La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos. Rosette
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      —Probablemente no. Pero no estoy segura. Tendría que estar en el lugar de un mosquito, para tener la certeza. Me gusta creer que podría encontrar una alternativa. —Mantuve la mirada cautelosamente apartada de él.

      —No siempre hay alternativas, Melisande. —Por un instante su voz tembló, bajo la carga de un sufrimiento del que no tenía ni idea, con el que tenía que negociar cada día, por quince largos años—. Nos vemos a las dos, señorita Bruno. Sea puntual.

      Cuando me gire hacia él, ya había dado vueltas a la silla de ruedas, escondiéndome su rostro. La conciencia de haber cometido una metedura de pata me machacó el corazón cual prensa, pero no podía remediarlo de ninguna manera. En silencio dejé la habitación.

      Capítulo Tercero

      

      

      

      

      

      

      

      

      A las dos, puntual, me presenté en la oficina. Kyle estaba saliendo con un plato todavía intacto entre las manos, con el aire de quien quiere mandar al diablo todo y a todos y trasladarse a otra parte del mundo.

      —Está de pésimo humor, y no quiere comer nada —balbuceó.

      El pensamiento de haber sido yo la causante involuntaria de su estado de ánimo hirió en lo profundo mi ser, cada fibra, cada célula. Nunca he hecho mal a nadie, siempre caminando casi en punta de pies para no molestar, atenta a cada palabra para no herir.

      Crucé el umbral, con una mano apoyada en la hoja de la puerta dejada abierta por Kyle. Cuando entré, sus ojos se alzaron.

      —Ah, es usted. Entre, señorita Bruno. Dese prisa, por favor.

      No perdí tiempo en obedecer. Hizo deslizar sobre el escritorio varias hojas cubiertas por una fina caligrafía masculina.

      —Envíe estas cartas. Una al director de mi banco, y la otra a las direcciones indicadas en el pie de página.

      —Inmediatamente, señor Mc Laine —contesté con deferencia.

      Cuando levanté la mirada y vi su rostro, noté con alegría que le había vuelto la sonrisa.

      —Qué formales estamos, señorita Bruno. No hay prisa. No son cartas tan importantes. No es cuestión de vida o muerte. Soy un muerto viviente desde hace ya muchos años.

      A pesar de la crudeza de su declaración parecía que le había regresado el buen humor. Su sonrisa era contagiosa y calentó mi alma alborotada. Por suerte no le duraba mucho el malhumor, pero sus cóleras eran inquietantes y violentas.

      —¿Sabe conducir, Melisande? Debo enviarla a traer algunos libros de la biblioteca local. Sabe..., investigaciones. —Su sonrisa fue sustituida por una mueca de burla—. Naturalmente no puedo ir yo —añadió, a manera de explicación.

      Incómoda, apreté más las hojas entre las manos, corriendo el riesgo de arrugarlas.

      —No tengo el permiso, señor —me disculpé.

      La sorpresa alteró sus bellísimos rasgos.

      —Pensaba que la juventud de hoy tuviera prisa de crecer exclusivamente para obtener el derecho a conducir. Incluso, lo hacen antes, a escondidas.

      —Soy diferente, señor —dije lacónica. Y lo era realmente. Casi alienígena en mi diversidad.

      Me escudriñó con esos ojos negros, más penetrantes que un radar. Sostuve su mirada, inventando en ese momento una excusa plausible.

      —Tengo miedo de conducir, y con un semejante antecedente, acabaría solo por ocasionar desastres —expliqué de prisa, alisando las hojas que yo misma había arrugado.

      —Después de tanta sinceridad por su parte, siento el olor a mentira —dijo casi cantando.

      —Es la verdad. Podría realmente... —Perdí la voz por un largo instante, luego continué—. Podría realmente matar a alguien.

      —La muerte es el mal menor —susurró. Bajó los ojos sobre sus piernas, y contrajo la quijada.

      Me maldije mentalmente, de nuevo. Era realmente una creadora de problemas, incluso sin un volante entre las manos. Un peligro público, imperdonablemente insensible, hábil sólo para meter la pata.

      —¿Quizá lo he ofendido, señor Mc Laine?

      La ansiedad se dejó entrever en mi pregunta, y lo despertó de su sopor.

      —Melisande Bruno, una joven mujer, venida quién sabe de dónde, excéntrica y divertida como un cartón animado... ¿Cómo puede esta chica ofender al gran escritor de terror, al satánico y perverso Sebastián Mc Laine? —Su voz era calma, en contraste con la dureza de sus frases.

      Me torcí las manos, nerviosa como en el primer encuentro.

      –Tiene razón, señor. No soy nadie. Y....

      Sus ojos se afilaron, amenazantes.

      —En efecto. Usted no es nadie. Usted es Melisande Bruno. Por tanto, es alguien. No permita nunca a nadie humillarla, ni siquiera a mí.

      —Debo aprender a estar callada. Antes de venir a esta casa lo podía perfectamente —murmuré afligida, con la cabeza inclinada.

      —¿Midnight Rose tiene el poder de sacar fuera lo peor de usted, Melisande Bruno? ¿O es quien habla el que posee esa increíble habilidad? —Me dirigió una sonrisa benévola, con la magnanimidad de un soberano.

      Acepté feliz la tácita oferta de paz, y volví a encontrarme con su sonrisa.

      —Creo que depende de usted, señor —le revelé en voz baja, como si confesara un pecado capital.

      —Ya sabía que era un demonio —dijo solemne—, pero hasta este punto... Me deja sin palabras...

      

      

      —Si quiere le paso el diccionario —dije riendo.

      La atmósfera se había aligerado, y también mi corazón.

      —Creo que el verdadero diablillo es usted, Melisande Bruno —siguió molestándome—. Es Satanás en persona quien la ha enviado, para turbar mi tranquilidad.

      —¿Tranquilidad? ¿Está seguro de no confundirla con el aburrimiento? —bromeé.

      —Si lo era, con usted aquí, no lo voy a volver a sentir nunca más, de eso estoy seguro. Quizás, a este paso, terminaré por extrañarla —dijo con énfasis.

      Estábamos riendo ambos, en la misma longitud de onda, cuando alguien llamó a la puerta. Tres veces.

      —La СКАЧАТЬ