El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel
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Читать онлайн книгу El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III - Fernández y González Manuel страница 52

СКАЧАТЬ fatiga, nunca doy pasos en vano. A propósito de las piezas mayores de palacio, habéisme dicho que la primera es el rey. Os engañáis; pero como sois hombre de ingenio y de experiencia, quisiera saber el motivo de vuestro engaño. En esto debe de danzar la Dorotea… vuestra ahijada… ó vuestra hija, ó vuestra querida…

      Púsose pálido como un difunto el tío Manolillo.

      – ¡Pobre Dorotea! – exclamó el bufón.

      – Pobre de vos, que sois un insensato… Allá en San Marcos supe, por cartas de algunos amigos que se venían sin que nadie las viese á mi bolsillo, y que yo leía cuando de nadie era visto, supe, repito, que la Dorotea se había escapado del convento donde la guardábais y se había metido á cómica; supe además que el duque de Lerma la mantenía, y alegréme, porque dije: el tío Manolillo será enemigo á muerte de su excelencia. Ahora medito, y después de meditar, saco en claro: que siendo la Dorotea amante vendida del duque de Lerma, debe de haber andado en la venta don Rodrigo Calderón; que siendo don Rodrigo Calderón lo que es, puede haber habido algo que no gustaría al duque de Lerma si lo supiese, porque el buen señor es muy vanidoso, muy creído de que lo merece todo, á pesar de sus años y de sus afeites; que habiendo habido algo entre vuestra hija y don Rodrigo, vuestra hija habrá tenido celos, y no habrá encontrado otra mejor que la reina para justificarlo; de modo que un ministro tonto, un rufián dorado, una mujerzuela semi-pública y un padre ó amante, ó pariente tal como vos, que tratándose de Dorotea no sois ya un loco á sueldo, sino un loco de veras, son ó pueden ser la causa de la deshonra de una noble y digna y casi santa mujer que ha tenido la desgracia de ser reina de España, cuando el rey de España es Felipe III.

      – ¿No habéis visto entrar en el cuarto de la reina un hombre, don Francisco?

      – Sí por cierto; y os confieso que tal entrada me pone en confusiones; como que el hombre que ha entrado en el cuarto de la reina es un mozo que me interesa mucho y que… os voy á dar un alegrón, tío Manolillo; pero habéis de pagármelo diciéndome todo lo que sepáis.

      – Si me alegro, os pago.

      – Pues bien, es muy posible que á estas horas don Rodrigo Calderón esté en la eternidad.

      – ¡Dios mío! – exclamó el bufón – . ¡Pero estáis seguro, don Francisco!

      – Lo que sé deciros es que ese mancebo, que sabe lo que se hace cuando da un golpe, acaba de reñir con él y de tenderle cuando entró en palacio.

      – ¡Ah! ¡ah! ¡han encontrado quien les haga el negocio de balde!

      – Acaso ese pobre muchacho pague muy caro el haber dado al traste con don Rodrigo Calderón.

      – ¿Muy caro?

      – Sí por cierto; como que está enamorado como un loco de la dama por quien se ha metido en ese lance.

      – ¡Esperad! ¡esperad! yo he visto, al entrar ese mancebo en el cuarto de la reina, su semblante, y no le conozco, aunque me ha parecido encontrar en él un no sé qué… ¿conocéis á ese mancebo?

      – ¡Mucho!

      – ¿Y cómo se llama?

      – Juan Martínez Montiño.

      – ¡Ah! ¿es pariente del cocinero del rey?

      – Su sobrino carnal, hijo de su hermano.

      – Don Francisco, no merecéis que yo os hable con lisura.

      – ¿Por qué?

      – Porque vos no sois conmigo liso y llano.

      – Cogedme en un renuncio.

      – Estáis cogido.

      – ¿Por dónde?

      – Por ese mancebo.

      – ¿Y por qué?

      – ¿Por qué? ¿no decís que es sobrino del cocinero mayor?

      – Así resulta de su partida de bautismo.

      – Las partidas de bautismo se compran.

      Miró Quevedo profundamente al bufón.

      – Pero lo que no se compra es el semblante.

      – ¿Qué queréis decir?

      – Digo que sé algo de ese secreto.

      – ¿De qué secreto?

      – Estamos jugando al acertijo, hermano Quevedo, á pesar de que nadie nos escucha.

      – ¿Tenéis pruebas?

      – ¿De que ese mancebo…? ¡vaya! al verle me acometió una sospecha; pero cuando me habéis dicho que es hijo de un Montiño… no pude dudar… como que… ya se ve, estoy en el enredo…

      – ¿Acabaremos, hermano bufón?

      – Si, por ejemplo, ese mozo en vez de llamarse Juan Montiño se llamase don Juan Girón…

      – ¡Diablo! – exclamó Quevedo.

      – ¡Cómo! ¿no lo sabíais, don Francisco?

      – Algo se me alcanzaba.

      – ¿Y sabéis cómo se llamaba su madre?

      – No me lo han dicho.

      – Pues yo voy á decíroslo.

      – Sepamos.

      – La madre se llamaba… y se llama, doña Juana de Velasco, duquesa viuda de Gandía, camarera mayor de su majestad.

      Abrió enormemente los ojos Quevedo.

      – Y qué hermosa, qué hermosa estaba entonces la duquesa.

      – ¿Pero estáis seguro de ello, amigo Manolillo?

      – ¡Que si estoy seguro! como lo estaría si, por ejemplo, dentro de algunos meses la señora condesa de Lemos, después de haber estado mucho tiempo en la cama á pretexto de enfermedad y en ausencia de su marido, saliese una noche de Madrid en una litera.

      – ¡Ah! ¡ah! ¿y no habéis encontrado para vuestra comparación otra dama que doña Catalina de Sandoval?

      – Es tan hermosa como lo era en otro tiempo la duquesa de Gandía, tan viva como ella, y tuvo la fortuna ó la desgracia de encontrarse una noche á obscuras en El Escorial con el duque de Osuna, como doña Catalina en el alcázar con…

      – Pero tío Manolillo, vamos á cuentas: ¿vos sois el bufón del rey, ó el mochuelo del alcázar?

      – De todo tengo. Siempre me han salido al paso los enredos.

      – Como á mí.

      – Si ya os lo dije: nos parecemos mucho. Pero continúo con mi suposición: supongamos que con tales antecedentes sale una noche la señora condesa de Lemos en una litera por un postigo de su casa muy encubierta, y que yo, por casualidad, СКАЧАТЬ