demasiado débil como para rendirse ante otra cosa que no fuera ponerse a la merced de la bondad de otras personas.

      “Puede que así sea”, dijo al final su líder, con resignación en la voz, “pero no abandonaré a inocentes para que mueran. Vienen con nosotros”.

      Se dirigió a sus hombres.

      “Bajadlos al otro lado”, ordenó, con voz firme y autoritaria. “Los llevaremos ante nuestro Rey y él mismo decidirá”.

      Los hombres escucharon y empezaron a ponerse en marcha, a preparar la plataforma al otro lado para el descenso y uno de sus hombres miró fijamente al líder, indeciso.

      “Está violando las leyes del Rey”, dijo el caballero. “No se admiten extranjeros en la Cresta. Jamás”.

      El líder lo miró fijamente con firmeza.

      “Jamás unos extranjeros habían llegado hasta nuestras puertas”, respondió.

      “El Rey podría encarcelarlo por esto”, dijo el caballero.

      El líder no dudó.

      “Ese es un riesgo que estoy dispuesto a correr”.

      “¿Por unos extraños? ¿Por unos nómadas del desierto sin valor? dijo el caballero sorprendido. “A saber quiénes son esta gente”.

      “Toda vida es valiosa”, contestó el líder, “y mi honor bien vale mil vidas en prisión”.

      El líder hizo una señal con la cabeza a sus hombres, que estaban todos esperando, y Gwen de repente sintió que un caballero la cogía en brazos, la armadura de metal contra su espalda. La cogió sin esfuerzo, como si fuera una pluma, y la llevó, igual que los caballeros llevaban a los demás. Gwen vio que caminaban a través de un ancho plano de piedra en lo alto de la cresta de la montaña, de quizás cerca de cien metros de ancho. Andaban y andaban y ella se sentía relajada en brazos de aquel caballero, más relajada de lo que se había sentido en mucho tiempo. No había nada que deseara más que decir gracias, pero estaba demasiado agotada incluso para abrir la boca.

      Llegaron al otro lado de los parapetos y mientras los caballeros se preparaban para colocarlos en una nueva plataforma y bajarlos al otro lado de la cresta, Gwen echó un vistazo y vislumbró a dónde iban. Fue una visión que nunca jamás olvidaría, una visión que la dejó sin aliento. Vio que la cresta de la montaña, que se elevaba en el desiero como una esfinge, tenía la forma de un enorme círculo, tan amplio que desaparecía de la vista en medio de las nubes. Ella se dio cuenta de que era un muro protector y, al otro lado, allá abajo, Gwen vio un resplandeciente lago azul tan ancho como el océano, centelleante bajo los soles del desierto. La riqueza del azul, la visión de toda aquella agua, la dejó sin respiración.

      Y más allá, en el horizonte, vio una amplia tierra, una tierra tan vasta que no podía ver dónde terminaba y, para su sorpresa, era un verde fértil, un verde fértil que irradiaba vida. Tanto como la vista le alcanzaba se extendían granjas y árboles frutales y viñedos y huertos en abundancia, una tierra rebosante de vida. Era la visión más idílica y hermosa que jamás había visto.

      “Bienvenida, mi señora”, dijo el líder, “a la tierra más allá de la cresta”.

      CAPÍTULO SIETE

      Godfrey, acurrucado como una bola, se despertó por un quejido constante y persistente que interfería con sus sueños. Despertó lentamente, dudoso de si estaba realmente despierto o todavía atrapado en su interminable pesadilla. Parpadeó en la débil luz, intentando deshacerse del sueño. Había soñado que era un títere en una cuerda, colgando de los muros de Volusia, cogido por los Finianos, que tiraban de las cuerdas arriba y abajo, moviendo los brazos y las piernas de Godfrey mientras él colgaba de la entrada de la ciudad. Habían hecho mirar a Godfrey mientras, bajo él, miles de sus compatriotas eran asesinados ante sus ojos, mientras por las calles de Volusia corría la sangre roja. Cada vez que creía que había acabado, el Finiano volvía a tirar de las cuerdas, tirando de él arriba y abajo, una vez y otra y otra…

      Al final, afortunadamente, Godfrey despertó por el quejido y se dio la vuelta, con la cabeza como rota, y vio que el ruido procedía de unos pocos metros, de Akorth y Fulton, los dos acurrucados en el suelo junto a él, quejándose, cubiertos de moratones y cardenales. Por allí cerca estaban Merek y Ario, tumbados inmóviles en el suelo de piedra también –que Godfrey enseguida reconoció como el suelo de la celda de una prisión. Todos parecían haber sido СКАЧАТЬ