El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel
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      – ¿Por quién habláis, por mi padre ó por mí?

      – Hablo por vos. En cuanto á vuestro padre, bien se está allí donde se está; y en verdad y en mi ánima, que si no fuera por vos, ya estaría yo con él.

      – ¿En la eternidad?

      – Decís bien; pero yo me entiendo y Dios me entiende.

      – ¿Estaréis también enamorado y desesperado?

      – ¡Enamorado! no lo sé, pudiera ser. ¡Desesperado! no, porque á mí no me desesperan las mujeres.

      – Soy muy afortunado.

      – O muy pobre. Pero volviendo á la dama…

      – Os repito que puedo hablaros de su hermosura, pero no daros señas de ella; os digo que la amo tanto, que si por desdicha fuese esta mujer la reina…

      – ¿Pero estáis loco, Juan? ¿Acabáis de llegar á Madrid, y ya pretendéis haber tenido una aventura con… su majestad?

      – ¿Y no pudiera ser?

      – ¡Poder! Todo puede ser si Dios quiere, puesto que es todopoderoso; pero lo que creo que ha sucedido ya es que habéis perdido el juicio.

      – Si esa mujer es la reina, lo pierdo de seguro.

      – Y… ¿por qué?

      – ¿Por qué? La reina es casada.

      – ¡Ah! ¿y amáis tanto á vuestra dama, que pretendéis encontrar en ella lo que creo que no se encuentra en ninguna mujer? ¿pretendéis que no haya amado una dama que se sale de palacio de noche y sola, que se agarra al primero que encuentra y le embauca hasta hacerle perder el seso?

      – Yo no os he dicho que esa dama ha salido de palacio.

      – Pero yo lo sé.

      – ¿Y quién os lo ha dicho?

      – ¡Bah! quien os ha visto.

      – Me estáis desesperando: vos conocéis á esa dama.

      – Vos me estáis guardando un secreto.

      – No es mío.

      – De la reina.

      – ¡Ah! ¡no! ¡no!

      – Escuchad, Juan: yo tengo una obligación mayor de la que creéis de mirar por vos, de guardaros…

      – ¡Vos!

      – Sí, yo; es más: por vos he venido á Madrid; por vos necesito ver á vuestro tío.

      – No os entiendo.

      – Pues bien podéis entenderme. ¿No somos amigos?

      – Sí, ciertamente.

      – ¿No soy yo más experimentado que vos?

      – Experimentado y sabio.

      – Pues respetadme por mayor en edad y en saber. Contestadme, joven, y creed, suponed que os habla y os pregunta vuestro padre. Sois nuevo en la corte, y la corte es muy peligrosa. Habéis dado de bruces con palacio y para vos se ha centuplicado el peligro. ¿Para qué esperáis á don Rodrigo Calderón?

      – Para matarle.

      – ¿Y por qué?

      – Porque ha ofendido á esa dama que me enamora.

      – Me engañáis.

      – No os engaño.

      – ¿La ofensa de ese hombre á la dama?..

      – Suponerla amante suya.

      – ¿Y á vos qué os da?

      – Es inútil que pretendáis disuadirme: estoy resuelto.

      – Pues sea; me embarco con vos; agito con vos el cascabel de la locura: cometo la primera tontería de que tengo memoria: Cervantes, á quien Dios perdone sus pecados, creyó haber muerto con su Ingenioso Hidalgo don Quijote á los caballeros andantes; pero se engañó, porque aquí estamos dos. Vos porque tenéis ojos, y yo porque tengo corazón y agradecimiento.

      – ¡Agradecimiento!

      – Dios me entiende y yo me entiendo.

      – Pero no os entiendo yo.

      – Cuando fuí huído á Navalcarnero… y fué por una mujer… siempre ellas… encontré en vos…

      – Un joven que se volvió á vos asombrado, deslumbrado por vuestro ingenio.

      – Muchas mercedes. Pues encontré en vos un hermano, y tan agradecido quedé de ello, que en la primera carta que escribí al duque de Osuna, le hablé de vos.

      – ¡Ah! ¡don Francisco! ¿habéis hecho que llegue mi pobre nombre al gran duque de Osuna?

      – Y tanto bien vuestro le he dicho, que el duque, que no ha dejado de escribirme á San Marcos, me escribió por último en términos breves pero precisos: «Mi buen secretario: el duque de Lerma os suelta, no sé si porque me teme, ó porque os teme á vos, aunque preso y encerrado. Veníos al punto, pero traeros con vos á ese vuestro amigo Juan Montiño, de cuyos adelantos me encargo.»

      – ¿Eso os ha escrito el duque y os llamáis agradecido de mí?

      – Sea como quiera, vengo, os encuentro cuando menos lo esperaba y metido en una aventura, y por fin y postre, me metísteis también en ella. Pues adelante: no siento otra cosa sino lo que tarda el difunto.

      No había acabado Quevedo de pronunciar estas palabras, cuando rechinó una llave en la cerradura del postigo del duque, se abrió éste, se vió luz y salió un bulto.

      El postigo volvió á cerrarse.

      – Ahí le tenéis – dijo don Francisco en voz baja á Juan – . Dejadle que adelante algunos pasos más, y á él.

      Juan Montiño salió del zaguán y se fué tras aquel bulto. Quevedo se puso en medio de la calleja, y desnudó la daga y la espada.

      Hemos dicho que la noche era muy obscura.

      – Defendéos ú os mato – dijo Juan Montiño á dos pasos del que había salido por el postigo.

      Volvióse éste y desnudó los hierros.

      – ¿Y por qué queréis matarme? – dijo.

      Juan le contestó con una estocada.

      – ¡Ah! vos sois el mismo de antes – dijo don Rodrigo, que él era.

      – Entonces os desarmé, pero ahora que sé que sois don Rodrigo Calderón, os mato.

      Al decir el joven estas palabras, don Rodrigo Calderón СКАЧАТЬ