Название: Un Sueño de Mortales
Автор: Морган Райс
Издательство: Lukeman Literary Management Ltd
Жанр: Героическая фантастика
Серия: El Anillo del Hechicero
isbn: 9781632916853
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Incluso más, tendrían que llamarla Diosa.
Pensar en ello la hacía sonreír. Levantaría estatuas de ella misma en cada ciudad, delante de cada centro de poder; pondría su nombre a festividades, haría que la gente se saludara con su nombre y el Imperio pronto no conocería otro nombre que no fuera el suyo.
Volusia caminaba al frente de su ejército bajo los soles de la mañana, examinando aquellas puertas de oro y siendo consciente de que este sería uno de los más grandes momentos de su vida. Dirigiendo a sus hombres se sentía invencible – especialmente ahora que todos los traidores de dentro de sus rangos estaban muertos. Que estúpidos que habían sido, pensaba ella, al creer que era tan ingenua, al creer que caería en su trampa; solo porque era joven. Precisamente por su avanzada edad –hasta ahora había podido con ellos. Solo habían conseguido una muerte temprana por subestimar su sabiduría –una sabiduría incluso más grande que la suya.
Y aún así, mientras Volusia caminaba, mientras examinaba los cuerpos del Imperio en el desierto, empezó a sentir un creciente sentimiento de preocupación. Se dio cuenta de que no había tantos cuerpos como debía haber. Había quizás unos cuantos miles de cuerpos, pero no los centenares de miles que ella esperaba, no el cuerpo principal del ejército del Imperio. ¿Aquellos líderes no le habían traído a todos sus hombres? Y si no, ¿dónde podían estar?
Empezaba a hacerse preguntas: con sus líderes muertos, ¿todavía se defendería el Imperio?
Mientras Volusia se acercaba a las puertas de la capital, hizo una señal a Vokin para que diera un paso al frente y a su ejército para que se detuviera.
A una, todos se detuvieron tras ella y, finalmente, reinó la quietud en la mañana del desierto, nada a parte del sonido del viento pasando por allí, el polvo levantándose en el aire y un arbusto de espinas dando vueltas. Volusia examinó las enormes puertas cerradas, el oro tallado en floridos adornos, signos y símbolos, que narraban historias de las antiguas batallas de las tierras del Imperio. Aquellas puertas eran famosas a lo largo del Imperio, se decía que habían tardado cien años en tallarlas y que tenían más de tres metros de grosor. Era un signo de fuerza que representaba a todas las tierras del Imperio.
Volusia, apenas a unos quince metros de distancia, nunca antes había estado tan cerca de la entrada a la capital y estaba impresionada con ellas –y con lo que representaban. No solo era un símbolo de fuerza y estabilidad, también era una obra maestra, una antigua obra de arte. Ansiaba tocar aquellas puertas de oro, pasar sus manos por las imágenes talladas.
Pero sabía que ahora no era el momento. Las examinó y un presentimiento empezó a crecer en su interior. Algo iba mal. No estaban vigiladas. Y todo estaba demasiado tranquilo.
Volusia miró hacia arriba y, en lo alto de los muros, guarneciendo los parapetos, vio cómo miles de soldados del Imperio aparecían ante su vista lentamente, en fila, mirando hacia abajo, a punto de disparar arcos y lanzas.
En medio, mirando hacia abajo, había un general del Imperio.
“Sois estúpidos al acercaros tanto”, dijo gritando, su voz resonando. “Estáis al alcance de nuestros arcos y nuestras lanzas. Puedo mataros en un instante con tan solo mover un dedo”.
“Pero seré misericordioso”, añadió. “Decid a vuestros ejércitos que bajen las armas y os dejaré vivir”.
Volusia miró al general, no podía ver su cara contra la luz del sol, este comandante solitario que se había quedado solo para defender la capital, y miró a sus hombres, que estaban a lo largo de las murallas, todos con los ojos fijos en ella, y los arcos en la mano. Sabía que hablaba en serio.
“Os daré una oportunidad para que bajéis vuestras armas”, respondió, “antes de que mate a todos tus hombres y convierta esta capital en escombros”.
Él rió con disimulo y ella vio cómo él y todos sus hombres bajaban sus viseras, preparándose para la batalla.
Rápido como un rayo, Volusia de repente oyó el sonido de un millar de flechas y un millar de lanzas lanzadas y, al mirar hacia arriba, vio que el cielo ennegrecía, lleno de armas, que apuntaban todas hacia ella.
Volusia estaba allí, como clavada al suelo, sin miedo, sin tan solo encogerse. Sabía que ninguna de estas armas podía hacerle daño. Después de todo, era una diosa.
A su lado, el Vok levantó una de sus largas y verdes manos y, al hacerlo, una esfera verde salió de ella y flotó en el aire delante de ella, proyectando un escudo de luz verde a pocos metros por encima de la cabeza de Volusia. Un instante después, las flechas y las lanzas rebotaron sin causar ningún daño y fueron a parar al suelo, en un montón enorme, a su lado.
Volusia observó con satisfacción el montón, cada vez más grande, de lanzas y flechas y, al mirar de nuevo hacia arriba, vio las caras atónitas de todos los soldados del Imperio.
“¡Os daré una nueva oportunidad para bajar vuestras armas!” exclamó.
El comandante del Imperio tenía el semblante serio, estaba claramente frustrado y sopesando sus opciones, pero sin moverse. En su lugar, hizo señas a sus hombres y ella vio cómo preparaban otra descarga.
Volusia hizo una señal con la cabeza a Vokin y este hizo un gesto a sus hombres. Docenas de Voks dieron un paso adelante, se pusieron todos en fila y levantaron las manos, apuntando con ellas, por encima de sus cabezas. Un instante después, docenas de esferas verdes llenaban el cielo, en dirección a las murallas de la capital.
Volusia observaba con gran expectación, esperando a ver cómo las murallas se desmoronaban, esperando ver a todos los hombres aplastados a sus pies, esperando a que la capital fuera suya. Ya estaba ansiosa por sentarse en el trono.
Pero, para su sorpresa y consternación, Volusia observó cómo las esferas de luz verde rebotaban, inofensivas, en las murallas de la capital, para después desaparecer en brillantes destellos de luz. No podía comprenderlo: eran inefectivas.
Volusia miró a Vokin, el cual parecía también desconcertado.
Allá arriba, el comandante del Imperio, reía mientras miraba hacia abajo.
“Usted no es la única que posee brujería”, dijo. “Las paredes de esta capital no pueden derribarse con la magia, han superado el paso de miles de años, han mantenido a raya a los bárbaros, ejércitos enteros más grandes que el suyo. No existe magia que pueda derribarlas –solo las manos humanas”.
Él hizo una maliciosa y amplia sonrisa.
“Ya СКАЧАТЬ