Название: El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III
Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
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– Ahí veréis.
– ¿Por la voz, ó por el olor, ó por el bulto? Ved que esas tres cosas engañan.
– Estoy seguro de que es una divinidad.
– Se me os perdéis, Juan, se me os perdéis, y lo siento. Idos de la corte, amigo mío, porque si apenas habéis entrado habéis caído, á poco más sois hombre enterrado. Creedme, Juan, veníos conmigo á una hostería y dejáos de tapadas, que no contentas con haberos matado os piden hombres muertos.
– Idos si queréis – dijo Juan Montiño – , que yo estoy resuelto á quedarme y á cumplir lo que he prometido.
– No, no me iré, puesto que me necesitáis: aquí me estoy con vos y venga lo que viniere.
– He reparado en un bulto que me sigue desde después de mi primera riña con don Rodrigo.
– ¡Ah! ¿sí? ¿un bulto? razón más para que yo me quede.
– Y ese bulto está allá abajo, junto á la esquina.
– ¿Y no le habéis ahuyentado por no espantar la caza? bien hecho; por lo mismo dejaréle yo allí: pero entrémonos en este zaguán.
– Entrémonos.
– ¿Y estáis seguro de que don Rodrigo Calderón está ahí dentro, y si está de que saldrá por ahí?
– No lo estoy, pero espero.
– Vais haciéndoos á las costumbres de los enamorados tontos, que se pasan la vida en esperar á bulto.
– Por más que hagáis…
– No os curo.
– No.
– ¿Pero tanto vale esta dama?
– ¡Oh!
– ¡Oh! Decir ¡oh! vale tanto como si dijéseis: esa dama es para mí un acertijo.
– ¿Creéis que estoy enamorado?
– ¡Ayúdeos Dios, si vuestro mal no tiene cura! ¿Y sabéis que tarda don Rodrigo?
– ¿Qué tenéis que hacer?
– Mucho: por ejemplo, me urge ver á vuestro tío el cocinero de su majestad.
– Pues no podéis verlo esta noche.
– ¿Cómo?
– Va de viaje. Se muere mi tío el arcipreste y va á cerrarle los ojos.
– ¡Ah! pues si no puedo ver á vuestro tío, me importa poco que tarde nuestro hombre; entre tanto á dormir me echo.
– ¡A dormir!
– Sí; he encontrado aquí un poyo bienhechor, y estoy cansado. Y luego, ¿de qué hemos de hablar? No conocéis á esta dama… no puedo aconsejaros á ciencia cierta… me callo, pues, y duermo. Avisadme cuando sea hora.
Al sentarse Quevedo se desembozó y dejó ver una línea de luz por un resquicio de su linterna.
– ¡Oh! ¡traéis linterna! – dijo el joven.
– Nunca voy sin ella.
– ¿Me prometéis decirme el nombre de la dama, si os doy algo por lo que podáis venir en conocimiento?
– Os lo prometo – dijo Quevedo.
– Pues bien, abrid la linterna y mirad.
Quevedo abrió la linterna, y Juan Montiño, doblando la carta que su tío había recibido de palacio, y dejando sólo ver el primer renglón que decía: «Tenéis un sobrino que acaba de llegar de Madrid…» mostró aquel renglón á Quevedo.
– ¡Y es letra de mujer! – dijo éste.
– ¿Pero no la conocéis?
– No – repuso Quevedo guardando la linterna.
– Voy á ayudaros – añadió el joven – : esta carta ha venido de palacio á mi tío, de mano de una dueña de la servidumbre.
– Si no me dais más señas no puedo alumbrar vuestras dudas. ¡Y me duermo, vive Dios, me duermo! – dijo Quevedo bostezando.
– Decidme: ¿hay en palacio alguna dama cuya hermosura deslumbre como el sol?
– Háilas muy hermosas: ¿la vuestra es esbelta, ligera, buena conversación, morena?..
– No, no; es blanca.
– ¿Cómo, pues, sabéis su color si iba tapada?
– Una mano…
– ¡Ah! es verdad, las tapadas que tienen buenas manos no las tapan. Pues no es la condesa de Lemos – dijo para sí Quevedo.
– Era alta, gallarda, muy dama, muy discreta, joven, andar majestuoso…
– No conozco dama que tenga más majestad en palacio que la reina.
– ¡La reina!.. ¿pero creéis que la reina podría salir sola de noche y ampararse de un desconocido?
– ¡Eh, señor Juan Montiño! habláis con demasiado calor, para que yo no sospeche que os ha pasado por el pensamiento que podía ser la reina la dama de vuestra aventura. Creedme, Juan; eso, que si fuera posible, sería para vos una desgracia, es imposible de todo punto. Su majestad la reina… vamos, no pensemos en ello. Es la única mujer que conozco buena y mártir, y la ilustre sangre que corre por vuestras venas os debe decir…
– Mi sangre no es ilustre, don Francisco, sino honrada, y por lo mismo, porque dudo, porque me parece imposible, os pregunto, quiero aclarar una duda que me vuelve loco… tenéis razón; si fuese la reina la dama á quien amo…
– ¿Pero qué amor es ese?.. un amor de dos horas.
– ¡Ay, don Francisco! en dos horas… menos aún, en el punto en que la vi…
– ¿Luego la habéis visto?
– Sí.
– ¿Dónde?
– Perdonad, no me pertenece el secreto.
– Guardadle, pues; pero entendámonos: ¿decís que habéis visto á esa dama? Dadme sus señas.
– No puedo daros seña alguna, porque fué tal el efecto que me causó su hermosura, que cegué.
– ¡Vehemente y apasionado como su padre! – murmuró Quevedo.
– ¡Qué! ¿habéis conocido á mi padre, don Francisco? Cuando fuísteis á Navalcarnero ya había muerto.
– He oído hablar de él – dijo Quevedo.
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