El Criterio De Leibniz. Maurizio Dagradi
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Название: El Criterio De Leibniz

Автор: Maurizio Dagradi

Издательство: Tektime S.r.l.s.

Жанр: Героическая фантастика

Серия:

isbn: 9788873044451

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СКАЧАТЬ —suspiró con voz alta, tirando el pañuelo y tensando los abdominales.

      Maoko no dijo nada.

      Empezó a pasar los dedos sobre el punto G, arriba y abajo, con una presión moderada y con un ritmo de un pasaje por segundo. De vez en cuando hacía fuerza con la otra mano sobre los abdominales, para que no se moviera. Novak empezó a levantar la cabeza de la cama, con el cuerpo contraído y la boca abierta en forma de «O», emitiendo un «Oooh...» continuo y gutural. Dejó el pañuelo y llevó los brazos hacia delante, agarrándose con las manos a los laterales del colchón y apretándolo con fuerza. Con cada pasaje de los dedos dentro de ella, la noruega subía y bajaba con la cabeza y parte del busto.

      Maoko seguía impertérrita con su estimulación y dejaba que Novak se moviera libremente. Era lo que quería: la había contenido hasta ese momento para que explotase en el orgasmo supremo que una mujer pueda sentir.

      Ahora el rostro de la mujer noruega era una máscara descompuesta, roja y empapada en sudor. También era rojo el cuello, del que las arterias emergían hinchadas y con fuertes pulsaciones; junto con los tendones tensos hasta el espasmo dibujaban una estructura manifiesta de tabla de anatomía cada vez que levantaba el busto. Su cuerpo brillaba cubierto de sudor y bajo las ingles la sábana estaba empapada de líquido vaginal.

      Maoko arqueó ligeramente los dedos y, en vez de usar la punta de las yemas como había hecho hasta ese momento, comenzó a pasar las uñas por el punto G. Eran las uñas de una científica acostumbrada a hacer pequeñas manualidades, no demasiado largas y nada afiladas. Las pasó con decisión sobre la carne sensible en el interior de Novak, una y otra vez, mientras esta apretaba el colchón de manera espasmódica y jadeaba. Unos pocos segundos más, y la mujer noruega echó la cabeza hacia atrás improvisamente y gritó salvajemente con todo el aire que tenía en el cuerpo.

      Maoko puso rápidamente su mano izquierda sobre su boca para que no se oyera por todas partes aquel grito tremendo.

      Los abdominales de Novak se contraían y se relajaban a un ritmo frenético, descargando la energía devastadora de aquel orgasmo como nunca antes había sentido. El grito continuaba, sofocado por la mano de la japonesa.

      Maoko esperó.

      Pasaron muchos segundos hasta que las contracciones del cuerpo de Novak comenzaron a disminuir. El grito se fue atenuando hasta que cesó, y poco a poco la mujer noruega volvió a apoyar la cabeza en la cama. Soltó el colchón y abandonó los brazos a los lados. Maoko le quitó la mano de la boca y empezó a acariciarle el abdomen de nuevo. Delicadamente, empezó a sacar la mano derecha de su vagina. Se deslizaba fácilmente en el canal inundado de fluido vaginal, y los músculos estaban relajados por la dilatación a la que habían estado sometidos. En pocos segundos la mano estuvo fuera y Maoko constató que el guante había permanecido entero, a pesar de que había usado las uñas con decisión. Se alegró por esto, ya que para los japoneses la higiene es algo fundamental, y que persiguen de manera obsesiva.

      Miró a Novak. Yacía inmóvil en la cama, con los ojos ausentes mirando el techo. La respiración se estaba volviendo regular. La cara retomaba poco a poco su color natural y el sudor se estaba secando rápidamente. Un minuto después dormía tranquila, con la boca medio abierta y la cabeza levemente girada hacia la derecha.

