La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos. Rosette
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos - Rosette страница 14

СКАЧАТЬ deleite por un instante delicioso en la alegría de ese halago, luego la ira tomó la delantera.

      —¿Entonces? ¿Tendré un día libre?

      Sonrió de través, y mi furia languideció, sustituida por una excitación diferente e impensable.

      —Ok, que sea el domingo —decidió finalmente.

      —¿El domingo? —Había cedido tan rápidamente que me sorprendió. Era tan rápido en sus decisiones como para hacerme dudar de su capacidad para cumplirlas—. Pero es también el día libre de la señora Mc Millian... ¿Está seguro de...?

      —Millicent está libre sólo en la mañana. Usted puede tomar la tarde.

      Asentí, poco convencida. Por el momento debía contentarme.

      —De acuerdo.

      Señaló la fuente.

      —¿La lleva a la cocina, por favor?

      Estaba ya llegando a la puerta, cuando un pensamiento me hirió con el impacto de un meteorito.

      —¿Por qué precisamente el domingo?

      Me volteé a mirarlo. Tenía la expresión de una serpiente de cascabel, y comprendí todo en un a abrir y cerrar de ojos. Porque hoy es domingo, y tendré que esperar siete días. Una victoria pírrica. Estaba tan furiosa que me tentó la idea de tirarle encima la fuente.

      —Pasará rápidamente —me persuadió, divertido—. Ah, no tire la puerta, cuando salga.

      Fui tentada de hacerlo, pero me obstaculizó la fuente. Habría tenido que colocarla por tierra, y renuncié a la idea. Probablemente se habría divertido aún más.

      Aquella noche, por primera vez en mi vida, soñé.

      Capítulo Quinto

      

      

      

      

      

      

      

      

      Parecía que era un espíritu, casi espectral en mi camisa de noche, revoloteando en el viento invisible. Sebastián Mc Laine me tendía la mano, amable.

      —¿Quieres bailar conmigo, Melisande Bruno?

      Estaba parado, inmóvil, a los pies de mi cama. Ninguna silla de ruedas. Su figura era parpadeante, pálida, de la misma consistencia de los sueños. Cubrí la distancia que nos separaba, veloz como un cometa. Él me sonrió encantadoramente, como quien no duda de la felicidad del otro, porque es reflejo de la suya.

      —Señor Mc Laine, usted puede caminar... —Mi voz era ingenua, evocaba a la de una niña.

      Él recambió mi sonrisa, con sus ojos tristes y oscuros.

      —Al menos en los sueños, sí. ¿No quieres llamarme Sebastián, Melisande? ¿Al menos en el sueño?

      Me sentí embarazada, reticente a abandonar las formalidades, incluso en aquel momento fantástico e irreal.

      —De acuerdo... Sebastián.

      Sus labios me ciñeron la cintura, un estrujamiento firme y jocoso. —¿Sabes bailar, Melisande?

      —No.

      —Entonces déjate guiar por mí. ¿Crees que lo puedes hacer? —Me miró desconfiado, ahora.

      —No creo que lo logre —admití, sincera.

      Él asintió, para nada turbado por mi sinceridad.

      —¿Ni siquiera en sueños?

      —Yo no sueño nunca —respondí incrédula.

      Sin embargo lo estaba haciendo. Era un hecho indiscutible, ¿no? No podía ser real. Yo en camisa de dormir entre sus brazos, con la dulzura de su mirada, notando la ausencia de la silla de ruedas.

      —Espero que no te despiertes decepcionada —dijo pensativo.

      —¿Por qué debería? —objeté.

      —Yo seré el objeto del primer sueño de tu vida. ¿Estás decepcionada?

      Me miraba serio, dubitativo. Se tiraba hacia atrás ahora, y yo le planté los dedos en sus brazos, feroces como garras.

      —No, quédate conmigo, por favor.

      

      

      —¿Me quieres realmente en tu sueño?

      —No quisiera ningún otro —dije arrogante.

      Estoy soñando, me repetía. Podía decir todo lo que me pasaba por la cabeza sin temor a las consecuencias. Él me sonrió una vez más, más hermoso que nunca. Me hizo girar, acelerar el ritmo a medida que aprendía los pasos. Era un sueño real en una manera espantosa. Mis dedos percibían, bajo las yemas, la suavidad de la cachemira de su Jersey, y más abajo aún, la firmeza de sus músculos. A un cierto punto advertí un ruido, como una péndola que marcaba las horas. Se me escapó una risilla.

      —¡También aquí!

      El ruido de la péndola no me era particularmente agradable, era un sonido chillón, angustioso, viejo. Sebastián se separó de mí, tenía la frente contraída.

      —Tengo que irme.

      Me sobresalté, como golpeada por un proyectil.

      —¿Debes, precisamente?

      —Debo, Melisande. También los sueños terminan. —En sus palabras tranquilas había tristeza, el sabor de despedida.

      —¿Volverás? —No podía dejarlo irse así, sin luchar.

      Él me estudió atentamente, como lo hacía siempre durante el día, en la realidad.

      —¿Cómo podría no volver, ahora que has aprendido a soñar?

      Aquella promesa poética calmó mi ritmo cardíaco, ya irregular ante la idea de no verlo más. No así, al menos. El sueño se apagó, como la llama de una vela. Y así la noche.

      La primera cosa que miré, al abrir los ojos, fue el techo de vigas expuestas. Luego la ventana, a medio cerrar por el calor. Había soñado por primera vez.

      Millicent Mc Millian me sonrió amablemente, cuando me vio aparecer en la cocina.

      —Buenos días, linda, ¿ha dormido bien?

      —Como nunca en mi vida —respondí lacónica. El corazón corría el riesgo de estallarme en el pecho al recordar СКАЧАТЬ