La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos. Rosette
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Читать онлайн книгу La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos - Rosette страница 12

СКАЧАТЬ frialdad; los míos estaban empañados, somnolientos.

      —El libro así no está bien —determinó—. Haga desaparecer el tocadiscos, Melisande. Quisiera escribir un poco, incluso reescribir todo. —Me dedicó una sonrisa resplandeciente—. La idea de la música ha sido genial. Gracias.

      —¿Le parece...? No he hecho nada especial —balbuceé, escapando a su mirada, a las profundidades en las cuales corría el riesgo regularmente de perderme.

      —No, no ha hecho nada especial, en efecto —admitió, haciendo bajar mi moral por debajo de mis tacones, por el modo rápido con el que me había liquidado—. Es usted, que es especial, Melisande. Usted, no lo que dice o hace.

      Su mirada chocó contra la mía, decidida a capturarla como de costumbre. Levantó las cejas, con esa ironía que ya conocía tan bien.

      —Gracias, señor —respondí compungida.

      Él rio, como si hubiera dicho un chiste. No me lo tomé a mal, me encontraba divertida. Es mejor que nada, quizás. Recordé nuestra conversación de unos días atrás, cuando me había preguntado si por amor hubiera cedido mis piernas, o mi alma. Esa vez, respondí que nunca había amado, y por lo tanto ignoraba como me comportaría. Ahora me di cuenta de que quizá podía responder a esa pregunta insidiosa.

      Trajo hacia sí el ordenador y comenzó a escribir, excluyéndome de su mundo. Yo volví a mis funciones, aunque tenía el corazón en un puño. Enamorarme de Sebastián Mc Laine era un suicidio. Y yo no tenía veleidades de kamikaze. ¿Verdad? Era una chica con sentido común, práctica, razonable, incapaz de soñar. También con los ojos abiertos. O al menos lo había sido hasta ese momento, me corregí.

      —¿Melisande?

      —¿Si, Señor? —Me giré hacia él, sorprendida de que me hubiera dirigido la palabra. Cuando empezaba a escribir se apartaba de todo y de todos.

      —Tengo ganas de rosas —dijo, mientras señalaba el florero sobre el escritorio—. Pida a Millicent que lo llene, por favor.

      —Como no, señor. Aferré el vaso de cerámica con ambas manos. Sabía que era pesado.

      

      

      —Rosas rojas —especificó—. Como tus cabellos.

      Enrojecí, si bien no había nada de romántico en lo que había dicho.

      —Está bien, Señor.

      Sentía su mirada que me traspasaba la espalda, mientras abría con cuidado la puerta y entraba en el pasillo. Descendí a la planta baja, con el jarrón apretado entre mis manos.

      —¿Señora Mc Millian? ¿Señora..?

      No había rastro de la anciana ama de llaves; luego, un recuerdo afloró en mi mente, demasiado tenue para aferrarlo. La mujer, en el desayuno, me había dicho algo, a propósito del día libre... ¿Se refería a hoy? Difícil de saberlo. La señora Mc Millian era un hervidero de información confusa, y rara vez lograba escucharla de principio a fin. Tampoco en la cocina había rastro de ella. Desconsolada, apoyé el jarrón sobre la mesa, junto a una cesta de fruta fresca.

      ¡Lo que faltaba! Me di cuenta de que debía yo elegir las rosas en el jardín. Una tarea más allá de mis capacidades. Más fácil coger una nube y bailar un vals.

      Con un zumbido insistente en las orejas, y la sensación de una catástrofe inminente, salí al aire libre. La rosaleda estaba delante de mí, ardiente como un fuego de pétalos. Rojas, amarillas, rosas, blancas, azules incluso. Lástima que yo vivía en blanco y negro, en un mundo donde todo era sombra. En un mundo en el que la luz era algo inexplicable, algo indefinido, prohibido. No podía ni siquiera hacerme la idea de cómo distinguir los colores, porque ignoraba qué eran. Desde mi nacimiento.

      Di un paso incierto hacia la rosaleda, mis mejillas ardían. Tendré que inventar una excusa para justificar mi regreso arriba sin flores. Una cosa era elegir entre dos cajas, otra era llevar rosas del mismo color. Rojo. ¿Cómo es el rojo? ¿Cómo imaginar algo que nunca se ha visto, ni siquiera en un libro?

      Pisé una rosa rota. Me incliné a cogerla, estaba marchita, lánguida en su muerte vegetal, pero tenía perfume aún.

      —¿Qué haces aquí?

      Me aparté bruscamente los cabellos de la frente, lamentando no haberlos recogido en el habitual moño. Eran largos hasta la nuca, y ya estaban impregnados de sudor.

      —Debo recoger rosas, para el señor Mc Laine —respondí lacónica.

      Kyle sonrió, con su habitual sonrisa llena de segundas intenciones irritantes.

      —¿Necesitas ayuda?

      

      

      En esas palabras lanzadas al viento, vacías y ambiguas, descubrí una vía de salvación, un atajo inesperado, que cogí al vuelo.

      —En realidad deberías hacerlo tú, pero no estabas en las proximidades. Como de costumbre —dije ácida.

      Un temblor le cruzó el rostro.

      —No soy un jardinero. Trabajo ya demasiado.

      Al escuchar eso se me escapó una risa. Me llevé una mano a la boca, como para amortiguar la risa. Él me miró furibundo.

      —Es la verdad. ¿Quién crees que lo ayuda a lavarse, vestirse, a moverse?

      El pensamiento de Sebastián Mc Laine desnudo me provocó casi un cortocircuito. Lavarlo, vestirlo... Tareas que yo habría realizado con mucho gusto. Luego, el pensamiento de que nunca me habría tocado eso a mí, me hizo responder ácidamente.

      —Pero la mayor parte del día estás libre. Ciertamente, a su disposición, pero raramente eres perturbado —le dije, azuzando el fuego—. Hey, ¡ven a ayudarme!

      Se decidió, aún molesto.

      Le aferré las cizallas, sonriendo.

      —Rosas rojas —especifiqué.

      —Así se hará —gruño, poniéndose manos a la obra.

      Al final, cuando el ramo estaba listo, lo cortó en la cocina, en donde se encontraba el florero. Me pareció más práctico y fácil dividirnos la tarea. Él llevaría el jarrón de cerámica, yo las flores.

      Mc Laine estaba aún escribiendo, enfervorizado. Se interrumpió cuando nos vio entrar, juntos.

      —Ahora entiendo por qué se demoraron tanto —susurró en mi dirección.

      Kyle se despidió rápidamente, mientras dejaba con rudeza el jarrón sobre el escritorio. Por un instante temí que se derramaría. Ya había salido cuando me apresuré a acomodar las rosas en el jarrón.

      —¿Era tan difícil la tarea que tenías que hacerte ayudar? —me preguntó, dejando brotar de sus ojos destellos de ira incontrolable.

      Braceé como un pez que ha mordido estúpidamente el anzuelo.

      —El СКАЧАТЬ