      Maoko bajó de la cama, moviéndose con cuidado para no despertarla; tiró los guantes, apagó la luz principal y volvió a ponerse el pijama. Con extrema delicadeza, tiró de la manta a los pies de la cama y tapó a Novak para que no cogiera frío, después fue al armario y cogió una pequeña manta. Apagó la lámpara de la mesilla y, a tientas, fue hasta el sillón. Se tumbó de lado y se tapó con la manta.

      Miró en la oscuridad durante unos minutos, pensativa, y finalmente se durmió.

      Capítulo XVI

      Drew se había ido del laboratorio junto a los demás y se estaba dirigiendo a casa. Ya era casi de noche y quería descansar, cerrar ese día infernal. ¡Había pasado alguna que otra cosa! La existencia tranquila y regular del maduro profesor de física se había puesto patas arriba de forma inesperada con ese descubrimiento increíble. Estos últimos días le habían hecho vivir cosas portentosas, con un ritmo trepidante, en un aumento continuo de gloria y emoción, mucho más de lo que había sentido el resto de su vida.

      Caminando por la pequeña avenida, su mirada se posó casualmente en el edificio que albergaba el despacho del director.

      «Tengo que decírselo», pensó.

      Estaba cansado, pero se dirigió en aquella dirección de todas formas.

      La luz se filtraba por la ventana de McKintock. Drew sabía que trabajaba más de lo que debía.

      La señorita Watts ya se había marchado, así que llamó directamente a la puerta del despacho.

      —Adelante —respondió una voz cansada—. Ah, eres tú, Drew. Entra, por favor, amigo mío. —En ese «amigo mío» había un afecto sincero, que Drew percibió. Quizá, en el fondo, McKintock no era solamente una máquina de dar órdenes siempre en busca de dinero. ¿O quizá sí? En este caso, esa manifestación inusual de amistad habría sido solo un agradecimiento por los beneficios que el rector preveía gracias al descubrimiento de Drew y Marlon, los cuales, por lo tanto, merecían ser tenidos en gran consideración.

      Cierto, las ganancias serían para la Universidad, pero McKintock era un idealista, y hacer prosperar el ente que dirigía era un objetivo vital para él. Lo era hasta el punto de que se identificaba con la universidad misma, así que todo el bien que le hacía se lo hacía a sí mismo. Y por esto estaba todavía allí, trabajando, avanzando con prácticas administrativas que habrían podido ser gestionadas al día siguiente. Pero el rector sabía demasiado bien que podría surgir cualquier problema que habría impedido realizar esos trámites, lo cual habría provocado nuevos problemas, en una reacción en cadena que era mejor no comenzar.

      —Lo hemos conseguido, McKintock —anunció Drew con voz cálida—. Tenemos la teoría de base y podemos estimar la energía necesaria para intercambiar distintos volúmenes a distancias dadas.

      —Perfecto —se alegró el rector—. ¿Y hasta qué distancia podemos llegar?

      —Podemos llegar a todas partes —respondió simplemente Drew, sentándose—.

      —Es decir, ¿hasta Pequín, Moscú, Ancorage? ¿Dónde queramos?

      —Allí, y no solo.

      —¿Cómo «no solo»? —McKintock estaba un poco perdido. Reflexionó un momento—. ¿A la luna? —preguntó con ironía.

      —La luna está a la vuelta de la esquina, para esta máquina —respondió Drew, sereno—. El Intercambio se puede realizar con un punto cualquiera del universo conocido.

      McKintock no tenía ni idea de lo grande que era el universo conocido, ni cuánto se conocía del universo mismo. Para él la luna y los planetas del sistema solar constituían todo el universo que él conocía.

      — El universo es muy grande, McKintock. La estimación actual ronda los noventa y tres mil millones de años luz. Imagina una esfera de ese diámetro.

      McKintock lo miró estupefacto. ¿Qué sabía él lo que era un año luz?

      Drew se dio cuenta de que tenía que explicárselo. No le apetecía, pero era necesario.

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