El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel
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СКАЧАТЬ venido en defensa de don Rodrigo.

      Don Rodrigo quiso sostenerse sobre sus pies, pero no pudo; le brotaba la sangre á borbotones de la herida, se desvaneció, vaciló un momento y cayó.

      Juan Montiño se arrojó sobre él, le desabrochó la ropilla y buscó con ansia en ella: en un bolsillo interior encontró una cartera que guardó cuidadosamente.

      Don Rodrigo no le opuso la menor resistencia. Estaba desmayado.

      Entretanto el hombre á quien zurraba Quevedo, no pudo resistir más y huyó dando voces.

      – Habéis acabado ya por lo que veo, ó más bien por lo que no escucho – dijo Quevedo á Juan Montiño.

      – Sí, por cierto – contestó Juan.

      – Ya sabía yo que teníamos difunto; pero ese rufián de Juara va dando voces, y por sus voces pueden dar con nosotros, y con nosotros en la cárcel. Dadme vuestro brazo á fin de que yo pueda andar de prisa, y tiremos adelante.

      – Adelante, don Francisco, pero tiremos hacia palacio.

      – ¡Hacia palacio, eh! pues que palacio sea con nosotros.

      Y marchando con cuanta rapidez les fué posible, que no era mucha á causa de la deformidad de las piernas de Quevedo, salieron de la calleja.

      Poco después entraban en ella muchos hombres con luces.

      Aquellos hombres eran los criados que el duque de Lerma había enviado á informarse del suceso.

      CAPÍTULO XI

      EN QUE SE SABE QUIÉN ERA LA DAMA MISTERIOSA

      Quevedo y Juan Montiño tardaron un largo espacio en llegar á palacio, no porque palacio estuviese lejos de la casa del duque de Lerma, sino porque para Quevedo eran largas todas las distancias.

      Entrambos iban embebecidos en hondos pensamientos y no hablaron una sola palabra durante el camino.

      Cuando vieron delante de sí la negra masa del alcázar, Quevedo dijo á Montiño:

      – He aquí que hemos llegado, y que estamos en salvo. Procurad vos no poneros en peligro; ved que palacio es un laberinto en que se pierde el más listo.

      – Aunque fuese el infierno entraría en él. Me lo manda mi honra.

      – Pues si tan principal señora os manda, no insisto, amigo Juan, y os dejo, porque supongo que necesitaréis ir solo.

      – De todo punto.

      – Pues vóime á dormir; espéroos mañana en el Mentidero.

      – ¿Cómo en el Mentidero?

      – Olvidábame de que sois nuevo en la corte. Llaman aquí el Mentidero á las gradas de San Felipe el Real.

      – ¿Y por qué no esperarme en vuestra casa?

      – Porque no sé aún si será pública ó privada, mesón de transeuntes ó tránsito de infierno. Quedad con Dios, y sobre todo, prudencia, Juan, prudencia, y no os envanezcáis con los favores de la fortuna.

      – No sé lo que será de mí – dijo el joven, que estaba aturdido é impaciente.

      – Pues procurad saber lo que hacéis, y adiós, que no quiero deteneros.

      – Adiós, don Francisco, hasta mañana.

      Quevedo se alejó un tanto, y luego al doblar una esquina se detuvo.

      – ¿Será sino de la sangre de los Girones – dijo – el encontrarse siempre metida en grandes empresas? ¿quién sabe? ¡pero aquí hay algo grave! ¿que no haya leído Lerma delante de mí la carta de la duquesa? ¿que no haya yo podido ver lo que ha hecho ese noble joven, en el breve espacio que ha estado inclinado sobre don Rodrigo Calderón, entretenido en detener á ese bergante de Juara? pero puedo ver algo… y algo tal, que sea una chispa que me alumbre. Pues procuremos ver.

      Y se encaminó recatada y silenciosamente á la puerta de las Meninas, y con el mismo recato miró al interior.

      Bajo un farol turbio estaba parado Juan Montiño.

      – ¿Conque le esperan? ¿conque le han citado? ¿quién será ella? – dijo Quevedo.

      Pasó algún tiempo; Juan Montiño esperando, y don Francisco observándole.

      Oyéronse al fin leves pasos que parecían provenir de unas estrechas escaleras, situadas cerca del joven; luego los pasos cesaron y se oyó un siseo de mujer.

      – ¡Ah! ¡ya pareció ella! – dijo Quevedo – ; ¿pero quién será?

      Entre tanto Juan Montiño se había dirigido sin vacilar á las escaleras, y desaparecido por su entrada.

      Sigámosle.

      A los pocos peldaños una dulce voz de mujer, aunque anhelante y conmovida, le dijo:

      – ¡Ah! ¡gracias á Dios que habéis venido!

      Era la misma voz de la dama tapada á quien Montiño había acompañado aquella noche.

      La escalera estaba á obscuras.

      – ¡Señora! – dijo Montiño.

      – ¡Silencio! – replicó la dama – ; no habléis, seguidme y andad paso.

      – ¡Pero si no veo!

      – ¡Ah! es verdad.

      – Si no me guiáis…

      – Dadme, pues, la mano – dijo la dama con un acento singular en que se notaba la violencia con que apelaba á aquel recurso.

      – ¿Dónde estáis?

      – Acercad más.

      – Ya que me dais la mano, señora…

      – Os la presto…

      – Pues bien, prestadme la derecha.

      – Seguid y callad – dijo la dama, poniendo en la mano de Juan Montiño una mano que hablaba por sí sola en pro de lo magnífico de las formas de la dama.

      – ¡La que tiene una mano tal…! – dijo para sí Montiño.

      Y acarició con deleite en su imaginación el resto de un pensamiento.

      Asido por la dama, seguía subiendo.

      Terminada la escalera, atravesaron un espacio que debía ser estrecho, porque el traje de la dama, ancho y largo, chocaba con las paredes.

      La dama se detuvo y abrió con llave una puerta.

      Pasaron y la dama tornó á cerrar.

      Y siguieron adelante.

      – ¡Oh! ¡vuestras espuelas! – exclamó – ¡nos hemos olvidado de que os las quitáseis!

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