Название: La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos
Автор: Rosette
Издательство: Tektime S.r.l.s.
Жанр: Современная зарубежная литература
isbn: 9788873045663
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Él pareció impresionado por mi respuesta de sangrienta sinceridad.
—Eres afortunada entonces. Los sueños son siempre una engañifa. Si son pesadillas, perturban tu sueño; si son sueños bonitos, el despertar será doblemente amargo. Es mejor no soñar, a fin de cuentas. —Sus ojos no se separaron de los míos, esos ojos hechiceros—. Eres un personaje interesante Melisande. Un clavo en el zapato, pero divertida
—añadió en tono burlón.
—Me alegro entonces de tener los requisitos necesarios para este trabajo —comenté irónicamente.
Me hice daño en el labio inferior con los dientes, abatida de nuevo por el arrepentimiento. ¿Qué me estaba sucediendo? Nunca había reaccionado con esa deplorable impulsividad. Debía cortar con eso antes de perder totalmente el control.
Ahora sonreía de oreja a oreja, divertido más de lo que las palabras puedan expresar.
—Los tienes realmente. Estoy seguro de que nos llevaremos bien. Una secretaria que no sabe soñar, como su jefe. Hay una afinidad electiva entre nosotros, Melisande. De almas, en un cierto sentido. Si no fuera porque uno de nosotros tiene más de una, y desde hace ya mucho tiempo... —Antes de que pudiera encontrar sentido a sus palabras oscuras, se puso serio; tenía los ojos nuevamente impasibles, la expresión inescrutable, ausente, sin vida—. Debes enviar el fax de los primeros capítulos del libro a mi editor. ¿Sabes cómo hacerlo?
Asentí, y una punzada me hizo darme cuenta de que extrañaba nuestro duelo verbal. Hubiera querido que fuera infinito. Había sacado de ese intercambio, cual manantial milagroso, una energía sin precedentes para mí, que me colmó de una vitalidad impresionante.
Las dos horas siguientes volaron. Envié varios faxes, abrí el correo, escribí las cartas de rechazo a diversas invitaciones y puse en orden el escritorio. Él, en silencio, escribía en la computadora, tenía el ceño fruncido, los labios apretados, sus manos blancas y elegantes volaban en el teclado. Cerca de la hora de almuerzo, con un gesto de la mano llamó mi atención.
—Puedes hacer una pausa, Melisande. Quizá comer algo, o dar un paseo.
—Gracias Señor.
—¿Has empezado a leer mi libro?, el que te he dado.
Su rostro todavía estaba ausente, sereno, pero capté un relámpago de buen humor en aquellos ojos negros.
—Tenía usted razón, señor. No es exactamente mi género —le confesé con total sinceridad.
Sus labios se curvaron ligeramente, en una sonrisa oblicua, capaz de penetrar la coraza de mis defensas. Coraza que creía más fuerte que el acero.
—No lo dudaba. Apuesto a que tú eres más un tipo Romeo y Julieta.
No había ironía en su voz, se limitaba a hacer una constatación.
—No, señor. —Replicarle me vino de forma natural, como si nos conociéramos de siempre, y pudiera ser yo misma, plenamente, sin subterfugios o máscaras—. Yo amo sólo las historias de final feliz. La vida es ya demasiado amarga como para aumentar la dosis con un libro. Si no me ha sido concedido el poder soñar de noche, quiero hacerlo al menos de día. Si no me ha sido concedido el poder soñar en la vida, quiero hacerlo al menos con un libro.
Sopesó cuidadosamente mis palabras, y tan largamente que pensé que no me daría una respuesta. Cuando me iba a despedir me retuvo.
—¿La señora Mc Millian te ha explicado el nombre de esta casa?
—Probablemente lo habrá hecho —admití con una sonrisa a medias—. Me temo haberle prestado oídos a medias.
—Felicitaciones, yo me pierdo después de la décima palabra —dijo sin ironía—. Nunca he tenido espíritu de sacrificio, soy un egoísta hecho y derecho.
—A veces hay que serlo —dije sin pensar—, o te demolerán las expectativas de los demás. Y acabarás viviendo una vida que no es la tuya, sino la que otros han decidido para ti.
—Muy sabia, Melisande Bruno. Has hallado, a sólo veintidós años, la clave de la serenidad de espíritu. No es para todos.
—¿Serenidad? —repetí, amargada—. No, la sabiduría de entender una cosa no implica necesariamente aceptarla. La sabiduría nace en la cabeza, el corazón sigue sus propios recorridos, independientes y peligrosos. Y tiende a hacer desviaciones fatales.
Él desplazó la silla de ruedas, acercándose a la parte del escritorio donde estaba yo, con sus ojos penetrantes.
—¿Entonces? ¿Está curiosa por saber la razón del nombre Midnight Rose? ¿O no?
—Rosa de medianoche —traduje, luchando con la emoción de tenerlo tan cerca. Huía desde hace tiempo de la compañía masculina, desde el día de mi primera y única cita. Tan desastrosa como para marcarme por siempre.
—Exacto. En esta zona existe una leyenda antigua, de siglos, quizás milenios, según la cual si se asiste al despuntar de una rosa a la medianoche, nuestro más grande y secreto deseo será escuchado por arte de magia. Aun si es un deseo oscuro y maldito.
Apreté las manos en un puño, casi retándome con la mirada.
—Si un deseo tiene como finalidad hacernos felices, nunca es oscuro y maldito —dije con calma.
Él me miró con atención, como si no creyera a sus oídos. Dejó escapar una risa casi demoníaca. Un terror serpenteó a lo largo de mi espalda.
—Muy sabia, Melisande Bruno. Te lo concedo. Palabras escandalosas para una chica que no aplastaría un mosquito sin ponerse a llorar.
—Una mosca quizás, pero con un mosquito no tendría problemas —respondí lapidaria.
De nuevo se puso atento, y en aquellos ojos oscuros una llama lejana era incapaz de entibiar el hielo.
—Cuánta información valiosa sobre ti, señorita Bruno. He descubierto en pocas horas que eres hija de un ex minero apasionado de Debussy, que no puedes soñar y que odias los mosquitos. Cómo así, me pregunto. ¿Qué te han hecho esas pobres criaturas? —La burla era evidente en su voz.
—¿Pobres?, de ninguna manera —repliqué con prontitud–. Son parásitos, se alimentan de sangre ajena. Son insectos inútiles, a diferencia de las abejas, y ni siquiera tan simpáticas como las moscas.
Se batió una mano sobre la cadera, estallando en risas.
—¿Simpáticas las moscas? Eres extrañísima Melisande, y muy, demasiado, divertida.
Más caprichoso que el tiempo de marzo, su humor cambió bruscamente. Su risa se apagó en un dos por tres, y volvió a mirarme fijamente.
—Los mosquitos chupan sangre porque no tienen otra opción, querida mía. Es su única fuente de sustento, ¿puedes censurárselo? Tienen gustos refinados, a diferencia de las tan ensalzadas moscas, acostumbradas a chapotear entre los desperdicios humanos. —Miré el escritorio lleno de hojas, incómoda bajo sus ojos gélidos—. ¿Qué harías en el lugar de un mosquito, Melisande? СКАЧАТЬ